lunes, 26 de mayo de 2025

¿Qué has hecho de tu hermano?

¿Qué has hecho de tu hermano?

A estas alturas de la vida, 59 años de existencia, uno ha comenzado a pensar que si sucedió, puede volver a suceder… y lo que puede suceder no es el cataclismo del Holocausto de la Segunda Guerra Mundial hace 80 años, sino la indiferencia que permitió que sucediera.

 

Hay una pregunta que subyace casi siempre: permanecer despiertos. No solo vigilantes con la historia, sino vulnerables al presente. Y no es que haya que pretender escandalizar. Pero sí hay que perturbar.

 

No necesitamos una perturbación estética ni psicológica. Sí necesitamos, yo así lo pienso, una perturbación moral que nos mantenga en una especie de inquietud suspendida.

 

A estas alturas uno, quiero decir yo, desconfía de la comodidad y mira con recelo el alma serena.

 

Pertenezco a una tradición, la judeo-cristiana. Una tradición que siempre ha situado la incomodidad en el centro del despertar moral.

 

A Abraham, el patriarca del monoteísmo, se le ordena que no se quede donde está, sino que «siga adelante», una doble orden de abandonar el lugar físico y alejarse de uno mismo, de la comodidad, del estancamiento.

 

Moisés no se convierte en profeta por su ascendencia o su inteligencia, sino porque se detiene a observar la violencia contra un esclavo. Su grandeza comienza con la atención, la conmoción.

 

Los profetas de la Torá son figuras profundamente conmovidas. Caminan por sus ciudades gritando contra la injusticia, sus palabras son como sirenas contra la complacencia de quienes viven en la opulencia. No son venerados por sus contemporáneos, sino que son ridiculizados, exiliados, ignorados. También asesinados incluso creyendo, a pies juntillas, que con su muerte los asesinos daban más y mejor culto a Dios.

 

Y, sin embargo, los profetas, en la conciencia judía, son la conciencia del pueblo. Son aquellos que no permiten que el sufrimiento se convierta en normalidad. En palabras del profeta Amós: «Ay de los que viven en la comodidad». No porque la comodidad sea intrínsecamente mala, sino porque genera olvido. Los profetas nos perturban porque el olvido es la semilla de la crueldad.

 

Estar perturbado, en el imaginario moral judío, no es una debilidad. Es una forma de fuerza.

 

Es lo que Dios alaba en Job: su negativa a aceptar en silencio las injusticias. Job discute con Dios. Abraham discute con Dios. Moisés discute con Dios. El rasgo distintivo del ejemplo moral judío es la protesta. Y no la protesta como ruido, sino la protesta como empatía, como rechazo a aceptar un mundo en el que no se venera la vida humana.

 

La perturbación de la que hablo no es performativa. No es autocomplaciente. Es una perturbación para arrojar luz sobre los mecanismos de la deshumanización: el lenguaje, los sistemas y los silencios. Nos muestra no solo lo que está sucediendo, sino cómo está sucediendo, cómo esta falta de reacción pudo ocurrir con el Holocausto y puede seguir ocurriendo en cualquier lugar. También hoy y ante nuestros ojos.

 

Sí, ser humano significa estar perturbado.

 

Echemos un vistazo al mundo en el que vivimos. En Gaza han sido asesinados más de 30000 civiles, muchos quemados en sus casas, sus nombres nunca registrados, sus vidas apenas lamentadas. Es un reconocimiento, una emergencia que se convierte en política. Los seres humanos no son estadísticas. Son niños que buscan los brazos de sus madres. Son madres que intentan proteger a sus hijos. Después de un año y medio, todavía hay rehenes israelíes en los túneles, muchos de sus nombres olvidados en los titulares de los periódicos, su destino no mencionado en las conversaciones cotidianas. Su cautiverio es un espejo de nuestro distanciamiento.

 

En Sudán, hay casi 9 millones de personas desplazadas por la guerra, la hambruna y el colapso político. Sin embargo, para la mayoría de nosotros, Sudán sigue siendo un nombre en un mapa, y tal vez ni siquiera sepamos buscarlo ni encontrarlo.

 

En Ucrania, una guerra que en su día conmocionó la conciencia de Occidente ya no es noticia. Cada día mueren civiles.

 

Hemos aprendido a desviar la mirada de sus pantallas más allá de su sufrimiento, a mantener los ojos y la boca cerrados. Pero el silencio no es ausencia. Es complicidad. Y mientras nos informamos en silencio de las noticias en nuestros teléfonos móviles, 45 millones de niños menores de cinco años sufren malnutrición, la forma más letal de desnutrición. Es casi la población de España.

 

Detengámonos un momento a imaginar España poblada exclusivamente por niños menores de cinco años que mueren de hambre. Intentemos imaginarlos caminando como zombis por Las Ramblas, sentados en el suelo del Reina Sofía, o abarrotando restaurantes sin comida...

 

Once niños mueren de hambre cada minuto. Casi mil millones de personas se acuestan hambrientas cada noche. ¿Cuándo fue la última vez que yo pasé hambre? ¿Un hambre perpetua?

 

Para mí, el hambre es un concepto abstracto. Pero para quienes necesitan comer, no es algo abstracto. Es un niño que llora y se queda dormido agotado. Es una madre que finge haber comido para dejarle a su hijo la última cucharada de arroz. No es solo una vergüenza, no es solo una tragedia.

 

Basta comprender algo esencial (¿e invisible a los ojos?: la atrocidad no comienza con la brutalidad. Comienza con la indiferencia.

 

El mayor peligro hoy en día no es una amenaza externa, sino el hecho de que ya no nos horrorizamos lo suficiente.

 

Decimos: «Es terrible» y seguimos adelante.

 

Decimos: «No puedo más», como si fuera una carga para nosotros y no la muerte del hijo de otra persona.

 

En el Talmud hay una enseñanza: «Si alguien puede protestar por los pecados del mundo y no lo hace, es responsable de los pecados del mundo».

 

En sus últimos sermones públicos, el Papa Francisco insistió en que nuestra esperanza reside en lo que Él denominó una «cultura del encuentro». No la caridad a distancia, no la piedad desde una pantalla, sino el encuentro: «Debemos abrir nuestro corazón a los descartados y reconocerlos no como una carga, sino como un espejo».

 

Esto no es poesía. Es estrategia. No combatimos la indiferencia con estadísticas. La combatimos con rostros, nombres, historias. Este es el papel de la palabra: no distraernos, sino desarmarnos. Hacernos sentir más de lo que nos resulta cómodo. Re-humanizar lo que el mundo ha convertido en anónimo, arrojar luz donde las sombras se han arraigado más profundamente.

 

Veo titulares en los que no hago clic porque no quiero saber. Hay un extraño consuelo en la indignación: nos hace sentir despiertos, justos, comprometidos. Pero la indignación sin acción es solo teatro. Y yo he sido espectador pasivo con demasiada frecuencia. Por eso no soy quién para proclamar ni defender una posición de claridad moral. Estoy como alguien que busca, continuamente, seguir conmoviéndose. Y fracaso. Y vuelvo a intentarlo.

 

¿Por dónde empezar? La avalancha de sufrimiento no solo existe en los titulares de los periódicos de países lejanos. Vive en nuestros barrios. Se esconde a plena vista.

 

¿Qué significaría mirar a las personas sin hogar? No al arquetipo, sino al individuo. El hombre que duerme cerca de la estación envuelto en mantas de segunda mano. O el del aeropuerto de Madrid Barajas. Lo miramos. Pero no lo vemos.

 

¿Y qué hay del niño que solo come en la escuela, para quien las vacaciones de verano son una temporada de hambre? ¿Qué hay del vecino enfermo mental cuyo nombre no sabemos? ¿O del inmigrante cuyas cualificaciones nunca se reconocen?

 

Sus vidas no son notas al pie de página en nuestras vidas. Son textos en sí mismos, textos sagrados. Y los estamos ignorando.

 

Jesús de Nazaret nos pidió que nos detuviéramos a contemplar esas biografías.

 

La imaginación judeo-cristiana pertenece a esta tradición: el rostro del otro es el comienzo de toda ética. El rostro humano no es una máscara, es una llamada. Y el rostro del otro dice, sin usar palabras: «No matarás». Pero solo si lo miramos.

 

La ética no parte de las leyes sino del encuentro. Es como el Evangelio de Jesús de Nazaret: está lleno de encuentros de este tipo: pobres, hambrientos, pecadores, enfermos, prostitutas, publicanos, … Son encuentros de inesperada amabilidad compasiva y misericordiosa que atraviesan la niebla del dolor y del sufrimiento. No son momentos sentimentales. Son acontecimientos éticos.

 

Hannah Arendt, marcada por los traumas del totalitarismo, sostenía que el mal a menudo adopta la forma de la banalidad: no son monstruos, sino funcionarios. Resulta terrible pensar que la crueldad se justifica desde el orden. Es la crueldad de las personas que siguen las reglas. Que marcan casillas. Que tramitan expedientes. Que nunca alzan la voz. Y, sin embargo, su silencio facilita la muerte masiva.

 

Si una vez sucedió… puede volver a suceder... y, de hecho, está sucediendo.

 

No, no se trata de llorar a los muertos… sino de encontrarse y leer sus rostros y, al hacerlo, convertir ese encuentro y esos rostros en una protesta contra el mundo tal y como es.

 

La memoria por sí sola no basta. Es necesaria la acción.

 

El Talmud nos dice que en un mundo a la deriva, cada pequeña acción se convierte en un ancla. Visitar a los enfermos. Vestir a los desnudos. Educar a los ignorantes. Acoger a los inmigrantes. No son opciones caritativas, son obligaciones.

 

Sí, el mundo es vasto. Sí, sus heridas son profundas. Pero debemos resistirnos a la parálisis causada por las dimensiones globales. Debemos elegir: interrumpir el mecanismo de la injusticia con nuestra presencia y con nuestra acción.

 

Porque el bienestar y la seguridad, en demasiados aspectos, están empañando y comprometiendo el impulso profético de lo humano.

 

No sé si antes éramos una sociedad cuya antena moral vibraba ante cada injusticia. Pero, me temo, ahora estamos anestesiados por nuestro propio éxito. Somos los herederos de Abraham, de Moisés, de los profetas, de Jesús de Nazaret…., de aquellos que arriesgaron todo para salvar a su pueblo, de aquellos que comprendieron que sobrevivir no es suficiente, de aquellos cuyo valor fundamental era: «Quien salva una vida, salva al mundo entero».

 

No se trata de solo de recordar este o ese o aquel sufrimiento… sino de despertemos la responsabilidad.

 

Vivimos en el mundo. Y el mundo está gritando, y no nos está preguntando qué tiempo hará el fin de semana para disfrutar de un merecido descanso. Nos está preguntando: ¿Qué has hecho de tu hermano?

 

Y debemos ser capaces de responder, no con teorías o defensas, sino con verdad: Nuestra tarea es convertir las estadísticas en personas, los porcentajes, los daños colaterales en biografías

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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