Un orar enamorado
«Enséñanos a contar nuestros días y ganaremos un corazón sabio», dice el Salmo 90 (v.12). En el texto hebreo original sería literalmente: «y llegaremos al corazón de la sabiduría».
La oración es una ventana que se abre al sol desde las habitaciones íntimas y nunca podría atraparlo dentro de sus paredes. La oración es una mirada, una expansión, una expansión de la mente y el corazón.
Pero quien ora no es el único que se dirige, se extiende, busca... basta con cerrar los ojos para sentir el timbre de una seducción, un susurro, un ruido alegre, una atracción cuya fuente se ignora pero se siente como la más cercana al alma. Hay alguien que se te acerca cuando te pones en marcha y cuya voz es tu guía. «Una voz, mi amado», susurra la novia. Reconoce su color al primer sonido. Sabe que viene de él aunque aún no lo haya conocido. Aunque aún no lo haya visto. Ella está segura de que esa voz que «viene saltando por los montes, brincando por las colinas» no puede ser otra que la suya» (Ct 2,8), la de «mi amado (…) reconocible entre mil y mil» (Ct 5,10).
Los más grandes orantes del mundo son los enamorados. Aquellos que extienden su corazón las veinticuatro horas del día. Por la mañana él invoca: «Paloma mía, escondida en las grietas de las rocas, en escondrijos secretos, hazme ver tu rostro, hazme escuchar tu voz; porque tu voz es suave» (2,16) y por la noche ella es la inquieta de amor: «Yo duermo, pero mi corazón vela. ¡Un ruido! Es mi amado que llama: «Ábreme, hermana mía, amiga mía, paloma mía, perfecta mía» (5,2); la súplica nunca se interrumpe, más bien se reaviva con más intensidad cuando sucede que: «En mi cama, a lo largo de la noche, he buscado al amado de mi corazón; lo he buscado, pero no lo he encontrado. Me levantaré y daré vueltas por la ciudad...» (3,1-2).
De manera
similar arde el deseo de los enamorados de Dios, especialmente cuando temen ser
abandonados por Él:
«Escucha, Señor, mi voz, grito: ten piedad de mí, respóndeme. Mi corazón repite tu invitación: «¡Buscad mi rostro!». Señor, yo te busco. No me escondas tu rostro, no rechaces con ira a tu siervo. Tú eres mi auxilio, no me dejes, no me abandones, Dios de mi salvación» (Sal 27,7-9).
«Velad y orad en todo momento, para que tengáis fuerza y podáis escapar de todo lo que está para suceder, y comparecer ante el Hijo del hombre» (Lc 21,36), recomienda el Señor invitando a sus discípulos a vivir como vírgenes prudentes que esperan al Esposo.
El rezo que Jesús enseña a los suyos no es individual, sino fraterno y comunitario. Juntos invocan el «Padre nuestro» y a Él confían los sueños y las necesidades de cada día: «danos hoy nuestro pan de cada día» (Lc 11,3). Un «pan» que alude no solo a la comida material, sino también a la de Su Palabra, almidón de esperanza. Más aún, su Palabra es fuente de ese agua que brota y calma la sed más ardiente del ser humano: la de perdonar y ser perdonado: «Perdona nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. No nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal».
En la última invocación, apremia el ardor de nuestra tierra herida, ultrajada, obligada a beber la sangre de sus criaturas por el delirio de la guerra, la violencia, la codicia, la indiferencia.
Ningún otro discípulo mejor que Pablo pone en práctica radicalmente la exhortación del Señor a orar con obras y palabras: «Malestares y fatigas, noches en vela sin número, hambre y sed, frecuentes ayunos, frío y desnudez. Además de todo esto, mi preocupación diaria, la preocupación por todas las Iglesias. ¿Quién es débil, que yo no lo sea? ¿Quién recibe escándalo, que yo no tiemble?» (2 Cor 11,27-29).
Una forma de rezar, la de cuidar del otro, también incesante y que puede experimentar toda persona, creyente o no creyente, en la medida en que tiene el corazón compartido: ña madre que piensa día y noche en qué puede hacer para ver feliz a su hija; el padre que espera oír llamar a su puerta al hijo «perdido» que regresa; el amigo que llama repetidamente al móvil de su amigo y tiembla porque hace unos días que no responde.
Similar es la oración de los profetas que se hacen la voz de quien no tiene voz, la antorcha de fe para quien ya no tiene fe, el grito de esperanza para quien está en la desesperación. Que no teman exponer una queja a Dios y le pregunten: «¿Por qué prosperan los malvados? ¿Por qué todos los traidores están tranquilos? (...) ¿Hasta cuándo estará de luto la tierra y se secará toda la hierba de los campos? Las bestias y los pájaros perecen por la maldad de sus habitantes» (Jer 12,4).
Es valioso el rezo de los cristianos que se une al de Jesús en la cruz: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen», y piden misericordia no solo para las víctimas, sino también para los verdugos, para los que matan a niños, para los que cometen genocidios, para los que cubren de desprecio la vida de cualquiera que pertenece a Dios.
P.
Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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