viernes, 23 de mayo de 2025

El Espíritu: Palabra de libertad.

El Espíritu: Palabra de libertad 

Cuando Israel fue arrancado de la tierra de Egipto, se preguntó: ¿cómo voy a alejarme de las trampas de la esclavitud? ¿Cómo voy a hablar la lengua desconocida de la libertad? Entonces Dios hizo un regalo a su pueblo: la Torá, una gramática de la libertad. 

Cuando los discípulos recibieron el anuncio de que las cadenas de la muerte habían sido definitivamente rotas, se preguntaron: ¿cómo proclamaremos al mundo este mensaje de liberación? Dios, entonces, les hizo un regalo: lenguas de fuego, voz divina descendida del cielo. 

Sin embargo, Pentecostés, que celebra el nacimiento de la Iglesia, es una fiesta menos sentida que la Navidad y la Pascua. ¿Por qué? Quizás la Iglesia es tan humilde que ha elegido celebrar con discreción el acontecimiento fundacional; o quizás ese fuego original que la constituyó fue pronto apagado. 

Celebrar hoy este acontecimiento significa, por tanto, para la Iglesia, redescubrir su vocación evangelizadora y misionera, pero sobre todo preguntarse cómo vivirla. 

El episodio de Pentecostés, narrado en el libro de los Hechos, reescribe páginas antiguas de la Sagrada Escritura. Recordamos fácilmente el mito de Babel, donde Dios multiplica las lenguas para salvar a los pueblos del ídolo del pensamiento único. Pero Pentecostés nos remite sobre todo al Sinaí, al don de la Torá, que para los judíos es mucho más que los mandamientos: esas palabras son la voz de Dios, su propia presencia. 

El Dios de Moisés y de Jesús no está ausente, se comunica hablando una lengua divina que no es exactamente la nuestra: es la lengua de Pentecostés. Una lengua que no necesita traducciones, para que todos puedan entenderla. 

La Iglesia está llamada a hablar esta lengua apasionada, de fuego, precisamente, capaz de narrar las maravillas de Dios a los alejados, a los diferentes, en sintonía con sus expectativas y preocupaciones. 

Si nos cuesta hacer misión, a pesar de los medios de comunicación a nuestra disposición, es quizás también porque las Iglesias glesias hablan hoy un lenguaje que pocos comprenden. Pretenden anunciar la salvación con un lenguaje interno, un dialecto desconocido para la mayoría. Discursos autorreferenciales que poco tienen de divino... Y, sobre todo, parecen alejados de los problemas concretos de la vida de los interlocutores. 

La Iglesia tiende a anunciarse a sí misma al mundo, antes que al Resucitado. Quizás porque no sabe escuchar. Está más preocupada por hacerse oír que por escuchar las preguntas de sentido que mueven los corazones en búsqueda. ¡Y quienes la escuchan lo perciben así! 

El milagro de la comunicación de Pentecostés se juega precisamente en el arte de comunicar en un lenguaje que no pertenece a quien anuncia. Redescubrir Pentecostés, entonces, significa reencontrar ese otro lenguaje, presencia de Dios entre nosotros, que es fuego, palabra apasionada que cambia nuestras vidas, antes incluso de pretender cambiar las vidas de los demás. 

Necesitamos aprender la lengua de Pentecostés, la única que no necesita ser traducida; esa lengua que nos hace sentir acogidos y reconocidos en nuestra singularidad. 

El lenguaje de Pentecostés es también palabra de libertad: no nos pertenece; como el viento, sopla donde quiere y no se le puede reclamar el copyright. Es voz ecuménica, que debería resonar en la Iglesia universal. No genera envidia cuando la otra confesión la redescubre o aprende su vocabulario; más bien, produce frutos de asombro, alegría y gratitud. 

El Espíritu, que la Iglesia recibe como don en Pentecostés, es viento de libertad, pero arraigado en la Palabra antigua. Por eso Pentecostés es una reescritura de varios episodios bíblicos, y en particular del Sinaí. Quienes contraponen la «Iglesia de la Palabra» a la «Iglesia del Espíritu» olvidan que la Iglesia nace precisamente con esa fiesta que celebra el don de la Palabra. 

El creyente, en Pentecostés, aprende que es esencial conocer la Palabra atestiguada en las Escrituras; y, al mismo tiempo, que esto no basta para que la Palabra se convierta en voz que nos habla... Pentecostés vuelve a poner en el centro la Palabra que, sin el Espíritu, está muerta, y el Espíritu que, sin la Palabra, es mudo. 

La Escritura ofrece la partitura; el Espíritu inspira la ejecución de la sinfonía. Y la Iglesia es la orquesta llamada a ejecutar el concierto de Dios, para nuestro tiempo. 

Como en Jericó, nuestras ciudades están sitiadas, los muros que se vuelven a levantar para dividir y separar no se derriban con la fuerza, sino con el sonido de una música capaz de llegar al corazón de cada criatura. 

Probablemente, las Iglesias aún no son capaces de interpretar esta sinfonía divina. La dificultad para leer la partitura, la inexperiencia con los instrumentos, junto con la pereza y la inconstancia, quizás incluso un poco de artrosis o quizá esclerosis... 

Sin embargo, la disciplina de escuchar la Palabra, la aplicación constante en los ensayos y el riesgo de la ejecución pública pueden transformar una melodía aproximada en un concierto capaz de sorprender al mundo como en Pentecostés. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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