Pascua de los enfermos
Las palabras de Jesús captan la inquietud de los discípulos, el miedo que crece ante la prueba que Él ha anunciado: la Pasión. Una prueba que, quieran o no, también les involucrará a ellos. Por eso Lucas, en su Evangelio, recoge otras palabras pronunciadas por el Maestro, la noche de la Cena: «Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas; y yo os preparo un reino, como mi Padre me lo ha preparado a mí, para que comáis y bebáis en mi mesa en mi reino, y os sentéis en tronos para juzgar a las doce tribus de Israel» (Lc 22,28-30).
El Evangelio responde sin concesiones: «No se turbe vuestro corazón. Os dejo la paz, os doy mi paz». No es una frase de cortesía. Es una toma de posición. Una promesa que se nos entrega precisamente en el momento de la prueba. Jesús no nos ahorra la tribulación, sino que la habita con nosotros. Hace su hogar en el corazón de la confusión. Y cuando todo en nosotros clama abandono, Él promete: «Iremos a él y haremos nuestra morada en él».
Dios se instala precisamente allí, donde nuestra casa se tambalea. En el corazón inquieto, en la carne herida, en la mente que duda, en el alma seca, en el espíritu que clama. Es allí donde viene el Espíritu y se une a nosotros con gemidos inexpresables. Su palabra es una promesa hecha en las heridas. Es la manera en que Dios se hace cercano precisamente cuando todo tiembla.
Hay momentos en los que el cuerpo cede, la respiración se acorta, la mente fatiga para mantener unidos los pensamientos, el alma se seca y el espíritu se apaga. Días en los que uno se levanta ya cansado, y las palabras que antes animaban ahora parecen vacías. Es el tiempo de la enfermedad. De la inevitable ralentización. Del dolor que lo invade todo y lo cambia todo. Pero no son solo los músculos los que se rompen.
Hay días en los que la esperanza la que se ve sometida a presión. La pregunta que surge es siempre la misma: «¿Sigue teniendo sentido todo esto? ¿Dónde está Dios ahora que el dolor llama a la puerta cada día?».
Es imposible pensar en garantizar la seguridad de la vida humana. En la existencia humana es inevitable entrar en contacto con elementos de aventura, a veces negativos, a veces positivos.
En el tiempo de la enfermedad, de la vejez, de la
fragilidad, cuando el sufrimiento asusta y el miedo ahoga la esperanza, Jesús
no se echa atrás. Viene a habitar con nosotros; se instala allí donde el dolor
parece cerrar todas las puertas. El Resucitado no nos abandona. En el dolor, en
el cansancio, en la confusión: establece su morada. Y el enfermo, a menudo
olvidado, marginado, considerado un ramo seco, se convierte en morada de Dios.
Allí, el Evangelio enciende una nueva posibilidad: ser visitados, ser amados,
ser bendecidos.
El sacramento pascual de la unción de los enfermos no es un gesto mágico,
ni un consuelo barato. Es fuerza en la debilidad. Signo del Espíritu que revela
el poder oculto de la fragilidad. La imposición de las manos sobre el enfermo dice con gestos lo que la fe
confiesa: que la vida, incluso quebrantada, es amada. Que nadie es una carga,
es un rostro digno de cuidado. Que Dios se inclina, como el samaritano, y
vierte vino y aceite sobre las heridas del cuerpo, de la mente, del alma, del
espíritu.
En el tiempo de la enfermedad no es solo la salud la que falta, es la esperanza la que se pone a prueba. Cuando estamos enfermos tememos ser olvidados, no valer nada. La unción es ese signo de cuidado que recuerda al enfermo: «tú sigues valiendo». El gesto de la unción no es el último antes de la despedida. Es el signo que no nos deja solos en la lucha que aún nos queda por delante. Es aceite que penetra en la piel para aliviar los golpes del mal, es una caricia en el límite, una oración que se posa y dice: «Tú sigues siendo parte viva del cuerpo. Tú eres hijo. Eres amado. No estás abandonado. Tu sufrimiento está habitado».
Es ahí donde el Evangelio vuelve a llamar: «Si alguien me
ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos
morada en él». Dios se hace huésped. No retrocede ante las llagas. No se
escandaliza ante la debilidad. No abandona la casa de la fragilidad. De ahí puede brotar ese testimonio propio del enfermo,
que solo él puede dar, y el de quienes lo cuidan. La unción se convierte en
profecía y signo concreto de una comunidad que no abandona. Es una fe que no se
avergüenza de las lágrimas. Es la certeza de que, en la prueba, la vida no
pierde su valor.
«El Espíritu os lo enseñará todo». Incluso cuando en el dolor la esperanza no encuentra palabras, el Espíritu
lo traduce todo en cercanía, en silencio pleno, en promesa cumplida. La Palabra
es tu morada. El Espíritu es tu guía. La Paz es tu compañera en la hora del
miedo. En la forma en que estamos junto al enfermo, en nuestro cuidado, el
Evangelio se hace carne.
Cuando un enfermo siente en tu presencia: «Sigues siendo amado», estás celebrando con él la Pascua del Señor. Estás anunciando que la muerte no tiene la última palabra. Estás dejando pasar esta palabra de Jesús: «Yo os doy la paz». Esa paz no quita el dolor, pero permite atravesarlo. Con confianza. Con ternura divina. Una ternura que susurra que en la herida puede nacer la esperanza, que en la prueba puede manifestarse una presencia que nunca nos abandona.
¿Qué queda realmente de la vida?
Al fin y al cabo, queda el amor. El amor alimentado por
el aceite de la fe que mantiene viva la esperanza, el que unge y consuela, el
que nos confirma en el camino, el que nos ha curado sin quitar el dolor. Queda
la palabra que ha cumplido su promesa. Queda la paz que ha resistido la
perturbación. Queda el don del Espíritu, que fortalece en la debilidad.
«Nos gustaría ser un bálsamo para muchas heridas» (Etty Hillesum). En el mundo, cuando sentimos el miedo al final, la fe
celebra el comienzo, incluso en la hora más oscura. Porque en la carne del
hombre, el Amor del Resucitado desciende como un bálsamo sobre nuestras
heridas. Y nos hace capaces de hacer espacio. Hasta el final.
La muerte es un gran misterio, pero no se puede comparar
con el misterio de la vida. Todos nosotros, creyentes o no creyentes, tendemos
a no sorprendernos ya de la vida. Siempre nos preguntamos por qué hay dolor,
pero nunca nos preguntamos por qué hay alegría.
Esta es la bendición de nuestra Pascua, Jesús: Que cada
uno pueda hacer de su herida una morada habitada. Que cada ungüento vertido
huela a ternura. Que cada palabra de amor levante a quien pensaba que no
podría. Que cada cuidado, dado o recibido, sea Evangelio vivido en la carne.
Todos buscamos esa Paz que el Señor nos da y que nadie nos podrá quitar jamás.
Somos compañeros en la fragilidad, custodios de la esperanza. Con Jesús, la luz
que ilumina incluso la noche más oscura.
Hay días
en que la vida pesa más que el cuerpo
y el cuerpo
ya no soporta ni siquiera la vida.
Hay un silencio que muerde
cuando las palabras se consumen
y el aliento se vuelve sutil
como un hilo que aún se sostiene
pero no sabes por cuánto tiempo.
Es allí,
en la cama que sabe a rendición
y a espera,
donde Dios se instala.
En ningún otro lugar.
En el corazón que cede,
en el alma que tiembla,
en la carne que grita.
En el espíritu que se apaga.
La fe no quita el dolor.
Lo habita.
Lo atraviesa.
Lo unge.
Hay caricias
que no curan,
pero salvan.
El Espíritu
se hace sentir en nosotros
con gemidos inexpresables
que nadie sabe captar,
salvo Dios solo.
El dolor es real.
Así es su morada.
Dios no se echa atrás.
Cada cuerpo que sufre
es un mantel que se despliega.
Cada llaga puede convertirse en umbral.
Cada lágrima
es bautismo de verdad.
Cada gota de aceite
es promesa.
Cada gesto de cuidado
es sacramento.
Cada esperanza
es ya resurrección.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF



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