Una Cena sin cordero
La referencia a Leonardo da Vinci es evidente, por la ventana que enmarca el perfil del Salvador y por el agitado movimiento de los Apóstoles, conmocionados por la revelación de la traición y la determinación de Jesús de entregarse como alimento.
Juan de Juanes, representante del Renacimiento valenciano en un periodo marcado por graves disturbios políticos y religiosos, pinta esta obra en un año crucial: en Francia, en 1562, estalla la primera guerra contra los hugonotes franceses; en España, Felipe II prohíbe toda expedición colonial a Florida y Teresa de Ávila funda su primer monasterio, mientras que el Concilio de Trento se encamina hacia su clausura (que tendrá lugar en diciembre de 1564).
En este clima contrarreformista y contradictorio se sitúa la última obra del artista.
El escenario es litúrgico y denuncia claramente la dimensión sacrificial del banquete eucarístico. De hecho, Cristo viste un hábito violáceo, color de la Cuaresma y de la disponibilidad al cambio.
El cordero no está sobre la mesa porque el cordero sacrificial es Cristo mismo, un sacrificio que se perpetúa en la historia en virtud del Sacramento de la Eucaristía.
Alrededor de este Misterio conmovedor, los Apóstoles tienen reacciones diferentes: Juan, Pedro, Andrés y otros parecen absortos en un éxtasis amoroso y doloroso, conscientes del don inestimable de ese Sacrificio.
Tomás, Santiago el Mayor, Felipe y Mateo parecen preguntarse con asombro.
Al impulso adorador de Judas Tadeo se contrapone, en cambio, la figura de Judas, que da la espalda y parece estar a punto de abandonar el cenáculo.
Nos vienen a la mente las palabras de Pablo, pronunciadas precisamente a propósito de la fractio panis: es necesario que haya divisiones entre vosotros para que se manifiesten los verdaderos creyentes.
Sobre la mesa, bastante desnuda, aparecen objetos decididamente significativos. Hay cinco panes, signo de la multiplicación ya realizada por Cristo como prefiguración del banquete que aquí se desea, abierto a todas las multitudes. La sal, símbolo del bautismo, que hace a todo creyente apto para alcanzar la plenitud de la sabiduría divina.
Dos cuchillos apuntando a Judas, el traidor, símbolo de la violencia humana que tiene su raíz en el pecado original.
La naranja cortada por la mitad es, de hecho, el fruto del paraíso terrenal que Cristo ahora ofrece al hombre, libre de todo veneno del mal.
Delante del Salvador, por otra parte, destaca un cáliz. La forma es inequívoca: se trata del Santo Grial custodiado en la Catedral de Valencia. El cáliz que, según la tradición, fue utilizado por Cristo en la Última Cena.
Delante de Judas y cerca de uno de los cuchillos se ve también una botella de vino, llamado en hebreo “sangre de la uva”, y que por tanto prefigura el sacrificio de Cristo en la cruz.
En primer plano, una jarra de agua y una palangana remiten a la Liturgia del Jueves Santo, en la que se conmemora el lavatorio de los pies de los Apóstoles por parte de Jesús.
Debajo de la mesa se ven los pies de los discípulos. Los de la derecha, sobre todo, parecen estar en el acto de caminar; simbolizan la obra misionera de la Iglesia: difundir por el mundo la gracia de este Sacrificio. Todos son acogidos, creyentes y dudosos, siempre que se adhieran con conciencia pura y disposición al arrepentimiento.
El agua con la palangana, de hecho, hace referencia también a la ablución que el presbítero realiza antes de la consagración, en referencia explícita al sacramento de la confesión y la penitencia que nos hace aptos para participar en este banquete.
Judas no tiene aureola y, a su pesar, firma el cuadro con su nombre impreso sobre el taburete en el que está sentado. Viste de amarillo, color que denota envidia (motivo principal, para Mateo, de la condena de Cristo) y cuelga de sus manos la bolsa de dinero, ese Dios mammon que a lo largo de los siglos y las generaciones representará al antagonista de Cristo: no se puede servir a dos señores, no se puede servir a Dios y a mammon.
Quinientos años nos separan de esta obra, y sin embargo su actualidad es extraordinaria. También hoy, ante el Misterio Eucarístico, los creyentes se encuentran divididos y dubitativos. Temas nuevos y antiguos se entremezclan en torno a este Misterio y la dimensión sacrificial de la Eucaristía parece haber caído en el olvido.
Sin embargo, en la Hostia elevada por el Cristo de Juanes se concentran los significados de sacrificio, resurrección y remedio contra el pecado.
Santa Teresa de Ávila, contemporánea del artista, señalaba en la humanidad de Cristo el remedio para todos nuestros males, una humanidad que hoy podemos ver y tocar precisamente en el Sacramento.
Jesús, por otra parte, en el
centro de este cuadro, mientras eleva la Hostia, se toca el pecho asegurándonos
la identidad absoluta entre ese pan y su Cuerpo, antídoto contra el mal y
prenda de la gloria futura.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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