La simplicidad desarmante del Evangelio
Entre las muchas acusaciones que se le han hecho al Papa Francisco, también está la – y no la menor – de relativizar el cristianismo. Y es cierto que Él ha sido partidario de una relativización; pero sana y santa, buena y justa, porque no era la relativización de lo indistinto (en el sentido de que todo es igual), sino la de las cosas del mundo con respecto a lo absoluto (típica de la espiritualidad jesuita).
Ya en su exhortación apostólica programática Evangelii gaudium afirmaba que las verdades se disponen en un orden de mayor o menor importancia con respecto al corazón del mensaje cristiano y que deben referirse a este. Y el anuncio debe centrarse ante todo en lo que parece «esencial, en lo que es más bello, más grande, más atractivo y, al mismo tiempo, más necesario» (n. 35).
Y no solo hay una relativización de las verdades con respecto a lo esencial. También hay una relativización de cada una de ellas, por grande que sea, en el momento histórico, porque las verdades siempre se declinan «en situación», ya que siempre se relacionan con el ser humano de un momento y un espacio determinados.
La relativización de lo esencial —decía el Papa— vale «tanto para los dogmas de la fe como para el conjunto de las enseñanzas de la Iglesia, incluida la enseñanza moral» (n. 36). Y, siguiendo a Santo Tomás de Aquino, establecía como criterio universal de lo esencial la misericordia, que se expresa en la buena nueva, donde «todas las virtudes están al servicio de esta respuesta de amor», que es, según el código olfativo tan querido por el papa Francisco, el «perfume del Evangelio» (n. 39).
Sobre esa base debemos medir también las diversas devociones eclesiásticas que, aunque útiles y fecundas en el pasado, ya no tienen la misma cercanía al centro de la buena nueva: «No tengamos miedo de revisarlas», exclamaba el Papa (n. 43).
Dentro de la misericordia se sitúa la opción por los pobres, que está, por tanto, en el corazón del mensaje y, por ello, se revela resistente a la relativización: «Hoy y siempre, los pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio» (n. 48).
Tan fuerte ha sido la convicción del Papa al respecto que no dudaba en desautorizar incluso una actitud hermenéutica que relativiza la obligación radical de cuidar de los pobres. El texto de los Evangelios le parecía un mensaje tan claro, tan directo, tan sencillo y elocuente, que ninguna hermenéutica eclesial tiene derecho a relativizarlo. La reflexión de la Iglesia sobre estos textos no debe oscurecer ni debilitar su significado exhortativo, sino más bien ayudar a hacerlos propios con valentía y fervor. ¿Por qué complicar lo que es tan sencillo?
Los aparatos conceptuales existen para facilitar el contacto con la realidad que se quiere explicar y no para alejarnos de ella. Esto vale sobre todo para las exhortaciones bíblicas que invitan con tanta determinación al amor fraterno, al servicio humilde y generoso, a la justicia, a la misericordia hacia los pobres. Jesús nos ha indicado este camino de reconocimiento del otro con sus palabras y con sus gestos. ¿Por qué oscurecer lo que es tan claro? ¿Por qué nos preocupamos solo por no caer en errores doctrinales y no también por ser más fieles a este camino luminoso de vida y sabiduría?
El Papa, naturalmente, era consciente de que también el texto bíblico debe leerse normalmente según los criterios interpretativos que lo median continuamente, lo relacionan con su tiempo y con el tiempo del lector, con la complejidad perenne del ser humano, pero veía que a veces también es necesario establecer jerarquías interpretativas: y por eso prefería exponerse a la acusación de fundamentalismo con tal de preservar textos que para Él eran fundamentales, que debían leerse y vivirse tal como son, «sine glossa», «sin comentarios» (n. 271).
Esto se debe a que la misericordia hacia los pobres era
evidentemente para el Papa un enunciable (es decir, una forma de
expresar la fe) que coincide con la res, es decir, con el objeto mismo
del acto del creyente. Como lo era para San Francisco de Asís en sus tres
puntos fundamentales ineludibles: amor fraternal, espíritu de pobreza, amor a
la Iglesia.
Por un lado, la pobreza, en cuanto estado determinado históricamente por la avaricia de los ricos, es una condición que debe ser eliminada como un pecado social (n. 59), y en esto puede asumir una forma expresiva particular; pero, por otro lado, es una bienaventuranza y, como tal, debe conceder al pobre el primer lugar como interlocutor de la Iglesia, mientras que una práctica eclesiástica habitual tiende a valerse de consejeros influyentes y poderosos, como si la mirada sobre las cosas de la excelencia mundana fuera más verdadera y realista que la del pobre.
La pobreza se convierte así en un valor según los cánones de la antropología sobrenatural, la que se expresa en el espíritu de las bienaventuranzas, donde la utopía de «bienaventurados los pobres» prevalece sobre el realismo del buen uso de la riqueza, porque recrea en la historia las condiciones de la igualdad inicial y final de la creación.
Aquí el Papa se convertía verdaderamente en aquel San Francisco de Asís de quien tomó su nombre. Y creo que hay lamentar que la elección de la pobreza haya sido y siga siendo eludida incluso por los hombres de la Iglesia mediante un cambio de nombre, gracias al cual lo que es «avidez» se convierte en «discreción» o «previsión» (cálculo racional y preocupación por el futuro), transformando, mediante la mediación hermenéutica y lingüística, una virtud en un vicio o, si se prefiere, un vicio en una virtud.
En la Exhortación Apostólica Evangelii gaudium, el Papa Francisco no temía siquiera relanzar una economía controlada por la institución política (el Estado: nn. 56; 202), en contraposición a una economía de mercado que se ha convertido en cultura del «descarte». Donde «los excluidos ya ni siquiera son los «explotados»» (es decir, ya ni siquiera tienen la dignidad de adversarios sociales, como en los cánones de la oposición ideológica marxista), «sino «desechos», «restos»» (n. 53), es decir, residuos pasivos finales de un proceso deshumanizador del que son objetos irrecuperables.
Después de un Papa como San Juan Pablo II, que desmoronó la inhumanidad inherente a la ideología marxista y al marxismo histórico en lo que implicaba de materialista, de odio clasista y de absolutización estatista despersonalizadora, llegó un Papa, Francisco, que conocía bien los arbitrios de la riqueza inherente a la ideología liberal, con lo que ello conlleva de énfasis individualista, prepotencia y materialismo práctico.
Pero el Papa Francisco no se ha limitado a la llamada espiritual (por frecuente y necesaria que sea también en nuestras declaraciones, predicaciones). No ignoraba que es difícil, casi imposible hoy en día, en una sociedad organizada en sistemas políticos de convivencia tan formalizados y rígidamente estructurados, practicar la pobreza radical, sobre todo mediante gestos aislados e individuales, que resultarían ineficaces. Precisamente por eso, a menudo apelaba a la intervención de una comunidad y de un pueblo.
Y aquí volvía a ser discípulo de San Ignacio de Loyola, maestro de los misioneros sudamericanos que amaban las estructuras sociales, con el añadido de la prudencia moderna ante el riesgo del integrismo. Las estructuras tienen una tarea fundamental, ya que, al buscar la promoción de nuevos recursos para combatir la pobreza, pueden y deben llevarnos a practicar la opción preferencial por los pobres, no por la vía de los llamamientos espiritualistas o moralistas sino por la de los proyectos políticos vinculantes, inspirados en la solidaridad y la equidad, es decir, según el criterio de la proporcionalidad entre tener y dar, en el sentido de que quien más tiene, más debe dar.
Y es en primer lugar la Iglesia de Cristo la que debe ser la primera en disponerse en esta dirección, sin acomodarse en un moderantismo equívoco, justificado con el falso nombre de paz social, o en un espiritualismo devoto, disfrazado de cuidado del ser humano, que merece una atención mucho más global.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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