Aprender a contemplar
La contemplación no es una cima de la vida espiritual reservada a los místicos o a los monjes, sino una operación del Espíritu pertinente a la vida cristiana y que, por lo tanto, concierne al cristiano como tal.
La contemplación es un espíritu de síntesis al mirar los acontecimientos, las personas, las cosas. Es la capacidad de tener una visión global de la realidad que permite captarla en sus justas proporciones. Se trata de una actitud poco natural para el hombre maduro, un don que poseen más naturalmente los niños y algunos ancianos, pero que es menos habitual en los jóvenes, en las personas adultas y maduras.
Por eso es necesario ejercitarse en la contemplación, esforzarse por adquirir esa capacidad de síntesis que permite captar y ver las cosas y las personas en sus justas proporciones. La mirada analítica nunca debe impedir ver el todo como algo compacto y armonioso, nunca debe prevalecer sobre la mirada sintética.
La contemplación es capacidad de pensar y ver en grande, grandeza de visión. Quien se preocupa y se detiene en las cosas pequeñas no es contemplativo. Incluso en el análisis de nuestra historia personal de gracia y pecado, si somos contemplativos nunca nos bloqueará un pecado, el episodio de una caída, ni nos obsesionará el recuerdo de los fragmentos negativos de nuestra vida, impidiéndonos captar lo positivo que hay en la mirada misericordiosa de Dios sobre toda nuestra existencia. Los accidentes de la vida no desvían al contemplativo de su camino, porque en realidad su forma de ver y pensar en grande lo hacen soberanamente libre en la plena confianza en Dios.
La contemplación es un espíritu de longanimidad que se alimenta de la paciencia en las dificultades y los sufrimientos padecidos. Es una cualidad de perseverancia y constancia que nunca desemboca en el endurecimiento. Las injusticias, las dificultades, las amarguras que nuestra vida y los demás pueden causarnos corren el riesgo de endurecernos. El espíritu de longanimidad, en cambio, permite no dejarse llevar por la impaciencia y las preocupaciones: de hecho, lleva al contemplativo a mirar las cosas y los acontecimientos con los ojos mismos de Dios y ya no con los suyos.
Percibir en los demás solo los pecados y las injusticias responde a nuestra forma parcial de mirar, pero la mirada del contemplativo tiende a captar al otro en la totalidad de su persona y en todo el arco de su camino de pecado, sí, pero también y sobre todo de gracia.
La contemplación es un espíritu de desapego, la capacidad de relativizar todo lo que no es Dios. La gracia da alegría a quien sabe acogerla, y el contemplativo es capaz de medir lo que conquista (que es poco) y lo que Dios le da (que es mucho, es inconmensurable). Por eso, el contemplativo tiende a la flexibilidad, obedece y es fiel a la historia, a los acontecimientos, y no se deja arrastrar por ellos, sino que sabe transfigurarlos y recapitularlos en Dios.
La contemplación es espíritu de asombro y de agradecimiento: todo es gracia abundante y plena a los ojos del contemplativo. Él conoce la gracia de Dios como preveniente, y entonces da gracias, hace de su vida una doxología, un canto de alabanza, un agradecimiento continuo y cotidiano hasta la muerte.
La contemplación es atención al tiempo, a las horas y a los días, porque en el tiempo está encerrado el desarrollo de toda la vida. El tiempo de la propia vida, el paso de los años, el cambio de edad: todo esto es unificado por el contemplativo en una sucesión que tiene en cuenta el crecimiento humano y espiritual y la intervención de Dios en su vida.
La contemplación es espíritu de discernimiento, de clarividencia tal que los contemplativos llegan a poseer una mirada que atraviesa las cosas y escruta a las personas. El gran fruto del discernimiento es el desvelamiento de las cosas (apokálypsis-apocalipsis), que es siempre obra del contemplativo que ha aprendido el arte y ha recibido el don del discernimiento en la larga y dura ascética del desierto y del retiro.
Todo esto está ordenado a la paz y a la caridad, los grandes dones que provienen del retiro y de este camino que conduce a la contemplación: la paz profunda, la paz del corazón que se manifiesta en una actitud ágape, de amor, hacia los demás y hacia la creación misma.
El cristiano debe saber que hay un precio que pagar por su vocación a ser hombre de paz que anuncia la paz (cf. Lc 10,5) y hombre de caridad, que cumple la ley amando a los demás (cf. Rom 13,8.10). Este precio es la ascética que permite que la gracia de Dios actúe en él.
Todo es gracia, todo es don de Dios: el esfuerzo de la ascética, de la profundidad, del retiro, de la soledad,…, no hace más que preparar las condiciones para que la gracia actúe en nosotros.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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