Respirar el Espíritu Santo
En la liturgia de la Solemnidad de Pentecostés, después de leer el relato de la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y sobre María, la madre de Jesús, cincuenta días después de la Pascua (cf. Hch 2,1-11), se proclama el pasaje del Evangelio según Juan en el que se narra el don del Espíritu a los discípulos la tarde del mismo día de la resurrección, el primer día de la semana judía (cf. Jn 20,1). Esta diferencia es en realidad una sinfonía con la que la Iglesia da testimonio del mismo acontecimiento leído de maneras diferentes, pero no discordantes.
En los Hechos, Lucas recuerda que Jesús, subido al cielo, cumplió la promesa hecha, enviando a la comunidad de los discípulos el viento ardiente del Espíritu Santo cuando los judíos celebraban en Pentecostés el don de la Torá hecho por Dios a Moisés. Para Lucas es el cumplimiento de los cumplimientos, la plena estipulación de la nueva alianza, una alianza que ya no se basa en la Ley, sino en el Espíritu Santo, escrita no en tablas de piedra, sino en el corazón de los creyentes (cf. Jer 31,31-33). Es el nacimiento de la Iglesia, de la comunidad del Señor inmersa, bautizada en el Espíritu Santo, habilitada por el mismo Espíritu para proclamar la buena nueva del Evangelio a todos los pueblos, desde Jerusalén hasta Roma.
Juan, en cambio, que concluye su Evangelio con el día de la resurrección, quiere dar testimonio de la plenitud de la salvación manifestada en la victoria de Jesús sobre la muerte, en el don del Espíritu Santo que da inicio a una nueva creación en la que la misericordia de Dios tiene el primado, reina, y por eso hay remisión de los pecados del mundo. Es esta remisión, este perdón gratuito y definitivo donado por Dios, del que los discípulos deben ser ministros en medio de la humanidad. Aunque ya hemos leído, escuchado y comentado este texto el segundo domingo de Pascua, volvemos fiel y puntualmente a escucharlo y meditarlo, pidiendo al Señor que renueve nuestra mente para que, al leer palabras antiguas, escuchemos palabras nuevas para nuestro «hoy».
Estamos, pues, en el primer día de la semana, el primero después del sábado que fue Pascua en aquel año: es el día del descubrimiento del sepulcro vacío, porque Jesús ha resucitado de entre los muertos. Los discípulos de Jesús, que habían huido en el momento de la detención, están encerrados en su casa en Jerusalén, oprimidos por el miedo a ser también ellos acusados, buscados y encarcelados como su rabí y profeta Jesús. Sí, la comunidad de Jesús es esta: hombres y mujeres que han huido por miedo, paralizados por el miedo, sin el valor que viene de la convicción y la confianza, de la fe en aquel a quien habían seguido sin comprenderlo en profundidad.
Sin embargo, en esa aporía hay una labor que se realiza en el corazón de los discípulos y en la vida de la comunidad: las palabras de Jesús, escuchadas tantas veces, aunque adormecidas, están en su corazón; la lectura de las Sagradas Escrituras, de la Torá, de los Profetas y de los Salmos (cf. Lc 24,44), hecha junto a Jesús, sigue generando pensamientos y adquisiciones de conocimiento del misterio de Dios y de la identidad del mismo Jesús; la fuerza de la fe del discípulo amado que «vio y creyó» (Jn 20,8) y de María Magdalena que dice: «He visto al Señor» (Jn 20,18) los contagia y los conmueve.
El miedo y la fe libran su duelo en el corazón de los creyentes, cuando Jesús está realmente en medio de ellos, hasta que pueden decir: «Vino y se puso en medio». El Señor está presente con su presencia de resucitado vivo y glorioso allí donde están los suyos, pero nuestros ojos no pueden verlo, nuestro corazón no se atreve a ver lo que desea y sabe que es posible. No sabiendo decir otra cosa, afirmamos: «Vino y se quedó en medio», pero el Resucitado está siempre presente y aparece como el que viene cuando nos damos cuenta.
Esta es la realidad que vivimos cada primer día de la semana, cada Domingo, y aquellos discípulos no eran más privilegiados que nosotros. Jesús está en medio de nosotros, en la posición central: si no lo está, significa que o bien no lo vemos por falta de fe, o bien ocupamos voluntariamente su lugar en el centro, atentando contra su señorío único como resucitado y vivo. Solo quien sabe decir: «¡Es el Señor!» (Jn 21,7), sabe verlo y reconocerlo.
¡El Señor está en medio de nosotros! No olvidemos que la mayor tentación que vivió Israel en el desierto fue precisamente preguntarse: «¿Está el Señor en medio de nosotros, sí o no?» (Ex 17,7). He aquí la poca fe o la falta de fe de la que somos presa nosotros que nos llamamos creyentes... En verdad, Jesús está siempre en medio de nosotros, es el «Emmanuel», el Dios-con-nosotros (cf. Mt 1,23; 28,20), no nos deja, no nos abandona. Si acaso, somos nosotros los que lo abandonamos y huimos de él como los discípulos en Getsemaní (cf. Mc 14,50; Mt 26,56); somos nosotros los que, ante el mundo, acabamos diciendo: «No le conocemos», como Pedro en su negación (cf. Mc 14,71 y par.); somos nosotros los que, cuando tenemos que constatar su presencia porque otros nos la atestiguan, seguimos desconfiando y alimentando dudas, como Tomás (cf. Jn 20,24-25).
Y he aquí que, en el relato joaneo, tan pronto como Jesús «es visto», da la paz, el shalom, la vida plena, y acompaña esta palabra con gestos.
En primer lugar, se da a reconocer, porque ya no tiene la forma humana de Jesús de Nazaret, la que los discípulos conocían y habían contemplado tantas veces. Es otro porque su cadáver no ha sido reanimado, sino transfigurado, transformado por Dios en un cuerpo cuyo aliento es el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios, el que Jesús respiraba en el seno del Padre desde siempre, antes de su encarnación en el seno de la Virgen María, antes de su venida al mundo.
Pero en ese cuerpo glorioso permanecen las huellas de su vida humana, de su sufrimiento y pasión, de haber amado hasta dar la vida por los demás (cf. Jn 15,13). Son las llagas, los estigmas, los signos de la cruz en la que fue colgado, y junto a ellos, el signo de la apertura del pecho por la lanza, apertura que proclamaba su amor, que como un río salido de él quería sumergir a la humanidad para perdonarla, purificarla y llevarla a la comunión con el Padre (cf. Jn 7,37-39; 19,34).
Y así los discípulos lo reconocen y se alegran al ver al Señor. Por fin su incredulidad es vencida y la alegría de su presencia, de su vida en ellos, los invade. Entonces Jesús sopla sobre ellos su aliento, que ya no es aliento de hombre, sino Espíritu Santo.
En la creación del hombre, en el principio, Dios sopló en él un aliento de vida (cf. Gn 2,7); en la última creación soplará un aliento, un viento de vida eterna (cf. Ez 37,9): mientras tanto, ahora, cada vez que está presente en la comunidad de los cristianos y es invocado y reconocido por ellos, el Espíritu sigue soplando.
Este aliento del Resucitado se convierte en el aliento del cristiano: ¡respiramos el Espíritu Santo! Cada uno de nosotros respira este Espíritu, aunque no siempre lo reconozcamos, aunque a menudo lo entristezcamos (cf. Ef 4,3) y lo ahoguemos en nuestra garganta, en nuestras rebeliones, en nuestros rechazos del amor y de la vida de Dios.
Este Aliento que entra en nosotros y se une a nuestro aliento tiene como primer efecto la remisión de los pecados. Los perdona, los borra, de modo que Dios ya no los recuerda. Este Aliento es como un abrazo que nos pone «en el seno del Padre» (cf. Jn 1,18), nos aprieta contra Dios para que ya no seamos huérfanos, sino que nos sintamos amados sin medida, de un amor que no hemos merecido ni debemos merecer cada día.
«Recibid el Espíritu», dice Jesús, es decir, «acogedlo como un don». Solo se pide una cosa: no rechazar el don, porque el Padre siempre da el Espíritu Santo a quienes se lo piden (cf. Lc 11,13). Es el don de la vida plena; el don del amor que no seríamos capaces de vivir; el don de la alegría que apagaríamos cada día; el don que nos permite respirar en comunión con nuestros hermanos y hermanas, confesando con ellos una sola fe y una sola esperanza; el don que nos hace hablar en nombre de todas las criaturas como voz que alaba y confiesa al Creador y Señor.
Jesús, que antes de partir había dicho: «Tomad, comed; esto es mi cuerpo» (Mt 26,27), ahora dice: «Recibid el Espíritu Santo», siempre la misma invitación a acoger el don.
Nos corresponde a nosotros recibir el cuerpo de Cristo para convertirnos en Cuerpo de Cristo, nos corresponde a nosotros recibir el Espíritu Santo para respirar el Espíritu.
Y en esta nueva vida animada por el Aliento santo, siempre y siempre se produce la remisión de los pecados: Dios nos los perdona y nosotros los perdonamos a los demás que han pecado contra nosotros (cf. Mt 6,12; Lc 11,4). ¡No hay liberación sino de la muerte, del mal y del pecado! Pentecostés es la fiesta de esta liberación que nos ha dado la Pascua, liberación que alcanza nuestras vidas cotidianas con sus fatigas, sus caídas, el mal que las aprisiona.
Podemos confesarlo verdaderamente: el cristiano es aquel
que respira el Espíritu de Cristo, el Espíritu Santo de Dios, y gracias a este
Espíritu es santificado, reza a su Señor, ama a su prójimo.


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