Resurrección: resistencia y subversión de la esperanza
Todos somos conscientes de los problemas de nuestro tiempo, lo somos hasta tal punto que nos asedian, es inútil hacer aquí la enésima lista y aplastar aún más nuestras conciencias bajo el peso de su realidad. Al fin y al cabo, hoy es Pascua, se celebra la victoria de la vida y, al menos hoy, deberíamos cultivar la esperanza.
Pero, ¿por qué solo hoy es Pascua? ¿Por qué no mañana y pasado mañana, e incluso dentro de tres meses, cuando todos nos quejaremos del calor que nos impedirá respirar? ¿Por qué no pensar que la lógica de la Pascua se aplica a todos los días y así mirar la vida con otros ojos? ¿Por qué limitar esta alegre perspectiva de la victoria de la vida a un solo día del año, y no a los otros 364? ¿Qué nos impide afrontar siempre la realidad con la convicción de que es la vida la que triunfa, y no la muerte?
Imagino la respuesta: lo impide la realidad con su opresiva carga de problemas y tragedias, que hoy también se recogen en las páginas de este periódico; es la foto de ese niño palestino sin brazos. Objeción más que pertinente, pero la tarea del pensamiento filosófico y espiritual es otra: no es registrar lo existente (ya lo hacen otros), sino introducir en la mente y en el corazón energías y motivaciones que impidan dejarse aplastar por la situación presente y que empujen a cambiarla para mejor en nombre del bien y de la justicia.
Sostengo que el objetivo del pensamiento
filosófico y espiritual es la esperanza. Por supuesto, esto se aplica a mi
visión de la filosofía, representada por esta frase de Theodor W. Adorno en Minima
moralia: «Al final, la esperanza,
al sustraerse de la realidad negándola, es la única figura en la que se
manifiesta la verdad. Sin esperanza, la idea de la verdad sería difícilmente
concebible».
La verdad, su búsqueda, ha sido siempre el motor de la auténtica filosofía y de la auténtica espiritualidad, pero la condición para que se dé la «verdad», sostiene Adorno, y yo con él, es el cultivo de la esperanza. De lo contrario, no hay «verdad», sino un cúmulo de exactitudes que hay que tomar nota contablemente y que aplastan la mente sobre el statu quo, eliminando toda idealidad.
La verdad, en el sentido auténtico y profundo
del término, es algo muy distinto de la simple exactitud. Verdad en latín se
dice «veritas», término que
tiene la misma raíz que primavera, que en latín se dice «ver». La misma raíz de verdad y primavera expresa la intuición preconsciente
impresa en la mente de nuestros antepasados: que lo que merece el nombre de
«verdad» no es un dato, sino una energía, una energía que motiva la acción y
favorece la vida, tal y como ocurre en primavera, cuando la naturaleza renace y
todo se vuelve verde. Y el verde, no por casualidad, es el color de la
esperanza.
Por lo tanto, se trata de cultivar la esperanza, esta es la tarea del pensamiento responsable, sobre todo hoy, cuando nos enfrentamos a tantas desgracias y a tantos «profetas de la desgracia», por retomar la famosa expresión del Papa Juan XXIII en el discurso inaugural del Concilio Vaticano II.
Pero, ¿existe una realidad en la que podamos
basarnos para hablar con fundamento de esperanza? ¿Existe algo que nos permita
sentir que la Pascua no se reduce al relato de un acontecimiento lejano que
concierne a un hombre que, según la doctrina, era también Dios y que, por lo
tanto, no podía no resucitar (es decir: demasiado fácil para él, totalmente
imposible para nosotros)? ¿Existe
una realidad gracias a la cual comprender que la Pascua es la lógica interior
de la realidad, que, si conoce la muerte (Viernes Santo), está aún más
orientada al renacimiento siempre nuevo de la vida (Domingo de Pascua)?
Hay una frase de uno de los físicos más importantes del siglo XX, John Archibald Wheeler, que expresa mejor la espiritualidad potencial que puede surgir del nuevo paradigma científico: «La enseñanza más importante de la mecánica cuántica es que los fenómenos físicos se definen por la pregunta que nos hacemos sobre ellos».
De estas palabras surge la conciencia de que
la realidad en su nivel más profundo no es como parece a primera vista, sino
que depende estrictamente de la intencionalidad que la mira, porque al mirarla
la determina. Se trata del poder constructivo del observador. Vivimos, retomando siempre a Wheeler, en un «universo participativo», en un
universo participativo cuya realidad sustancial depende de nuestro nivel de
participación. ¿Solo te interesa la materia? El universo será material. ¿Te
interesan también los sentimientos y los ideales? El universo los reflejará,
aunque solo sea por el hecho de que tú también formas parte del universo.
En su libro más bello, La vida de la mente, Hannah Arendt escribió: «No es irrelevante señalar que la parte inmortal y divina del hombre no existe si no se actualiza y se centra en lo que es divino fuera de él»; y concluía: «En otras palabras, el objeto de nuestros pensamientos confiere inmortalidad al pensamiento mismo».
Podemos ignorar por completo nuestra dimensión inmortal y divina y convertirnos en «hombres unidimensionales», como profetizaba Marcuse en su famoso ensayo El hombre unidimensional, subtitulado «La ideología de la sociedad industrial avanzada», particularmente actual hoy en día, cuando nuestra sociedad es, diría yo, muy avanzada en aplanar la humanidad a la única dimensión del «trabajo, ganancia, pago, exijo», que nos convierte a todos en exigentes y, en esta exigencia, inevitablemente tensos, hipertensos, nerviosos, malvados.
Pero la parte inmortal y divina de nosotros puede empezar a existir si se actualiza y se centra en lo que es divino fuera de nosotros. ¿Qué es divino fuera de nosotros? El bien, la justicia, la belleza, el amor: en definitiva, la verdad-primavera. Si nos centramos en este divino fuera de nosotros, nuestra dimensión inmortal y divina se despierta y resurge.
He aquí la Pascua, término que significa «paso», y es precisamente el paso de
la superficialidad a la profundidad humana el sentido de esta fiesta
antiquísima, judía y cristiana al mismo tiempo, llamada hoy a dilatarse en la
Pascua de todos, creyentes y no creyentes, todos simplemente humanos,
despertados por este paso a desarrollar las dimensiones más profundas de la existencia
haciéndolas resurgir en su interior.
Hemos crecido pensando que dentro de nosotros
solo existen ilusiones, miedos, pesadillas, represiones más o menos
inconscientes de las que debemos protegernos a nivel consciente. Ha llegado el momento de reevaluar
filosóficamente nuestra dimensión interior, pensando que ese deseo de bien y de
justicia que a veces vive dentro de nosotros no es una ilusión infantil, sino
nuestra dimensión más verdadera, y que a partir de ella podemos plantear las
preguntas adecuadas a la vida.
Por preguntas adecuadas me refiero a aquellas
que permiten que la vida se revele a su vez justa y produzca justicia. Si es cierto que la enseñanza más importante
de la mecánica cuántica es que «los fenómenos físicos se definen por la pregunta
que nos hacemos sobre ellos», también el fenómeno físico de la vida se define
por la pregunta que nos hacemos sobre ella: y si nuestra pregunta parte del
bien y de la justicia, también la vida aparecerá como bien y como justicia.
Por el contrario, si solo buscamos
intereses obvios y burdos, también la vida se mostrará infaliblemente como un
interés obvio y burdo.
Creo que de aquí puede surgir una
espiritualidad más auténtica, aquella que sitúa su centro vital no en lo que es
externo a nosotros -las Sagradas Escrituras, los ritos, los sacramentos, los
dogmas-, sino en el corazón en busca del bien y de la justicia. Y me gustaría añadir que probablemente Jesús
-el Jesús terrenal tan diferente del Cristo de la fe proclamado por las
diversas Iglesias- habría estado de acuerdo con esta visión, ya que, por un
lado, enseñaba a buscar el reino de Dios y su justicia antes que cualquier otra
cosa y, por otro, decía que el Reino de Dios está dentro de nosotros.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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