Pensar la fe hoy: un servicio cultural, social y político de defensa y promoción de la dignidad
Me gustaría partir de una distinción que tomo del filósofo canadiense Charles Taylor y que me parece muy valiosa para interpretar la agonía de la Iglesia católica en los dos últimos siglos. Charles Taylor distingue entre «sociedad del honor» y «sociedad de la dignidad». La primera sociedad se basa en la autoridad y la diferencia, mientras que la segunda se basa en la libertad y la igualdad.
Esta última actitud es un fenómeno que revela dos formas de concebir y habitar la sociedad, la cultura, la fe y las relaciones. Una actitud que también marca el paso de una comprensión «rígida y estable» de la sociedad a otra más «abierta», en la que las relaciones no están marcadas por el estatus, sino por las elecciones, y en cuya base se encuentra el respeto a la singularidad y a la libertad.
Esta actitud es propia de la cultura moderna contra la que la Iglesia se rebeló inicialmente (preocupada por ver derrumbarse las estratificaciones sociales y, con ellas, las certezas doctrinales). Es bien sabido que, a lo largo de la historia, la referencia a un «orden establecido» (y «estable») es un ancla segura para una visión mitificada (y apologética) de la realidad, además de la fe.
Por otra parte, el continuo e imperturbable recurso al concepto de «causa» que ha hecho la teología (sobre todo con la neoescolástica) demuestra que un cierto determinismo «cultural» y «natural» favorece un enfoque apologético (y antimoderno).
El planteamiento según el cual todo tiene una causa original y todo tiene su propio fin (en el designio del «Creador») contribuye a sostener la idea de un orden jerárquico de las cosas y de los sujetos. En esta visión, una sociedad cerrada no solo es funcional, sino que es la única posible.
En mi opinión en esta clave y con fines antimodernistas, también podría interpretarse esa otra actitud que tiene como trasfondo la idea de que la Iglesia no puede decidir sobre muchos temas, atribuyendo toda la autoridad solo al pasado y, de hecho, declarándose «indisponible» para decidir sobre (y ver) aquellas realidades que la sociedad de la dignidad (y abierta) le plantea.
Y, sin embargo, para hacer teología hoy no hay que dejarse influir por el planteamiento antimoderno, burocrático e institucional de la fe. Al contrario, hay que continuar, también siguiendo los pasos del Papa Francisco, con una visión sinodal para superar ese planteamiento de cierre de la fe en las categorías institucionales.
En esta perspectiva, hay que superar el modelo antimoderno y su rigidez; abrazar una teología de la dignidad, capaz de reconocer la igualdad y la libertad como fundamentos; renovar el lenguaje para una Iglesia verdaderamente sinodal y abierta al futuro.
Hoy en día, hacer teología significa realmente reinterpretar la tradición sin miedo a los «signos de los tiempos», es decir, sin miedo a aprender de lo que nos rodea. También porque no sería plenamente «tradicional» no aprender de los contextos: el cristianismo siempre lo ha hecho y siempre se ha replanteado buscando y encontrando formas de expresarse y replantearse siguiendo los parámetros de la sociedad en la que vivía y que eran presupuestos implícitos de su propio pensamiento. Santo Tomás de Aquino fue un maestro en esto.
Por lo tanto, urge un nuevo lenguaje teológico que reafirme la fe, devolviendo a la teología una concreción capaz de dar a la fe la dignidad de ser experiencia de los caminos en los que Dios se revela al encontrarse con el hombre, sin reducirse a lógicas ambiguas e irreales que pretenden «decir un Dios» que solo está en las cabezas y olvida los contextos. El Dios de Abraham, Isaac y Jacob es tal porque es seguido, pero también porque sigue los caminos de los hombres de fe.
A mi modo de ver, aquí se abre una cuestión. No surge de una sensación, sino de experiencias personales, de fenómenos sociales.
Si la teología debe hacerse captando el paso trascendental de la sociedad del honor a la sociedad de la dignidad, y si la Iglesia, garante de la sociedad del honor, se traduce en un dispositivo de bloqueo, ¿cómo se puede hablar en aquellos contextos sociales en los que ese paso no se ha dado (todavía) y en los que el verdadero «bloqueo» proviene de las sociedades más que de la Iglesia?
En otras palabras, si en el ámbito «europeo-occidental» (entendiendo por occidental también el frente «americano» en su sentido amplio), el paso de la sociedad del honor a la sociedad de la dignidad está, podríamos decir, consumada, ¿cómo repensar los lenguajes teológicos para aquellos contextos cuyas culturas no solo no han registrado la transición del honor a la dignidad y del cierre a la apertura de las relaciones sociales, sino que critican fuertemente (cerrándose aún más) el enfoque «occidental»?
Pienso en algunos «cristianismos» africanos, asiáticos y de Oriente Medio. En esos continentes, algunas posiciones de las Conferencias Episcopales reflejan la visión de una sociedad aún anclada en los lenguajes de las «castas», las «funciones» y las «diferentes dignidades».
Basta pensar en aquellos países en los que la homosexualidad se castiga con penas que van de dos a treinta años de cárcel; o recordar aquellos contextos en los que una relación matrimonial fuera del sacramento no solo excluye de la Iglesia, sino también de la familia... Contextos en los que la posible oración por las parejas del mismo sexo es fuertemente rechazada y el posible acompañamiento de parejas no casadas parece utópico, ya que esas uniones son una gran deshonra más que una posibilidad real. Por no hablar de la percepción que las mujeres tienen de sí mismas en aquellas culturas en las que la mujer no tiene autoridad y no se siente cómoda con ella.
Nuestros estudiantes africanos, al igual que los asiáticos, tienen muchas dificultades para comprender no solo nuestro contexto cultural (e histórico), sino también nuestro lenguaje teológico, que trata de mirar las prácticas con una nueva conciencia. Incluso hablar del Domingo no como un precepto, sino como un tiempo de regalo vivido con y para la propia libertad, resulta difícil para quienes viven en contextos en los que o se trabaja o... se viste el traje de domingo (con todo lo que esto significa desde el punto de vista social y para la percepción de la pertenencia religiosa).
Pero hay más: esos contextos culturales no están muy lejos de nuestro frente más reaccionario. Quienes tienen dificultades para ver la «dignidad» de las personas, incapaces de pensar en las personas, también los encontramos «en casa».
Y si en nuestro antiguo Occidente el camino de la cultura de la dignidad es inexorable, en esos contextos, en los que el camino aún no parece haber comenzado, la incomprensión es evidente, y con ella el endurecimiento. Nos lo recuerdan las reacciones de las Conferencias Episcopales a las pocas indicaciones del Papa Francisco que intentaban abrir el lenguaje y la mirada del magisterio (y de la teología) a todas las realidades (en las que Dios no se esconde y para las que Dios no puede estar oculto).
Sin duda, el paso a la dignidad fundamental y a la dignidad fundante de toda persona, sea hombre o mujer, no puede detenerse. Pero mientras tanto tenemos un problema de lenguaje teológico que no parece ser inmediatamente compartible con y para todos. Por eso, la cuestión no se limita a la teología «eurooccidental», sino que traspasa sus fronteras en el momento en que es el propio magisterio petrino el que está llamado a ofrecer lenguajes y caminos iluminados y realistas para una Iglesia que debe pensarse cada vez más en camino, abierta y no en un estilo «antimodernista». El camino quizá no sea largo, pero sin duda es complejo.
Se trata de ayudarnos a poner de relieve la necesidad de articular un lenguaje que favorezca un estilo «cristiano» que ayude a cada mujer y a cada hombre a reconocer su propia dignidad y la del otro. Un lenguaje que realmente pueda fortalecer las culturas en el compartir lo que en ellas no debe morir y lo que, por el contrario, puede dejar paso a la luz de Jesús y del Reino, que nos hace «dignos y santos» en todo tiempo y en todo lugar, más allá de los tiempos y de los lugares.
Hacer teología saliendo de la lógica burocrática e institucional puede ser una oportunidad para iluminar contextos no «europeos», convirtiéndose en un acto político de un cristianismo capaz de crear espacios de dignidad. Pero el camino no parece ni sencillo ni lineal.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF


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