jueves, 22 de mayo de 2025

Ser hijo.

Ser hijo 

Es posible no tener hermanos ni hermanas, no tener esposa ni marido, no tener hijos, no tener amigos, no tener amores. Pero es imposible no haber tenido padres, no haber sido hijos. La condición de hijo coincide, de hecho, con la condición de la vida humana como tal. Por eso la cultura bíblica amplía el concepto de filiación mucho más allá de la consanguinidad. 

Esto significa que nadie puede crearse a sí mismo, nadie puede autogenerarse, nadie es causa de sí mismo. Se trata, en todo caso, de un fantasma inconsciente típicamente perverso: desear no ser hijo de nadie, crearse a sí mismo, autofundarse persiguiendo la ilusión imposible de una autonomía sin deudas. 

Por el contrario, la condición de hijo señala nuestra dependencia constitutiva del Otro, la imposibilidad de la autoformación. De hecho, todo hijo tiene un origen que no puede controlar, del que no puede ser dueño. Su cuerpo, su clase social, el lugar donde ha nacido, su lengua y su raza son atributos que le han sido impuestos estructuralmente por el Otro. 

Ningún hijo puede decidir su origen, puede autodeterminar su procedencia. En este sentido, todo hijo está obligado a ser un heredero. La primera forma simbólica de herencia está representada por el deseo de los padres. No solo están en juego los genes, los bienes, las rentas o las deudas que cada uno de nosotros ha heredado, sino el deseo del Otro: ¿hemos sido hijos deseados? 

El deseo de los padres es la primera marca que define nuestra condición de hijos. Según Jacques Lacan, es lo que traza de manera indeleble nuestro destino. ¿Fuimos esperados, amados, o nuestra vida fue acogida como si fuera una carga, un estorbo o un accidente cualquiera? Sin embargo, ni siquiera la herencia más traumática de ese deseo determina de manera inexorable el camino de nuestra vida. 

El hijo nunca es el efecto de una causa eficiente. Su tarea se asemeja más bien a un esfuerzo poético: ¿cómo reescribir de manera singular lo que el Otro escribió primordialmente en nuestras cabezas rapadas? ¿Cómo puede el hijo encontrar su propio lenguaje si su primer lenguaje fue el lenguaje del Otro? Se trata realmente de hacer lo que hace el poeta, que trabaja con las palabras que encuentra ya constituidas en el código del lenguaje, pero que las transfigura haciéndolas nuevas. 

Cada hijo está obligado a reescribir de manera singular su procedencia. Se necesita un esfuerzo, un movimiento singular de recuperación con el que cada hijo debe poder hacer algo de lo que los demás han hecho de él. 

En este sentido, se constituye como un verdadero heredero. La herencia no consiste en adquirir pasivamente bienes o genes, sino en un movimiento hacia adelante, abierto al futuro, en un itinerario peregrino que empuja al hijo a encontrar su deseo más allá de su origen. En este sentido, todo verdadero heredero no puede sino ser hereje. 

La tarea del hijo-heredero no es, en efecto, reproducir lo que ha recibido, ni permanecer ligado a su origen, sino hacerlo verdaderamente nuevo. Es el destino de todo hijo: experimentar el propio camino errante para poder encontrar su propio deseo singular. 

En este sentido, su destino ilumina una característica fundamental del vínculo familiar, que es el único vínculo que se realiza plenamente precisamente allí donde se disuelve. Es el don al que tiene derecho todo hijo. No solo el de la acogida y el cuidado —en su primera infancia—, sino también el del abandono y la distancia. 

En su juventud, los hijos tienen pleno derecho a que se les deje marchar. Este es el destino de los padres, que Hegel asimilaba evangélicamente a la putrefacción de la semilla que hace posible la flor y el fruto. Apoyar el esfuerzo poético del hijo significa ante todo aceptar su pérdida. 

Se trata de un duelo particular que, en lugar de estar afligido inconsolablemente por la pérdida del objeto amado, puede experimentar la alegría de la separación, porque solo en esta separación la vida del hijo tiene la oportunidad de realizarse plenamente. Cuando, en cambio, los padres tienen proyectos para sus hijos, como decía acertadamente Juan Paul Sartre, los hijos tienen destinos que nunca son felices. Ningún hijo es en realidad como sus padres esperaban en sus proyecciones narcisistas. 

Pero el amor por el hijo no se realiza a pesar de esta falta de coincidencia, sino precisamente por ella. No se trata de amar al hijo como realización de nuestras expectativas, ni a pesar de que las haya frustrado, sino de amarlo en su divergencia, en su insondable diferencia, en su secreto. 

Cada hijo tiene, de hecho, derecho a su secreto. Los niños lo descubren a través de sus primeras mentiras: por suerte, mis padres no pueden verlo todo, no pueden comprenderlo todo, no todo les pertenece. El deseo singular del hijo escapa, con razón, a todo control familiar. Es inútil intentar captarlo con el diálogo o con la ilusión de la comprensión empática. 

El secreto del hijo coincide con la diferencia que todo hijo está obligado a introducir con respecto a su origen. El vínculo familiar no puede encerrar la fuerza del hijo, como tampoco puede disciplinar su malestar y su desorientación. 

Si el camino del hijo-heredero es así, no puede parecerse a un camino lineal, sin caídas ni obstáculos. Tantas veces son también y sobre todo los fracasos los que contribuyen a dar una forma singular a la vida. 

El hijo se encuentra en su camino expuesto al esplendor y a la atrocidad del mundo. Ningún padre puede garantizar la felicidad de su hijo. Más bien, siempre hay que tener fe en el secreto del hijo, siempre hay que tener fe en su secreto, siempre hay que tener fe en la fuerza generativa de la primavera. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

No hay comentarios:

Publicar un comentario

María, Virgen y Madre de la espera.

María, Virgen y Madre de la espera   Si buscamos un motivo ejemplar que pueda inspirar nuestros pasos y dar agilidad al ritmo de nuestro cam...