Reconciliación
Esta palabra pertenece a un lenguaje un poco específico, teológico y eclesiástico, que cuesta filtrarse en el uso lingüístico del fiel común. Cuando esto ocurre, se convierte en sinónimo de «sacramento de la reconciliación», indicando su resultado, la reconstitución de la relación entre el hombre y Dios y, como consecuencia, la reapertura de las relaciones entre las personas.
En realidad, es una palabra que tiene un significado mucho más amplio.
En primer lugar, los dos prefijos indican una acción en la que se vuelve (re), de nuevo, a hacer algo juntos (con). Algo había interrumpido esta acción conjunta y ahora se reanuda.
Luego, la raíz profunda de la palabra, «cilia», puede indicar dos significados precisos. La primera dirección remite a un verbo griego que significa llamar, reunir, recoger.
La reconciliación, aquí, sería esa acción en la que los dos vuelven a empezar juntos a llamarse, a reunirse, a buscar la unidad entre ellos: un nuevo reconocimiento mutuo que les permite descubrirse aún más el uno al otro, para su unificación radical.
No se trata, por tanto, solo de restablecer el vínculo roto, sino de aprovechar la ruptura para descubrir más quiénes son. Es decir, reconocer que su afinidad también se compone de una distancia recíproca, que la ruptura ha puesto de manifiesto y que, por lo tanto, su unidad no es la anulación de uno en el otro, sino la plena realización de ambos en el don recíproco, que los une en una armonía superior.
La segunda dirección, en cambio, supone que la raíz «cilia» se relaciona con otro verbo griego que significa mover, empujar, promover.
La reconciliación sería, por tanto, aquella acción en la que los dos vuelven a empezar juntos a promover, a dar un nuevo impulso, a hacer avanzar su relación amorosa: una reestructuración que mejore de la relación.
También en este caso, no se trata simplemente de recomponer un vínculo roto, sino de aprovechar la ruptura para que la relación aumente su consistencia y solidez. Reconciliarse, por lo tanto, es hacer el amor, en el sentido de construirlo, elevar el nivel del ser el uno para el otro, para que la vida crezca más que antes, precisamente a través del aumento del don recíproco entre ellos.
Sin embargo, hay una diferencia sustancial entre la reconciliación entre el hombre y Dios y la reconciliación entre personas humanas. Con Dios, sabemos que es Él quien realiza la reconciliación, como un acto unilateral de amor gratuito: «Dios reconcilió al mundo consigo mismo en Cristo, sin imputarnos nuestros pecados» (2 Cor 5, 19). Y nosotros solo podemos aceptar este regalo y hacerlo vivir en nosotros («A todos los que lo recibieron, le dio poder de ser hijos de Dios» [Jn 1,12]), o rechazarlo y mantener nuestro cierre («No queréis venir a mí para tener vida» [Jn 5,40]).
Y cuando aceptamos, nos ponemos en la posición de poder convertirnos también nosotros en agentes de reconciliación con los demás: «Nosotros somos embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio nuestro. En nombre de Cristo, os rogamos: reconciliaos con Dios» (2 Cor 5,20). La paz verdadera es un don de Dios a un corazón desarmado.
Esto quiere decir que solo quien se deja reconciliar con Dios puede ser capaz de reconciliarse con sus hermanos. Las armas, los armisticios, los tratados pueden acallar las guerras (y eso ya sería mucho), pero como mucho esto produce «no beligerancia», no reconciliación.
Para reanudar la relación de amor, de unidad, de construcción y de crecimiento de la vida, es necesario haber acogido la reconciliación que Dios nos ofrece. La falta de unidad profunda entre las personas, entre los pueblos, entre las culturas es siempre un intento, hecho «por poder», a través de la relación con el hombre, de rechazar el amor que viene de Dios.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF


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