Yo soy el Buen Pastor - San Juan 10, 11-18 -
En los pasajes evangélicos que la Iglesia nos propone para la Pascua (después de los de las apariciones del Resucitado), siempre tomados del cuarto evangelio, es el Jesús resucitado quien habla a su comunidad, revelando su identidad más profunda, identidad que viene de Dios su Padre. El Señor, que vive para siempre, está más que nunca autorizado a presentarse con el mismo Nombre de Dios: «Yo soy» -Egó eimi-. Cuando Moisés le pidió a Dios, que le hablaba desde la zarza ardiente, que le revelara su Nombre, Dios respondió: «Yo soy» (Ex 3,14), Nombre inefable, nombre indecible inscrito en el tetragrámaton YHWH.
El Cristo vivo se revela, por tanto, como «Yo soy», y especifica: «Yo soy el pan de la vida» (Jn 6,35); «Yo soy la luz del mundo» (Jn 8,12); «Yo soy la puerta de las ovejas» (Jn 10,7); «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11,25); «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6); «Yo soy la vid» (Jn 15,5). En nuestro pasaje, después de presentarse como la puerta del redil, Jesús declara dos veces: «Yo soy el pastor bueno y hermoso», resumiendo en sí mismo la imagen de todos los pastores dados por Dios a su pueblo (Moisés, David, los profetas), pero también la imagen de Dios mismo, invocado y alabado como «Pastor de Israel» (Sal 80,2), de los creyentes en él.
Jesús había evocado varias veces la imagen del pastor y del rebaño que pastoreaba (cf. Mt 9,36; 10,6; 15,24, etc.), pero ahora con esta revelación habla de sí mismo, se proclama Mesías y Enviado de Dios para conducir a la humanidad a la vida plena, «vino para que todos tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10).
El Buen Pastor es lo contrario del pastor asalariado, que hace este trabajo solo porque le pagan, que busca la recompensa por el trabajo, pero que en verdad no ama a las ovejas: estas no le pertenecen, no son destinatarias de su amor y no significan nada para él. Lo demuestra el hecho de que, cuando llega el lobo, abandona a las ovejas y huye: ¡quiere salvarse a sí mismo, no a las ovejas que le han sido confiadas!
¿Quién es el pastor mercenario o asalariado? Es un funcionario, es aquel que desempeña la tarea por el salario que recibe o simplemente porque ser pastor se considera un honor que le provoca reconocimiento y también le da gloria. Pero hay que decirlo: el pastor asalariado es fácilmente reconocible en el día a día, porque está lejos de las ovejas y no las ama. ¡Le basta con gobernarlas!
Por el contrario, el amor del Buen Pastor por sus ovejas le lleva incluso a exponerse, a dar su vida por su salvación. No solo se gasta la vida entre las ovejas, guiando el rebaño, llevándolo a pastos donde pueda alimentarse; sino que también puede suceder que la amenaza para la vida del rebaño se convierta en una amenaza para la vida misma del pastor.
Es en este momento cuando el Buen Pastor se revela. Esta solidaridad, este amor, sin embargo, solo son posibles si el pastor no solo no es un asalariado, sino que conoce a sus ovejas de una manera particular que le lleva a discernir y reconocer la identidad de cada una de ellas: un conocimiento penetrante que se genera por la cercanía, por el cuidado asiduo de la manada.
Sí, la primera cualidad del auténtico pastor es la cercanía a las ovejas: está con ellas noche y día, en los desiertos y en los prados, bajo el sol y bajo la lluvia. El Papa Francisco ha hablado de «cercanía a la cocina», es decir, de estar allí donde se «cocinan» las cosas decisivas, las que importan a cada oveja, a cada rebaño; ha hablado de un pastor que debe tener «olor a oveja». Imágenes fuertes y plásticas, que indican la urgencia de que los pastores no estén ni por encima ni al margen, sino «en medio», en plena solidaridad con las ovejas.
Jesús intenta explicar esta comunión mutua evocando incluso el conocimiento entre Él y el Padre, que lo envió y cuyo deseo trata de cumplir día tras día: «Yo conozco a mis ovejas y mis ovejas me conocen, así como el Padre me conoce y yo conozco al Padre». En estas palabras de Jesús está la esencia de la cura pastoral: un conocimiento recíproco y penetrante entre el pastor y las ovejas.
No solo el pastor conoce a las ovejas una por una, en una relación personal y en un vínculo de amor, sino que también las ovejas conocen al pastor, su vida, su comportamiento, sus sentimientos, sus ansiedades y sus alegrías, porque el pastor está cerca de ellas, es su prójimo. Las ovejas no solo conocen la voz del pastor que escuchan cuando las llama, sino que también conocen su presencia, a veces silenciosa, pero que siempre les da seguridad y paz.
Esta comunión-conocimiento es ciertamente la que Jesús vivió en sus días terrenales, dentro de su comunidad, con sus discípulos y discípulas; pero es también una comunión que trasciende los tiempos, ya que será vivida en la historia entre el Resucitado y cuantos Él atraiga a sí, llamándolos desde otros rediles.
Jesús, que vino para todos, no solo para Israel, y que quiere llevar a todos a la plenitud de la vida, está consumido por el deseo de que haya una sola grey bajo un solo pastor y que todos los hijos de Dios dispersos sean reunidos (cf. Jn 11,52). Precisamente en el acontecimiento de la cruz se manifestará la gloria de Jesús como gloria de quien ha amado hasta la muerte y entonces, elevado de la tierra, atraerá a todos hacia sí (cf. Jn 12,32) y dará inicio a la reunión de los pueblos en torno a Él, hasta la consumación escatológica, cuando «el Cordero será su pastor» (Ap 7,17). Jesús no es un pastor como los pastores de Israel, sino que precisamente porque es «la luz del mundo» (Jn 8,12) y «el Salvador del mundo» (Jn 4,42) —pues Dios amó al mundo (cf. Jn 3,16)—, es también el pastor de toda la humanidad, como Dios ha sido confesado y atestiguado.
Después de esta autorrevelación, he aquí otras palabras con las que Jesús expresa su intimidad, su comunión con Dios: «Por eso me ama el Padre: porque yo pongo mi vida, para recobrarla de nuevo». ¿Por qué el Padre ama a Jesús? Porque Jesús cumple su voluntad, esa voluntad que es amor hasta la entrega de la vida. En Jesús hay este amor «hasta el extremo» (Jn 13,1), hasta la entrega de la vida, y hay la fe de poder recibirla de nuevo del Padre. Prestemos atención a la traducción, que puede comprometer el sentido de las palabras de Jesús.
Jesús no dice: «El Padre me ama porque ofrezco mi vida para recuperarla de nuevo», sino «para recibirla de nuevo». El ofrecimiento de la vida por parte de Jesús se encuentra en el espacio de la fe, no de la garantía anticipada. El mandato del Padre es que Él gaste, ofrezca la vida; y la promesa del Padre es que así podrá recibirla, porque «el que pierda su vida, la salvará; y el que la pierda por mi causa, la salvará» (cf. Mc 8,35 y par.; Jn 12,25). Nadie le quita la vida a Jesús, nadie se la roba, y su muerte no es ni un destino (una necesidad) ni un caso (le ha ido mal...): no, la suya es un don hecho en libertad y por amor, un don del que fue consciente a lo largo de toda su vida, diciendo cada día su «sí» al amor.
En las palabras de Jesús, el Padre aparece como el origen y el fin de toda su actividad: de Él viene el mandato, que no es más que el mandato de amar, vivido por Jesús en su descenso como Verbo hecho carne (cf. Jn 1,14) y en su vida humana en el mundo.
Y la muerte de Jesús no es solo el final del éxodo de este mundo, sino un acto consumado («¡Consumado es!»: Jn 19,30), el término último de su vivir la caridad hasta el extremo. Jesús da su vida hasta morir, pero no con el deseo de recuperar la vida como premio, de retomarla como un tesoro que le corresponde o como un mérito por la ofrenda de sí mismo, sino en la conciencia de que el Padre se la da y que él la acogerá porque «el amor basta al amor» (San Bernardo de Claraval).
Jesús no dio su vida por razones religiosas, sagradas, misteriosas, sino porque cuando se ama se es capaz de dar todo uno mismo por los amados, todo lo que se es.
En la tumba de un cristiano de finales del siglo II, un tal Abercio, se lee esta inscripción: «Soy el discípulo de un pastor santo que tiene ojos grandes; su mirada alcanza a todos». Sí, Jesús es el Pastor Santo, Bueno y Hermoso, con ojos grandes, que alcanzan a todos, también a nosotros hoy. Y desde estos ojos nos sentimos protegidos y guiados.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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