Convertirse en Buen Pastor
En Roma, en las catacumbas de Priscila, se encuentra un icono muy famoso del Buen Pastor: se trata de un fresco del siglo III d. C. que lo representa joven, con un cuerpo dinámico a pesar del peso del cordero que carga sobre sus hombros, rodeado de otras dos ovejas, dos arbolitos y dos palomas con una ramita de olivo en el pico (quizás una referencia al Paraíso terrenal).
Una imagen serena y tranquilizadora, que recuerda el salmo 22 (23): «El Señor es mi pastor, nada me falta, en prados de hierba fresca me hace descansar, a aguas tranquilas me conduce, restaura mi alma».
La imagen del Buen Pastor era muy difundida en aquella época: no olvidemos que las primeras comunidades cristianas preferían no representar al Crucificado, imagen dolorosa, pero amaban mucho la figura del Buen Pastor, tranquilizadora y reconfortante en la difícil vida que tenían que afrontar. Y, por otra parte, probablemente también hoy es una de las formas más difundidas de representar a Jesús, aparte del Crucificado.
Y, en efecto, la imagen del Buen Pastor es, en cierto sentido, tranquilizadora, pero también exigente, porque es una provocación dirigida a todos los cristianos. Es una imagen que no debe ahogarse en matices idílicos.
En este cuarto Domingo de Pascua, el Evangelio siempre nos propone esta imagen del Buen Pastor. Jesús se presenta («Yo soy») como aquel que reúne y defiende a sus ovejas, dispuesto sin vacilaciones a dar la vida por ellas.
Y aquí vemos inmediatamente un primer motivo por el que esta imagen es «incómoda»: es un mensaje tranquilizador para los suyos, pero polémico para los jefes de Israel. De hecho, subraya la diferencia entre el buen pastor y los «mercenarios», que hacen su trabajo hasta que se vuelve demasiado incómodo y abandonan el campo en cuanto ven acercarse al lobo, es decir, al peligro, «que arrebata y dispersa» a las ovejas.
No es solo un relato de lo que puede suceder de forma realista en los pastos, es una crítica mordaz a los fariseos que, según Ezequiel, «pastorean a sí mismos... y no al rebaño» (Ez 34, 2). Los judíos, por otra parte, captan el mensaje, hasta tal punto que se enfadan y dicen que está endemoniado, que está loco.
Una segunda razón por la que esta imagen resulta incómoda es que, en aquella época, los pastores no gozaban de gran prestigio social. Es decir, Jesús no solo elegirá una muerte infamante (en la cruz), sino que se presenta como una persona que realiza un trabajo humilde, maloliente y pobre. No busca poder ni prestigio, no quiere presentarse como un líder que se pone al frente de su pueblo, sino como un padre que cuida de sus hijos, que por ellos está dispuesto incluso a dar la vida.
La esencia es que quien se preocupa demasiado por sí mismo no puede cuidar de los demás, mientras que Jesús está totalmente disponible, por lo que quienes están cerca de él pueden encontrar consuelo y ayuda.
La relación entre las ovejas y el pastor es, de hecho, una relación de conocimiento mutuo: el pastor conoce a cada oveja y las ovejas lo conocen a él, hasta el punto de seguirlo incluso fuera del redil con solo oír su voz: «Cuando ha sacado a todas sus ovejas, va delante de ellas, y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz. Pero a un extraño no le seguirán; más bien huirán de él porque no conocen la voz de los extraños» (Jn 10, 4-5).
Una relación que refleja la que existe entre el Padre y el Hijo y que se basa en la escucha y en el estar juntos.
Y aquí encontramos la tercera razón por la que la imagen del Buen Pastor resulta incómoda, casi un desafío. El verdadero don que Jesús hace a los suyos es, de hecho, el de crear comunidad: «escucharán mi voz y se convertirán en un solo rebaño», a pesar de los lobos que intentan dispersarlo.
Pero no se trata de una comunidad encerrada en su propio redil, que se mantiene a salvo excluyendo y condenando a quienes no forman parte de ella, sino de una comunidad dispuesta a caminar junto a los demás: «Tengo otras ovejas que no son de este redil: también a ellas debo guiar».
Tradicionalmente, el modelo del Buen Pastor se aplica a los obispos y ministro ordenados, a quienes se les pide el compromiso de cuidar de sus fieles tanto en los momentos hermosos y significativos de la vida como en los difíciles.
Pero, en realidad, este modelo concierne a todos los que tienen responsabilidad en la Iglesia, es decir, en una Iglesia que es comunión fraterna e itinerario sinodal, concierne prácticamente a todos: catequistas, animadores, padres, abuelos, voluntarios...
Todos tenemos un pequeño rebaño —quizá solo un puñado de amigos— del que cuidar. Para los cuales ser buenos pastores, a los que dar la vida, lo que no significa morir por ellos, sino donarse (el propio tiempo, los propios pensamientos, el propio afecto...). Y esta es la cuarta razón por la que esta parábola es incómoda.
Entonces surge la pregunta: ¿cómo se llega a ser un buen pastor? Pero eso es otra cuestión.
«Dios añora a quienes se alejan, que tampoco el hombre abandone a su prójimo»: así se expresaba una vez el Papa Francisco reflexionando sobre Jesús y su corazón, que no deja que nadie «se las arregle por su cuenta», es decir, que no olvida a nadie, sino que todos están en su corazón.
En aquella época, ser pastor no era solo un trabajo que requería tiempo y mucho esfuerzo, sino que era una forma de vida: veinticuatro horas al día, estando con el rebaño, llevándolo al pasto, durmiendo con ellos, cuidando de los más débiles.
Jesús no hace algo por nosotros, sino que lo da todo, da su vida por nosotros, y el suyo es un corazón pastoral porque es pastor de todos nosotros.
Este término, «pastoral», indica también la acción de la Iglesia, de la comunidad de cristianos que debe confrontarse e imitar, en su enfoque del mundo y en su acción evangelizadora, el modelo de Jesús, el Buen Pastor.
De ahí la invitación a estar con Jesús para descubrir su «corazón pastoral», que siempre late por los que están descarriados, perdidos y alejados.
«Cuántas veces nuestra actitud hacia las personas un poco difíciles se expresa con estas palabras: ‘Es problema suyo, que se las arregle’. Pero Jesús nunca dijo esto, sino que siempre fue al encuentro de todos los marginados, de los pecadores. Se le acusaba de esto, de estar con los pecadores, porque los llevaba precisamente a ellos la salvación de Dios».
De ahí deriva «el celo de Dios», que no se queda contemplando el redil de las ovejas ni las amenaza para que no se vayan, sino que busca a las que se han perdido. La nostalgia por los que se han ido es continua en Jesús... Jesús nos echa de menos y esto es el celo de Dios.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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