Quid vis, Europa? Quo vadis, Europa?
El interés por la Iglesia católica parece despertarse en la opinión pública solo con la elección de un pontífice o con acontecimientos ocasionales. Aunque, y como mucho, se escucha su voz como una entre muchas otras. El carácter extraordinario de su historia y la autoridad que de ella deriva, incluso cuando se reconoce, solo ejerce una influencia vaga.
Pocas veces como en el desorden global que atravesamos ha quedado esto tan dramáticamente claro, cuando los grandes y poderosos de este mundo no solo siguen ignorando las palabras que provienen de Roma, sino que pueden llegar incluso a rechazarlas abiertamente o incluso a burlarse de ellas.
Este es quizás uno de los signos más relevantes de que la gran ola de la civilización occidental está alcanzando, si es no ya llegado ya, a su fin.
Los poderes políticos se engañan, fuertes en su ignorancia, creyendo que la cuestión solo afecta a la Iglesia y a su crisis debido a los procesos de secularización. En realidad, estamos viviendo la decadencia de todo un mundo, inconcebible sin la presencia de la propia Iglesia.
Las formas de lo político que ha ido adquiriendo la modernidad occidental se entrelazan con la Iglesia de Roma, ya que también ella, por su dimensión, es una gran forma política. Esa complicada máquina que ha sido la Europa no solo tuvo que aprender de la Iglesia principios fundamentales de organización, eficiencia, formación de élites dirigentes y competencia técnico-administrativa para afirmar su hegemonía global, sino que se templó en la confrontación, que fue también lucha, con esta última, y con la autoridad que seguía deteniendo.
Fue un grandioso duelo secular, gracias al cual ambos contendientes construyeron los pilares de su autonomía. Una autonomía no abstracta, sino que también valía como reconocimiento del valor y del «dominio» específico del otro.
¿Qué está pasando hoy?
Un fenómeno culturalmente, diría que antropológicamente, tan trascendental como otros que han conformado nuestra historia: ambas autoridades, la política y la religiosa, parecen incapaces de resistir el asalto de la nueva religión, la religión del trabajo ininterrumpido al servicio del sistema técnico-económico-financiero, del estar siempre en deuda con él.
La religión ya denunciada por el Papa León XIII: ubi pecunia, ibi patria. La formidable ola de la política occidental y de la Iglesia de Roma, en su conflicto convergente, parece romperse para ambos contra la afirmación de este Poder y en el oleaje solo quedan fragmentos y recuerdos.
El
mal sentido común cree que los acontecimientos de la Iglesia solo conciernen a
los creyentes o a los que se dicen tales.
Los que piensan, creyentes o no, saben, en cambio, que toda Europa era una tierra cristiana.
Esencialmente, esto convirtió sus propias guerras en una gran guerra civil. Había una Madre común. De alguna manera era posible referirse a ella y depositar en ella un fundamento para la esperanza de paz.
La catolicidad de la Iglesia no solo acompañaba el ímpetu universal de la civilización (es decir, la idea de que la nuestra era la civilización), sino que también alimentaba esta esperanza: que, al reconocer sus raíces cristianas, los países europeos pudieran encontrar con más energía y convicción las razones de su unidad.
¿Podría la lógica del orden estatal lograrlo? ¿No denuncia la propia forma del Estado una insuficiencia radical para superar los conflictos que oponen a unos países con otros?
Hoy, sin duda, no se trata de conflictos por la hegemonía mundial. El Occidente europeo lleva más de un siglo en declive. Pero ¿es el Occidente americano, engendrado por el europeo, capaz de alcanzar un nuevo equilibrio internacional?
Y en las dimensiones de la Europa que fue tierra cristiana, no solo y sangrientamente entre la Europa occidental y el «Oriente» ruso, sino también entre la Europa central y la Europa latina y mediterránea, vuelven a estallar las divisiones.
Debería quedar claro para los pensadores: sin una orientación cultural común, sin una potencia espiritual que anime desde dentro esa política, nunca será posible fundar un nuevo orden internacional. Solo será posible dejar hacer, ‘laissez faire’, al «progreso» técnico-económico y engañarse a uno mismo de que sus manos invisibles sabrán evitar catástrofes aún peores que las que vivimos.
La Iglesia dispone de una Palabra para indicar esa fuerza espiritual, por mucho que la haya olvidado o traicionado tantas veces a lo largo de su milenaria historia. Y quienes han estudiado y comprendido los límites de los ordenamientos estatales occidentales y de la propia idea de democracia lo han repetido de diversas maneras.
Solo queda la fraternidad. Olvidemos este principio y la libertad contradirá la igualdad; borrémoslo del horizonte de nuestro actuar y la libertad correrá siempre el riesgo de significar la voluntad de afirmarse unos contra otros. Y la igualdad se reducirá a un ser abstracto y formal.
Si esta Palabra no solo ya no es escuchada por los pueblos occidentales, sino que se le niega ahora en principio toda incidencia en su dimensión política, el desarraigo del cristianismo será sinónimo de impotencia para dar respuesta a los conflictos internacionales, incluso para alcanzar armisticios momentáneos.
La fraternidad solo puede encontrarse, como mucho, dentro de un mismo pueblo, entre los habitantes de una misma tierra, considerando bárbaros a los demás, como se suele pensar aunque no se diga con esa meridiana claridad; solo somos hermanos porque tenemos enemigos comunes a los que odiar.
Una fraternidad que excluye la solidaridad y la universalidad, testimonio dramático de que Europa ya no es tierra cristiana, pero tampoco la tierra de los principios ilustres, entre los que, no por casualidad, se entendía bien que la fraternidad era insustituible para realizar una verdadera comunidad.
Los últimos Papas se enfrentan a este drama, que afecta al alma europea en todos sus aspectos. ¿La mirada de la Iglesia de Roma debe dirigirse a otras partes del mundo? Quizás esta sea la salvación para la Iglesia...
Una salvación que, sin embargo, supondrá también la renuncia a la posibilidad de que Europa se convierta en un factor concreto de paz, capaz de indicar su propio plan para la solución de las tragedias actuales y su propia estrategia para la refundación del derecho internacional.
¿Puede la Iglesia renunciar a predicar tal conversión de la política europea? ¿Puede Europa seguir siendo Europa desarraigada de su cristianismo? Son preguntas seguramente hasta complementarias. Ojalá se las planteen nuestros líderes políticos, como sin duda se las planteará el Papa León XIV.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
No hay comentarios:
Publicar un comentario