viernes, 2 de mayo de 2025

Francisco: el Papa de la esperanza.

Francisco: el Papa de la esperanza

La tormenta comenzó al día siguiente de la celebración del Jubileo del año 2000. El escándalo de los abusos sexuales cometidos por presbíteros católicos había partido de Estados Unidos y desde allí se había extendido un poco por todas partes, desde Australia hasta Alemania. 

Teólogo excelente, el Papa Benedicto XVI era consciente de la gravedad de una situación que Él mismo había denunciado, pero también del hecho de que, ingravescente aetate -tenía entonces 85 años-, no tendría la energía necesaria para hacer frente a esta y otras emergencias que afectaban a la Iglesia. 

Mucho se ha escrito sobre el alcance de ese gesto. Al renunciar al pontificado, Benedicto XVI no bajaba de la cruz, como se le reprochaba injustamente, sino que confiaba a la providencia el destino del Pueblo santo de Dios. Utilizando el lenguaje de su sucesor mediante la renuncia, Benedicto XVI optó por iniciar procesos, en lugar de ocupar espacios. 

Esta fórmula, junto con otras imágenes elocuentes del pontificado del Papa Francisco sobre la «Iglesia en salida», conduce a la segunda dimensión a la que aludía, es decir, la dimensión de la esperanza. 

No puede dejar de impresionar el hecho de que la muerte del Papa Francisco haya tenido lugar durante un Jubileo puesto bajo el signo de la esperanza. No puede dejar de impresionar, añado, por el hecho de que haya ocurrido el Lunes de Pascua, el día en que se celebra la necesidad y el escándalo de la esperanza más increíble: la resurrección de la carne, el triunfo del cuerpo glorioso, la vida eterna como acontecimiento concreto y decisivo. 

Desde los primeros días de su pontificado, caracterizados por compartir el sueño de «una Iglesia pobre y para los pobres», el Papa Francisco había alimentado la expectativa de un cambio que hoy, doce años después, solo podemos considerar parcialmente realizado. Pero el objetivo del Papa nunca ha sido obtener resultados inmediatos. Él mismo recordó que se necesita medio siglo para que las decisiones de un concilio ecuménico se apliquen. A fin de cuentas, ese era el intervalo que separaba su elección (13 de marzo de 2013) del cierre de los trabajos del Concilio Vaticano II (8 de diciembre de 1965), en cuyo espíritu, y también en la letra, siempre se ha inspirado su magisterio. 

Desde este punto de vista, basta recordar la similitud que une uno de los documentos fundamentales del Concilio, la constitución pastoral Gaudium et spes (1965), y la exhortación apostólica Evangelii gaudium (2013), considerada con razón el programa inspirador del pontificado del Papa Francisco. En ambos títulos aparece la palabra gaudium, «alegría», y al menos implícita está la referencia a la esperanza, spes. 

El «alcance teológico» de las enseñanzas del Papa Francisco ha sido a menudo objeto de debate. Junto a los documentos oficiales, se ha concedido gran importancia a intervenciones de carácter más informal, desde numerosas entrevistas, también televisivas, y recopilaciones de conversaciones hasta el relato autobiográfico.   

Esta exuberancia mediática ha sido un rasgo característico del Papa Francisco y, no por casualidad, se ha expresado de manera particularmente feliz en el diálogo con los jóvenes y en el uso del peculiar castellano de Buenos Aires, el porteño, del que deriva, por ejemplo, la expresión idiomática primerear, utilizada por el Papa para aludir a la solicitud original de Dios hacia el ser humano. 

El llamamiento a hacer ruido y la repetición intencionada de ese todos, todos, todos con el que, durante la Jornada Mundial de la Juventud celebrada en Lisboa en 2023, quiso reafirmar el alcance universal de la vocación a la salvación son solo los episodios más comentados de una estrategia comunicativa mucho más meditada de lo que se ha querido creer. 

Al adoptar el sencillo nombre de Francisco, el jesuita Jorge Mario Bergoglio no había renunciado a la complejidad de la tradición ignaciana. Al contrario, había logrado proponer una síntesis convincente y, en cierto modo, irrepetible. Una de las expresiones típicas del Papa, que asimila a la Iglesia a «un hospital de campaña», tiene su origen preciso en una meditación de los Ejercicios espirituales, concretamente en la de las «dos banderas», en la que San Ignacio de Loyola describe el dilema interior en términos de una campaña militar. 

Revertir el pontificado del Papa Francisco a su matriz espiritual puede parecer una operación incluso reductiva con respecto a las interpretaciones corrientes, centradas metódicamente en el perfil social y político, si no revolucionario, del magisterio del Papa Francisco. Ahora bien, no cabe duda de que las encíclicas Laudato si’ de 2015, y Fratelli tutti de 2020, han tenido una gran repercusión por la forma en que abordaban, respectivamente, la emergencia climática y medioambiental y la necesidad de un nuevo equilibrio internacional basado en criterios de colaboración y respeto. 

Del mismo modo, la iniciativa La Economía de Francisco ha dado un impulso decisivo al replanteamiento de la lógica económica y financiera, mientras que la propuesta del Pacto Mundial sobre la Educación ha recordado con fuerza la urgencia de invertir en la educación como instrumento de democracia y progreso. 

Sin embargo, sería injusto minimizar la importancia de las otras dos encíclicas del Papa Francisco, la primera de las cuales, Lumen fidei, de 2013, se basaba en los materiales preparatorios elaborados por Benedicto XVI. La otra, fechada en octubre de 2024, es Dilexit nos y es quizás la declaración teológico-doctrinal más completa de todo el pontificado. 

Centrándose en el «amor humano y divino del corazón de Jesucristo», el Papa Francisco apelaba a una consolidada tradición de piedad popular, relacionada precisamente con la devoción al Sagrado Corazón, pero al mismo tiempo la devolvía a la lógica global de la Encarnación y, por extensión, de la antropología cristiana: «El núcleo de todo ser humano, su centro más íntimo —se lee en el n.º 21—, no es el núcleo del alma, sino de toda la persona en su identidad única, que es alma y cuerpo. Todo está unificado en el corazón, que puede ser la sede del amor con todos sus componentes espirituales, psíquicos y también físicos. En definitiva, si en él reina el amor, la persona alcanza su identidad plena y luminosa, porque todo ser humano ha sido creado ante todo para el amor, está hecho en lo más profundo de su ser para amar y ser amado». 

Como es sabido, las cuestiones relativas a la moral sexual —entre las que destacan la admisión de las personas divorciadas y vueltas a casar a la práctica de la Eucaristía, el celibato de los ministros ordenados y la admisión de candidatos homosexuales en los seminarios— han ocupado un amplio espacio en el debate público. 

Del Sínodo para la Amazonía de 2019 y del Sínodo sobre la sinodalidad del cuatrienio 2021-2024 se esperaban decisiones e innovaciones que, sin embargo, no se han producido. No obstante, han surgido con claridad indicaciones de orientación que adquieren un valor casi vinculante en la perspectiva de «iniciar procesos». A algunos podría parecer insuficiente, pero para un juicio más detallado conviene retomar las dos categorías evocadas al principio. 

Francisco, Papa de la esperanza, ha guiado a la Iglesia en la tormenta del «cambio de época», enfrentándose a retos impensables, incluidos los que plantean el resurgimiento de conflictos latentes y el drama de las migraciones, con la consiguiente denuncia de la «globalización de la indiferencia» y de la «cultura del descarte» como causas principales de toda opresión y desigualdad. 

«La primera verdad de la Iglesia es el amor de Cristo», escribía Francisco en 2015 en la Bula de Convocatoria del Jubileo de la Misericordia. «De este amor, que llega hasta el perdón y el don de sí mismo, la Iglesia se hace servidora y mediadora ante los hombres. Por eso, donde está la Iglesia, allí debe ser evidente la misericordia del Padre». 

Apasionado lector de Los novios y amigo de Jorge Luis Borges, el primer Papa originario de América Latina fue un narrador formidable, capaz de fascinar con sus palabras y sus gestos a un mundo ya poco acostumbrado a la grandiosidad de la epopeya. 

Incluso cuando hablaba de literatura, como en su carta divulgada en el verano de 2024, el Papa Francisco no renunciaba a insistir en el vínculo originario entre amar y saber, entre cultura y política, entre humanidad y fe: «El lector —subrayaba— no es el destinatario de un mensaje edificante, sino una persona a la que se insta activamente a adentrarse en un terreno poco estable donde los límites entre la salvación y la perdición no están definidos ni separados a priori. El acto de leer es, por tanto, como un acto de «discernimiento», gracias al cual el lector se implica en primera persona como «sujeto» de la lectura y, al mismo tiempo, como «objeto» de lo que lee». 

No hace falta añadir que «discernimiento» es una palabra ignaciana por excelencia. Y que San Francisco de Asís fue un gran poeta. No está de más decir que ambos, discernimiento y poesía, son un arte. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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