La novedad de la experiencia cristiana: amar como Jesús
La felicidad se cultiva día a día, partiendo precisamente del amor, que significa respeto, atención al otro, benevolencia y, a veces, incluso dar la vida. Me gusta subrayar que esta expresión puede tener dos significados distintos: morir por alguien, para salvar vidas o bien significa transmitir la vida, dar a luz y, en cierto modo, dedicar la propia existencia al crecimiento de los hijos.
Construir comunidades donde se aprenda a quererse, ya sean familias, grupos de amigos, comunidades religiosas u otras, representa la anticipación de los tiempos futuros felices y la forma más sana y significativa de vivir nuestros días en esta tierra y de experimentar esa paz, don de Jesús resucitado, a la que se refirió el Papa León XIV en sus primeras palabras al mundo: «¡La paz sea con todos vosotros! Queridos hermanos y hermanas, este es el primer saludo del Cristo Resucitado, el buen pastor que dio su vida por el rebaño de Dios. Yo también deseo que este saludo de paz entre en vuestro corazón, llegue a vuestras familias, a todas las personas, dondequiera que estén, a todos los pueblos, a toda la tierra. ¡La paz sea con vosotros! Esta es la paz de Cristo Resucitado, una paz desarmada y desarmante, humilde y perseverante. Proviene de Dios, Dios que nos ama a todos incondicionalmente».
La paz «desarmada y desarmante, humilde y perseverante», fruto del amor incondicional de Dios, testimoniado por Jesucristo, que nos dijo: «En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si tenéis amor los unos por los otros». Más claro, imposible. En el momento en que Jesús siente que está a punto de ser arrancado de los suyos, en el momento en que su ausencia comenzará a hacerse sentir, Él les entrega su amor. No lo sella en un código o en una ley, sino en un gesto y en una palabra viva: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros».
Este mandamiento es nuevo, porque hace posible lo que parece imposible: sentir su presencia incluso en el tiempo de su ausencia. El Maestro no nos ha pedido que lo entendamos todo. Nos ha pedido que nos amemos como Él nos ha amado: con una fe que crece incluso en la duda, una fidelidad que atraviesa la traición, un cuidado que no se rinde ante la desilusión, una misericordia que no tiene en cuenta las culpas.
El amor no es un puerto tranquilo. Es una travesía. Una navegación en aguas a veces turbulentas. Pero precisamente allí, en ese esfuerzo, la Palabra de Jesús nos consuela y nos interpela. «En esto se reconocerán todos: en que os amáis los unos a los otros».
En este tiempo pascual, el amor sigue siendo posible. ¡Qué maravilla! Incluso en tiempos de incertidumbre, el amor es posible. No es un sueño perfecto. Es un camino real. No eres amigos ni hermano solo porque comes, duermes y vives bajo el mismo techo. Se es si se ama de verdad. No es un ideal que hay que alcanzar, sino un rostro que hay que custodiar. Una historia que hay que vivir. Una alianza que todavía puede decir Dios.
E incluso cuando se rompe, cuando vacila, cuando fracasa, puede convertirse en tierra fértil. Donde la vida todavía puede brotar. Hay amores heridos y renacidos. Amores silenciosos y cotidianos. Amores no reconocidos, pero verdaderos. Amores guardados en el secreto del corazón. El Evangelio no hace selección: enciende una luz en todos. Amar todavía es posible. Toda fidelidad, por pequeña que sea, es eterna.
No hay amor sin entrega. No hay fidelidad sin prueba. Pero también la fragilidad, en la gracia, puede volverse fecunda. La fe cristiana no exalta la perfección, sino la gracia que visita la imperfección. La experiencia nos enseña que no se es fecundo por sí solo. Ser fecundo es abrirse a la diferencia. Al otro. No idealicemos la familia ni la comunidad: hay muchas, diferentes, frágiles, preciosas. El Evangelio las acoge incluso cuando a nosotros nos cuesta hacerlo.
Cuidar es ocuparse de la falta del otro. Jacques Lacan escribió que amar es dar al otro lo que no se tiene. Es una fórmula que parece paradójica, pero que dice la verdad: cuando decimos «te echo de menos», estamos diciendo que el otro está presente incluso en su ausencia.
Que ha excavado una falta viva en nosotros. Y en esa falta ha dejado amor. El amor se apaga cuando dejamos de sentir la falta del otro. Se echa en falta el aliento del otro. Por eso, amar es cultivar la falta a lo largo de todo el viaje de la vida. Es transformarla en don.
El Dios de Jesús no evita el esfuerzo. Habita con nosotros en la travesía. Y entonces sí, necesitamos caminos de humanización en el amor. Liberarlo de la posesión. Del miedo. De la ansiedad por el control, del instinto de dominio.
La primera forma de justicia que podemos vivir es el respeto al otro. Amar es respetar también sus «noes». Amar es dejar espacio. Es dejar libre al otro. Es confiar en la verdad. La fidelidad no es una cadena. El amor libera. No aprisiona. El amor no destruye ni mata. El amor engendra y da vida. El amor es nuestra fuerza vital: «Lo verdaderamente primordial en mí son los sentimientos humanos, una especie de amor y compasión elementales que siento por las personas, por todas las personas» (Etty Hillesum).
Sabiendo bien que las relaciones afectivas y las alianzas de vida no son ídolos. Son signos del Reino. No son refugios. Son caminos. No nos salvan por sí mismos, sino que nos abren a Alguien más grande. También la amistad es un signo, no un punto de llegada. Un camino. No una estatua. Un itinerario por recorrer, no un trofeo que exhibir.
¿Cómo es posible tener esperanza? ¿Qué sentido tiene
comprometerse en una relación afectiva si luego todo acaba? El amor es fuerte
como la muerte, porque espera que creas en él. Y Jesús es el hombre que creyó.
Podemos confiar también nuestras fragilidades a la promesa de Dios, que no se
cansa de amarnos. «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo,
los amó hasta el extremo» (Jn 13,1).
Amaos como compañeros de viaje, con el pensamiento de tener que dejaros, y con la esperanza de reencontraros para siempre. Esta es nuestra oración. Esta es nuestra esperanza. Esta es nuestra bendición:
Que todo amor, toda amistad profunda, toda fidelidad
probada por el tiempo y las tormentas, sea signo de la presencia de Dios. Que
toda crisis pueda convertirse en ocasión de crecimiento. Que toda historia,
incluso la herida, pueda reabrirse a una vida nueva. Que cada paso dado juntos
sea un paso hacia el Reino. Y desde este camino, con el fuego encendido en el
corazón, creemos y decimos: Amar todavía es posible. Prometer todavía tiene
sentido. El Evangelio todavía es capaz de encender la esperanza. La gracia
sigue creyendo en el ser humano. Y revelando su buena posibilidad. Con todos y
cada uno en camino, en la esperanza de un amor que permanece.
Permanecer humanos
cuando el amor vacila.
Cuando todo vacila,
alguien permanece. No con la fuerza,
sino con el cuidado.
No con respuestas,
sino con la presencia.
Amar es no huir
cuando el otro se derrumba.
Es permanecer
dentro de lo inacabado.
Es seguir
llamándose por su nombre
incluso cuando
la voz tiembla.
Y nos encontramos
con las alas rotas.
Es tratarnos humanamente
entre nosotros
cuando las relaciones
se interrumpen.
Es el gesto de amor
lo más humano que nos queda.
No hace falta entenderlo todo.
Hace falta seguir creyendo.
Como seres humanos.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF



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