sábado, 10 de mayo de 2025

La voz que reconocen los perdidos y encontrados.

La voz que reconocen los perdidos y encontrados 

Por fin un Buen Pastor nuevo con una oveja al hombro, tan reproducido que se ha convertido en un lugar común. 

Con ello se pretende hacer memoria de la antigua imagen, muy querida por los cristianos, que solo en los primeros siglos la reprodujeron miles de veces. Y la eligieron como símbolo sin necesidad de inventarla: el portador de una oveja era una figura bucólica ya existente, que transmitía benevolencia. Los cristianos la utilizaron a su manera (como hicieron, en arquitectura, con las basílicas romanas), haciéndola bella además de buena y asociándola luego a Jesús, que dio su vida por las ovejas. 

Aunque en el arte cristiano también hay otros tipos de pastores el modelo más difundido es el que se hace cargo de la oveja perdida: auténtico icono de la misericordia, especialmente adecuado para representar la primera de las tres parábolas «de los perdidos y encontrados» (Lc 15). 

Las razones de su éxito se deben quizás a nuestra debilidad por los finales felices, además del hecho de que la figura recuerda a la del siervo. Pero, al repetirse durante demasiado tiempo en la misma forma, es normal que pierda fuerza: a la ventaja de ser inmediatamente reconocible, se une el handicap de la indiferencia hacia su contenido. 

También desde el punto de vista verbal, «buen pastor» puede convertirse en un lugar común, una frase hecha, un nombre propio: algo embalsamado (como «hijo pródigo»), que aleja el significado. Bastaría con darle la vuelta (por ejemplo, convirtiéndola en «pastor malo») para hacer pensar en la existencia de un pastor malo: aquel —casualmente— del que habla Jesús cuando recuerda al mercenario, que solo por dinero cuida de las ovejas, que no sabe amarlas ni llamarlas por su nombre y que huye ante el lobo. 

En el capítulo 10 del Evangelio de Juan, leído desde el principio, se ve cómo Jesús utiliza la imagen del pastor de varias maneras, en las que su capacidad de conocer a las ovejas y la de estas de reconocer su voz es un leitmotiv. 

Por lo tanto, hay que dar la bienvenida a la imagen del Buen Pastor que sabe captar nuevos aspectos del corazón pastoral. Llama la atención su postura inédita: el hombre y el animal parecen escucharse mutuamente, con los ojos cerrados, én un abrazo infinito, como en un encuentro sin palabras, como en un diálogo secreto confesionario. 

El artista ha logrado crear esa pausa del silencio que une a los dos, necesario para dar espacio al otro y conocerlo y reconocerlo. El mismo silencio que la vida exige para existir. 

«Yo soy el buen pastor, conozco a mis ovejas y mis ovejas me conocen» (Jn 10,14). 

Las ovejas del Señor lo conocen y escuchan su voz. No son órdenes que hay que cumplir, sino una voz amiga que hay que acoger. Escuchar es la hospitalidad de la vida. Para hacerlo hay que «abrir el oído del corazón». 

La voz de quien te ama llega a los sentidos del corazón antes que el contenido de las palabras, lo envuelve y lo penetra, porque pronuncia tu nombre y tu vida como nadie más. Es la experiencia de María Magdalena en la mañana de Pascua, de cada niño que, antes de conocer el significado de las palabras, reconoce la voz de su madre y deja de llorar, sonríe y se inclina hacia su caricia. 

La voz es el canto amoroso del ser: ¡Una voz! ¡Mi amado! Ahí está, saltando por las montañas, brincando por las colinas (Ct 2,8). Y antes incluso de llegar, el amado pide a su vez el canto de la amada: déjame oír tu voz (Ct 2,14). 

¡Yo les doy la vida eterna! La vida es dada, sin condiciones, sin límites ni fronteras, incluso antes de mi respuesta; es dada como una semilla poderosa, semilla de fuego en mi tierra negra. Savia que día y noche sube por el laberinto infinito de mis venas, para el florecimiento del ser. 

Dos tipos de personas disputan nuestra atención: los seductores y los maestros. Los seductores son los que prometen una vida fácil, placeres fáciles; los verdaderos maestros son los que dan alas y fecundidad a tu vida, horizontes y un seno acogedor. El Evangelio nos sorprende con una imagen de lucha: «Nadie las arrebatará de mi mano». La eternidad es estar en Sus manos. 

También nosotros, discípulos que queremos, como Él, esperar y construir, dar vida y liberar, estamos llamados a asumir el papel de «buen pastor», es decir, fuerte, bello, verdadero, de un rebaño, aunque sea pequeño, que se nos ha confiado: la familia, los amigos, los que se confían a nosotros. 

En la vida cotidiana, «dar la vida» significa ante todo dar nuestra voz acogedora, lo más raro y precioso que tenemos, ser todo para el otro, escuchar con atención, sin distracciones, mirándolo a los ojos. Esto es decirle: tú me importas. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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