Reconciliarse con las propias sombras
La enseñanza de
Jesús se resume en el doble mandamiento del amor: «Amarás al Señor tu Dios con todo
tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu
prójimo como a ti mismo» (cf. Mt 22,37-40; Mc 12,29-31; Lc 10,27; Dt
6,5). Pero la medida de este amor se convierte en el amor desmesurado del mismo
Jesús: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros. Como yo os he
amado, así amaos también vosotros los unos a los otros» (Jn 13,34). Jesús
retoma el «mandamiento antiguo» (1Jn 2,7), pero lo llena de una nueva medida.
La medida del amor, según él, es esta: amar sin medida.
Jesús no era un
charlatán. No enseñó solo con bellas frases, sino con gestos y palabras
íntimamente conectados (cf. Dei Verbum 2). Si San Juan nos exhorta a amar «no de
palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad» (1 Jn 3,18), es porque
este fue el ejemplo impartido con rigor y coherencia por la vida de Jesús.
Ahora me centro
en tres gestos de Cristo que se explican entre sí. Cada uno arroja luz sobre
los otros dos mostrando matices que de otro modo permanecerían en la sombra: el
lavatorio de los pies, el don de la eucaristía y la muerte en la cruz.
El Evangelio de San
Juan nos sorprende. En el capítulo sexto nos presenta una maravillosa
conversación de Jesús sobre el pan de vida. Esperamos, por tanto, encontrar a
continuación la cena del Señor, presente por otra parte en los otros Evangelios,
pero no la encontramos. El capítulo decimotercero abre el «libro de la Gloria»
con dos revelaciones sobre Jesús: un saber y un amar.
Jesús sabe que
ha llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, conoce a quien lo
traicionaría, sabe que el Padre le ha dado todo en sus manos y que de Dios ha
salido y a Dios vuelve.
Y Jesús ama a
los suyos, presentes en el mundo, «hasta el final». El eis
télos implica el amor hasta el final de los tiempos, pero también hasta
la máxima medida (San Juan Crisóstomo). La expresión elocuente de este amor en
el último momento de intimidad con sus discípulos es el lavatorio de los pies.
San Juan pone de
relieve este acontecimiento para revelar el sentido profundo de la eucaristía.
En la época en que se escribió el Evangelio de San Juan, había divisiones en
las comunidades con respecto a la celebración de la Cena del Señor. San Juan
quiso entonces subrayar el profundo significado del don del Cuerpo y la Sangre
del Señor.
Un amo judío no
podía dejar que un esclavo judío le lavara los pies. Jesús hace una obra
profundamente humillante para la cultura de la época. Se despoja de sí mismo,
desciende hasta los pies de sus discípulos. El texto nos dice que Jesús «se
despoja» de sus vestiduras, señal de toda su vida entregada por
nosotros, y se inclina a los pies de los Apóstoles.
La objeción de
San Pedro nos abre una primera brecha sobre el sentido de lo que Jesús está
haciendo. Simón se niega, ¡la acción es indigna del Maestro! Pero Jesús, a San Pedro
que no capta el sentido de la acción, le dice: «Si no te lavo, no tendrás parte
conmigo».
Si no
permites que Dios descienda a tus infiernos, no podrás experimentar el cielo de
su rostro y de su misericordia. Permanecerás encerrado en una idea retributiva
de un Dios que te da porque tú le das, que te ama porque tú haces. Este no es
el Dios de Jesucristo. El Padre no nos ama porque seamos dignos, sino que nos
hace dignos porque nos ama. Si no aceptas su humildad, no verás el verdadero
rostro de Dios.
Es muy
significativo que en el cuadro El lavatorio de los pies de Sieger
Köder, Jesús se muestre profundamente inclinado, absorto en el gesto de
servicio. No se ve directamente el rostro, solo se ve en el reflejo del agua
sucia, donde están los pies de San Pedro. Buscamos a Dios en lo que es excelso,
pero Dios está ahí, a nuestros pies, lavándolos.
Cuando
Jesús lavó los pies de los apóstoles, los miró de abajo hacia arriba, y en ese
momento nos dijo quién es Dios. Buscamos a Dios en Marte, mientras Él nos lava
los pies.
Es
necesario un gran trabajo sobre la imagen que tenemos de Dios, hay que
«evangelizar» nuestra idea de Dios y esta evangelización pasa por el rostro de
Jesús que se refleja en el agua sucia.
Dios
se revela en lo que constituye el aspecto más profundo de su divinidad y
manifiesta su gloria precisamente haciéndose nuestro servidor, lavando los pies
a sus criaturas.
No es fácil
acostumbrarse a este Dios incómodo, inoportuno, que no está hecho a la medida
de la grandeza humana. Todo el camino de la vida cristiana se resume en este
paradójico aprendizaje: aprender a acoger la sorpresa, el Evangelio del amor de
Dios por nosotros.
No es fácil
aceptar ser amado infinitamente, incondicionalmente y gratuitamente. El gran
escritor Georges Bernanos también lo captó y, al final de su obra maestra Diario
de un cura rural, resume ese momento de toma de conciencia de la gracia
como reconciliación con su propia pobreza: Esa especie de desconfianza que tenía de mí
mismo, de mi persona, se ha disuelto, creo, para siempre. Esta lucha ha llegado
a su fin. Ya no la entiendo. Estoy reconciliado conmigo mismo, con mi pobre
persona.
Y el cura concluye
con estas palabras tan agudas como verdaderas: Es fácil odiarse a uno mismo,
más fácil de lo que se cree. La gracia es olvidarse de uno mismo. Pero cuando
todo orgullo haya muerto en nosotros, la gracia de las gracias será amarnos
humildemente a nosotros mismos, como uno de los miembros sufrientes de Jesucristo.
Es mirarse con
los ojos de Cristo lo que redime el camino del hombre, su propia realidad
frente a sus contradicciones, porque si «nuestro corazón nos reprende, Dios es más
grande que nuestro corazón» (1 Jn 3,20).
Quiero terminar con un poema de Madeleine Delbrel que nos recuerda que la acción de Jesús se comprende mejor cuando se vive. Por otra parte, el Señor y Maestro nos dio un ejemplo para que nosotros también hagamos lo que él hizo por nosotros:
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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