Jesús Resucitado es el cielo
¿Dónde está Dios? Nadie ha visto a Dios. Hace mucho tiempo, alguien de nuestra humanidad vio al Hijo, le oyó hablar de ese Padre «que está en los cielos», tuvo la suerte de maravillarse ante sus gestos milagrosos. Luego se fue. Regresó «allí arriba», donde está el Padre. En ese momento, comenzamos a mirar al cielo, para ver si, por casualidad, quería gratificarnos con una aparición, con alguna nueva palabra. Pero nadie aparece. Miramos a nuestro alrededor y Él no habla. Este es el desconcierto de entonces y la desorientación de hoy.
Habíamos construido toda nuestra sociedad sobre la presencia de Dios: Dios está «aquí», Él gobierna la historia y gobierna a los hombres. A decir verdad, muchos siguen haciéndolo hoy en día. Muchos creyentes y, hoy en día, incluso algunos no creyentes, se apresuran a decir que Dios está aquí, todavía, para asegurar el buen funcionamiento del mundo.
Otros, en cambio, han dejado de preocuparse y se comportan como si Dios no existiera y como si el Señor no fuera a volver. Para ellos, el problema ya no existe.
La tarea de los creyentes, en cambio, es ser testigos y anunciar con gestos, y a veces también con palabras, que el cielo vacío es el cielo lleno de espera. Cuanto más se espera, más se trabaja para que la espera sea buena. El cielo vacío es la condición de nuestra búsqueda. Solo así se va hacia él.
Si miramos, sentimos que nuestro cuerpo se desintegra, corre hacia la muerte. Pero en nuestro corazón hay un germen, el de la vida que el Señor nos ha dado. Ese germen crece poco a poco. El paraíso se construye dentro de nosotros.
El cielo es la
dimensión que se crea cuando la criatura hace su entrada definitiva en la
realidad divina. Ir al cielo significa ir a Dios; estar en el cielo significa
estar con Dios. El cielo no existe, pero se forma en el momento en que la
primera criatura llega definitiva y escatológicamente a Dios. El cielo se
forma, pues, con la resurrección y exaltación de Cristo. Propio y bien dicho,
no deberíamos decir que Jesús es asumido al cielo, sino que es asumido
definitivamente para vivir junto a Dios y convertirse así en el cielo. El cielo
es, pues, el cuerpo pneumático del resucitado» (Walter Kasper, “Jesús el Cristo”).
La experiencia del amor puede ayudarnos a comprender el misterio de hoy. El amor verdadero renuncia al otro como copia de sí mismo y llega al otro como otro, diferente. Un amor así, un amor maduro, sabe aceptar la lejanía, la distancia física, la falta de relaciones.
En la Ascensión, Jesús pasa de la proximidad física a la «cohabitación espiritual», de la cercanía a unos pocos a la cercanía a todos los que acogen al Espíritu.
Con otra imagen, se podría decir que Jesús está presente en el río, ya no es necesario el contacto con la fuente. Diversas actitudes recientes denuncian a menudo un deseo exasperado de cercanía física, de contacto. Es una fe sincera, pero a veces quizá inmadura, como es inmaduro el amor que no acepta la diversidad y la distancia, incluso la lejanía del otro.
Vivir de manera madura la relación con el Señor que está «en el cielo» significa vivir como discípulos de todos modos, sin pretender cambiar nuestro compromiso por la recompensa de la cercanía, de la respuesta inmediata, del éxito.
A menudo, de hecho, nuestro compromiso no obtiene nada, a menudo se nos malinterpreta, a menudo se nos critica... En esos casos, sobre todo en esos casos, se mide nuestra capacidad de vivir, en esperar y esperanza confiadas, nuestra relación con el Señor.
P.
Joseba Kamiruaga Mieza CMF


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