Te Deum
No sé del todo por qué el libro del Deuteronomio parece estar marcado por la invitación a no olvidar: «Pero cuídate y cuídate bien de no olvidar las cosas que tus ojos han visto: no se te escapen del corazón, durante toda tu vida. Se las enseñarás también a tus hijos y a los hijos de tus hijos» (Dt 4,9).
Si es cierto que el recuerdo de su pueblo por parte de Dios es lo que fundamenta su existencia, es aún más cierto que el recuerdo de lo que Dios ha hecho es lo que asegura la propia subsistencia de Israel. Por eso, allí donde el pueblo o el creyente individual experimentaba la misericordia de Dios, se construía una estela o, incluso, se cambiaba el nombre de ese lugar.
De hecho, no pocas veces es como si nuestra memoria entrara en una especie de stand-by, como si se bloqueara. Es sintomático que los jóvenes utilicen en su jerga una broma del tipo «te desbloqueo un recuerdo», sacando de la galería de fotos o de las redes sociales algo relacionado con el lugar que estás visitando o el momento que estás viviendo.
Parece como si, sin algoritmos que recuperen fotos y eventos, viviéramos en una especie de presente absoluto sin un antes y, sobre todo, sin un después. Es como si viviéramos en un perpetuo «lo último, pero no menos importante», que otorga derecho de existencia solo al último estado de ánimo experimentado, al último encuentro, a la última palabra pronunciada o escuchada, a la última persona encontrada.
Sin embargo, el bloqueo de la memoria es lo más perjudicial que nos puede suceder, ya sea porque corre el riesgo de cristalizarnos en una eterna presencia impidiéndonos madurar nuevas comprensiones de nosotros mismos, o porque no nos permite reconocer la obra de Dios en nuestra historia, no nos permite confesar con gratitud que «las misericordias del Señor no han terminado, no se ha agotado su compasión; se renuevan cada mañana, grande es su fidelidad» (Lam 3,22-23).
También nosotros, como ya Israel, necesitamos despertar la memoria: es reverdecer su memoria lo que hace que el pueblo dé el paso de salir de Egipto para cruzar el mar hasta convertir en objeto de memoria también un acontecimiento semejante.
Entonces, más que cantar nuestro Te Deum una vez al año, por ejemplo el 31 de diciembre, debemos aprender cada día a identificar motivos de alabanza para que la memoria no se atrofie o, tal vez, no nos enorgullezcamos atribuyéndonos lo que, en cambio, ha hecho la mano del Señor.
Pensándolo bien, la Liturgia de las Horas es como una especie de inclusión que nos ayuda a ver la obra de Dios cuando, por la mañana, con Zacarías, nos hace cantar el himno de bendición porque «Dios ha visitado y redimido a su pueblo» y, por la tarde, con María, nos hace reconocer lo que ha hecho «recordando su promesa para siempre».
¿Y qué contar entre el Benedictus y el Magnificat?
Te Deum laudamus por haberme preferido a la nada, yo que soy el último de tus hijos, y por no haber sido abandonado a merced de quién sabe qué destino ciego.
Te Deum laudamus por el tiempo, don aún posible cuando ya no dispongo de nada.
Te Deum laudamus por este
cuerpo mío con el que a veces me cuesta convivir mientras se tiñe de blanco el
pelo que ya escasea y que, sin embargo, es el medio a través del cual expreso y
recibo amor.
Te Deum laudamus por las personas con las que más me cuesta y que, según Francisco de Asís, deberíamos tener «más queridas que el eremitorio» (cf. Carta a un ministro), en el que me gustaría refugiarme, ya que son un estímulo para ir más allá de mis razones.
Te Deum laudamus porque me alimentas cada día con el pan de tu Palabra y el sacramento de tu Cuerpo y de tu Sangre que, en no pocas ocasiones, por la fuerza de la costumbre, vivo con cansancio y distracción, mientras que, en otros lugares, muchos hermanos no solo no tienen esta posibilidad, sino que, para tenerla, deben poner en peligro su propia existencia.
Te Deum laudamus por todo aquello que no he tenido en cuenta y que se convierte en una oportunidad para ejercitar la paciencia o para dejarme generar una nueva comprensión de mí mismo.
Te Deum laudamus por las preocupaciones cotidianas que me invitan a arrojar en Ti todas mis preocupaciones y afanes.
Te Deum laudamus por la ingratitud que me enseña a hacer las cosas no por lo que puedo recibir a cambio, sino por el simple hecho de que hay que hacerlas y ya está.
Te Deum laudamus por todo lo que echa por tierra proyectos y deseos de poca monta y que me enseña a tejer el rostro del hombre pensado según Dios.
Te Deum laudamus por todo lo que descartaría como inadecuado e insuficiente y que Tú, Señor, utilizas como piedra angular sobre la que construir.
Te Deum laudamus porque si hoy soy el hombre que soy, se lo debo sobre todo a todas aquellas situaciones que no me han permitido regodearme y que me han empujado a encontrar siempre nuevas motivaciones bebiendo de la memoria de tu fidelidad.
Cuando recuerdo que me hice misionero claretiano y presbítero, traigo a mi memoria aquella frase recordatoria del Salmo 51,10: «Como un olivo verde... me entrego a la fidelidad de Dios, ahora y siempre». Enséñame, Señor, a repetirlo en todo momento.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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