lunes, 12 de mayo de 2025

El don de Jesús es el Espíritu Santo.

El don de Jesús es el Espíritu Santo

Celebramos la fiesta de Pentecostés, el misterio de la efusión del Espíritu Santo, don de Cristo resucitado a su Iglesia. Es el don pascual por excelencia, es la plenitud del acontecimiento pascual, y por eso Lucas sitúa este acontecimiento en el quincuagésimo día después de Pascua, en la fiesta de las Semanas, la fiesta que recordaba la plenitud de la liberación del Pueblo de Israel de Egipto. Israel había sido liberado de la esclavitud, pero esta obra de liberación solo se completó en la hora de la alianza, con el don de la Ley, la hora de las bodas entre el Señor Dios y su pueblo en el Sinaí. 

Pero siempre por la misma razón, el Evangelio de Juan sitúa el acontecimiento de Pentecostés como culminación del día pascual, el día que para el cuarto Evangelio es el día uno de la nueva creación, cuando Jesús aparece en medio de los suyos y sopla sobre ellos su aliento, el Espíritu Santo. Por eso, en este día volvemos con conciencia al misterio de la Pascua, porque la venida del Espíritu Santo sobre la Iglesia es inseparable de la resurrección de Jesús de entre los muertos. Precisamente en la efusión del Espíritu Santo por parte de Jesús a sus discípulos está, de hecho, el sentido y el término de toda la misión que el Hijo había recibido del Padre. 

Es siempre Lucas quien recuerda a este respecto una palabra de Jesús. Jesús, queriendo resumir su venida de Dios entre nosotros, toda su misión, exclamó: «Yo he venido a traer el fuego a la tierra, y cómo deseo que arda» (Lc 12,49). He aquí el día de la encendida de este fuego, de la venida del Espíritu Santo que hace de los discípulos algo nuevo, los constituye Cuerpo mismo de Cristo, hace de los discípulos el Templo de Dios: ya no son discípulos que siguen a un maestro, ya no son oyentes de un profeta, son miembros de ese Cuerpo glorioso resucitado de entre los muertos que ahora está en Dios y vive para siempre. 

Es precisamente el Espíritu Santo el que está siempre actuando: gracias al Espíritu Santo, el Hijo pudo encarnarse en el seno de la Virgen María, y ahora es precisamente el Espíritu Santo el que, en Pentecostés, vuelve a plasmar el Cuerpo de Cristo, descendiendo sobre los discípulos y convirtiéndolos en miembros del Cuerpo del Señor. 

En Jesús había un verdadero anhelo de dar el Espíritu Santo, había una verdadera impaciencia por poder atraer a todos a sí mismo en el Espíritu Santo para hacerlos su Cuerpo, había una voluntad precisa de cumplir toda la obra que le había sido encomendada por el Padre para consumar ese encuentro nupcial con la humanidad, haciéndola su prometida y su esposa. 

A menudo pienso en este deseo de Jesús, un deseo que dominaba su misión, y lo comparo con nuestra escasa atención al Espíritu Santo, nuestra rara invocación, nuestra apatía, nuestra debilidad. ¿Cómo es posible vivir nuestra relación con el Señor Jesús sin desear ardientemente estar en Él, ser miembros de su Cuerpo? Este es realmente nuestro pecado: queremos seguir al Señor, queremos ser sus discípulos, pero no tenemos una pasión tal que queramos ser carne de su Cuerpo, el Cuerpo del Señor en la historia. Por eso no sabemos decir con eficacia: Jesús es el Señor; no sabemos decir a nadie: «Ho Kýrios estin», «¡Es el Señor!» (Jn 21,7). Cada vez que Él está junto a nosotros, que está en nosotros y nos habla, siendo pobres del Espíritu Santo, no somos capaces ni de reconocerlo ni de señalarlo a los demás. 

Escuchamos la Carta a los Romanos que atestigua que el Espíritu habita en nosotros; el testimonio de la venida del Espíritu en los Hechos de los Apóstoles; la misión del Espíritu Santo según las palabras de Jesús en el cuarto Evangelio. Son textos muy ricos para poder conocer cada vez mejor el misterio de Pentecostés. Solo quiero detenerme en el relato lucano de Pentecostés, y ni siquiera comentarlo de manera precisa y analítica, sino simplemente destacar dos expresiones, dos palabras que se encuentran en el pasaje de la venida del Espíritu en los Hechos de los Apóstoles (2,1-11). 

En primer lugar, la anotación, que no pretende ser solo una precisión de la situación, una ubicación del acontecimiento de Pentecostés, sino en realidad una anotación que califica la venida del Espíritu: «Cuando se cumplía el día de Pentecostés, los Doce, María y los demás discípulos estaban todos juntos en el mismo lugar». 

Es importante hacer hincapié en el mismo lugar para expresar la unidad, para expresar la presencia de la comunidad de discípulos, pero lo que es aún más importante es que esta expresión «en el mismo lugar», indica en realidad el fruto de una acción del Espíritu de Dios que llama, reúne, atrae desde esa condición de dispersión y miedo en la que se encontraban los discípulos en los días posteriores a la muerte del Señor. 

Aquí hay un aspecto decisivo de la comunidad cristiana, reunida por el Señor. El hecho de estar reunidos es la realidad esencial de la comunidad cristiana: los hermanos y hermanas no están en el mismo lugar por una convergencia entre ellos, no están en el mismo lugar por sentimientos, afinidades o afectos, sino porque han sido reunidos por el Señor. Si faltara esta atracción del Señor, mejor entonces que la fuerza centrífuga separara de los demás a aquellos que quisieran permanecer unidos solo por razones personales y humanas, y no en obediencia a la fuerza del Señor. 

Esa comunidad sobre la que descendía el Espíritu Santo era el resultado de la reunión de los hijos de Dios dispersos, y Jesús había dado su vida hasta la muerte en la cruz precisamente con vistas a esta reunión: crear la comunidad de los hijos de Dios, atraerlos a todos a sí mismo. Por eso, los que están «en el mismo lugar», reunidos en el mismo lugar, lo están por la Eucaristía, que hace visible el misterio de un cuerpo configurado por el Espíritu Santo, el cuerpo de Cristo compuesto por los creyentes en Él y vivificado por el Espíritu. Por lo tanto, comunión del Espíritu Santo. 

La otra expresión es la multiplicidad de esas llamas de fuego que se posaban sobre cada uno de los discípulos. Hay un solo soplo, un solo Espíritu, un solo viento que desciende sobre una única asamblea, una comunidad constituida por los que estaban juntos en el mismo lugar; pero cuando los discípulos reciben el Espíritu, cada uno de ellos recibe una lengua de fuego, una llama, y cada llama es diferente de las demás. 

Unidad de un cuerpo, pero al mismo tiempo diversidad, originalidad y libertad. Tensión de comunión, pero máxima personalización del misterio de Cristo en la vida de cada creyente. Todos bautizados en un solo Espíritu para formar un solo Cuerpo, todos bebemos de un solo Espíritu, dice el Apóstol Pablo (cf. 1Cor 12,139), pero cada uno con una relación original con el Señor a través del Espíritu Santo que personifica, distingue, sin entristecer nunca la unidad. 

Así, cada uno de los discípulos está invitado, contra todo intento de homologación, a estar en la libertad capaz de amar, a ser capaz de acoger en libertad el amor del otro. Es precisamente esta condición de libertad la que permite también la sinceridad, permite conocer la atracción del Señor y no otras atracciones, la que permite la comunidad de los que están reunidos en el mismo lugar bajo el poder del Espíritu Santo. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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