domingo, 13 de abril de 2025

¿Qué haremos de un Dios crucificado?

¿Qué haremos de un Dios crucificado? 

En el fondo, dominan las tinieblas. Avanzan, cada vez más densas, hasta llenarlo todo de una sombra angustiosa y sin sentido. Poco importa si en el centro de la escena se destaca el Calvario, con tres cruces clavadas en el suelo y chorreando sangre, o si se ven imágenes que, como los titulares de las noticias de televisión, hablan de guerras, hambre, desequilibrios y destrucción en todo el mundo: en el fondo y en el corazón de los espectadores se cierne la misma oscuridad. 

El relato de la Pasión, que el Evangelio del Domingo de Ramos repite cada año en su totalidad, narra la historia de un hombre que ocurrió hace dos mil años, un hombre al que los cristianos se empeñan en llamar Dios, pero en esa historia podemos encontrar el sufrimiento de la humanidad de todos los tiempos: discusiones interminables sobre quién es el más grande, la incomprensión por parte de las personas más cercanas y de confianza, la traición de un amigo, gestos de amor vaciados y transformados en su contrario, la soledad, el abandono... ¿Cuántas personas viven todo esto a diario? 

Una detención clandestina, no por una culpa concreta, sino porque molestaba, que pone en tela de juicio el orden y el poder vigentes; un proceso farsa, con cargos inventados, destinados a justificar una condena predeterminada; una multitud llamada a expresarse, condicionada con métodos sutiles para que se pliegue a la voluntad de unos pocos; un magistrado que en lugar de hacer justicia condena al inocente y pone en libertad al culpable; un poder que elige lo que conviene en lugar de lo que es justo, prefiere una noticia falsa premiada por las encuestas a una verdad impopular; personas escarnecidas, ridiculizadas, insultadas, objeto de una violencia gratuita y cruel, golpeadas, violadas, asesinadas sin piedad, sin remordimiento, sin compasión alguna. ¿En cuántas partes del mundo se repite todo esto cada día? 

Y luego está esa palabra, Dios. El gran ausente, tanto en el Evangelio de la Pasión como en nuestro mundo. Jesús reza, grita, implora, tan intensamente que suda sangre. Pero Dios no responde. La injusticia, la violencia y la muerte que atraviesa Jesús ocurren en el más absoluto silencio de Dios. Ese Dios en el que Jesús siempre ha confiado, como un hijo en su padre, pero que en el momento de mayor necesidad no está. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», grita Jesús un instante antes de morir, en los Evangelios de Marcos y Mateo. Solo Lucas intenta aliviar el escándalo de un Mesías que muere gritando contra Dios, poniendo en boca de Jesús las palabras de una extrema confianza: «Padre, en tus manos entrego mi espíritu». ¿Cuántos de nosotros en el sufrimiento hemos gritado a Dios y no hemos recibido respuesta? ¿En cuántos, cada día, experimentamos la ausencia de Dios, nos sentimos abandonados por él? 

Ante la cruz, ante la escena del Calvario, todos —escribas, fariseos, discípulos, apóstoles— coinciden en una cosa: allí no había ningún Dios. La misma percepción que tenemos nosotros cada día hojeando un periódico o viendo un telediario. El escándalo que vivieron los que estaban bajo la cruz es el mismo que sentimos al observar el mal que marca la historia. El escándalo de un Mesías y de un mundo que parecen abandonados por Dios. 

Hay muchas formas en las que los cristianos han intentado aliviar el peso de este escándalo. Considerándolo parte de un proyecto divino, de un mecanismo que se alimenta del sufrimiento, a través del cual Dios salvaría a la humanidad: ¿pero qué Dios es un Dios que pide dolor y sangre inocente como precio por la salvación? 

O bien, pasando inmediatamente a la página siguiente del Evangelio, dando poca importancia a la cruz y poniendo inmediatamente el acento en la Resurrección: visión que lleva a considerar la realidad del mundo y de la historia solo como un momento de paso, una prueba en vista de la vida futura. Si el mundo está marcado por el mal, la solución es salir del mundo, permanecer puros frente a la podredumbre de la historia, separando a los buenos de los malos, a los elegidos de los condenados, a la espera de ser recompensados en el más allá. ¿Pero no es exactamente lo contrario de lo que hizo y enseñó Jesucristo? 

Ante el escándalo de la cruz y del mal en la historia, los intentos de recolocar a Dios para salvarlo de su absurdo se revelan inmediatamente como forzamientos poco creíbles. Pero lo que los apóstoles entendieron escandalosamente después de la Resurrección es que Dios estaba en esa cruz. No que Dios haya usado la cruz para sus propósitos, ni que Dios estuviera en un lugar diferente, en un más allá diferente de esa cruz. Dios estaba en esa cruz, así como está presente en la historia de hoy y de cualquier otra época. Y en esa cruz, como en nuestro mundo, Dios es amor que no termina. 

La cruz, como nos confirma el gesto de la Eucaristía, es elegida por Jesús como lugar de amor. No como lugar de sacrificio -la idea del sacrificio (palabra que no aparece por casualidad en los relatos de la pasión) responde a la lógica utilitarista de quien busca ganarse el favor de Dios: yo te ofrezco algo y tú me das algo a cambio-, sino como lugar de donación. 

Jesús, después de sufrir todo tipo de traición e injusticia, se entrega a sí mismo en la cruz gritando a Judas, a Pedro, a Caifás y a Pilato: ¡Sigo amándote! Esta es la respuesta de Dios al mal, la salvación que Jesús ofrece desde la cruz: ante todo lo que ocurre en el mundo y en la historia, ante la víctima más inocente como ante el verdugo más atroz, Dios repite: ¡sigo amándote! 

No hay sufrimiento, dolor, traición, abandono por parte de Dios y de los hombres que exista fuera del abrazo de Dios, «ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni el presente, ni el futuro, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás de la caridad de Dios» (Rm 8,38-39). 

¿Es poco? ¿Hubiéramos preferido un Dios que, si se le reza debidamente, intervenga mágicamente eliminando el dolor y el sufrimiento de nuestra vida? ¿Es decepcionante este Dios que deja todo como está, sin hacer distinciones entre buenos y malos, entre justos y malvados? ¿Que ama y basta? 

En el fondo dominan las tinieblas. Avanzan, cada vez más densas, hasta llenarlo todo de una sombra angustiosa y sin sentido. Pero dentro de esta oscuridad, el rostro del crucificado nos recuerda que todo lo que nos sucede a nosotros y en la historia existe en el abrazo de Dios, envuelto en su amor. Y el amor recibido podemos a su vez donarlo. Contribuyendo así a escribir un futuro de esperanza. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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