Cuando Dios habla al corazón
Rezo todos los días y sigo aprendiendo a rezar. Rezo sobre todo con la Liturgia de la Iglesia y, por lo tanto, con los Salmos. Mi oración ha cambiado con los años, se ha vuelto cada vez más contemplativa, recurro menos al libro y abro mi corazón, a veces árido, a veces turbulento, a veces sufriente, ante Cristo, ante el Dios de Jesucristo.
Ahora, en esta etapa de mi vida, he conservado la fe y, más aún, he conservado y aumentado un gran amor por Jesucristo, el Señor, y entre muchas dudas avanzo hacia el encuentro final. Rezo, pero solo tengo una pregunta: pido misericordia; rezo, pero sé que todas las criaturas, animadas e inanimadas, rezan; rezo, pero sé que el Señor ha rezado más por mí que yo por Él.
He leído muchas páginas sobre la oración, muchos libros, y he estudiado y aprendido y practicado a orar. Pero cada vez más la oración me ha parecido un misterio, porque he comprendido que en la fe cristiana es ante todo escuchar a Dios en lo íntimo de nuestro ser, y porque hablar a Dios es temerario y se corre el riesgo de hablar mucho para no escucharlo. No es natural decir: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (cf. 1 Sam 3,1-18). Nos resulta más fácil decir: «Escucha, Señor, que tu siervo habla» (cf. 1 Sam 3,1-18).
Y luego, la oración es elocuencia de la fe, pero esta a veces se debilita, se convierte en poca fe e incluso en falta de fe. Entonces la oración puede parecer una ilusión, un hablar en el vacío, un ejercicio completamente mental porque nadie escucha. Ciertamente, entonces, la oración sigue siendo siempre un monólogo, una búsqueda de orientación, un pensar, una autoaclaración que tiene su valor humano, pero que no pone en relación al hombre con su Señor.
Entre la oración de los creyentes en Dios y la de los no creyentes en Dios hay una frontera no claramente trazada... Y el hecho de que la oración sea un fenómeno antropológico presente en todas las religiones, en todas las espiritualidades y culturas, es significativo: los seres humanos rezan, tienen esta increíble necesidad de gritar dirigiéndose a alguien, sienten la necesidad de invocar.
También existe una oración idólatra, una oración pagana, que no es conforme al Evangelio. El Evangelio de Jesucristo también juzga la oración y pide que sea conforme al canon de la relación entre un Dios padre misericordioso y un hijo confiado. Nunca puede ser lo que veía Lucrecio, un «fatigar a los dioses», no puede ser mágica, no puede ser una pretensión o imposición a Dios de nuestros deseos y nuestra voluntad.
La oración que recogen los Evangelios, enseñada únicamente por Jesús, el Padre nuestro, es el canon, la regla de la oración cristiana, un resumen de todo el Evangelio.
Los cristianos tenemos la conciencia de que cuando oramos debe venir el Espíritu Santo a orar en nosotros, enseñándonos, uniéndonos a la oración de Cristo y dirigiéndonos al Padre: ¡una oración que se abre a la comunión de la vida divina!
Si la oración que hacemos es esta, entonces el Espíritu Santo nos revela la voluntad de Dios, nos susurra en el corazón una palabra envuelta en el silencio que es la voz de Dios hecha voz de nuestra conciencia y podemos decir con plena confianza «¡Abba!», pronunciado de una manera que quizás nunca hemos usado ni siquiera dirigiéndonos a nuestro padre terrenal.
Los cristianos comprendemos bien que rezar de manera auténtica no coincide con hacer, con recitar oraciones. La oración implica el ser, no el hacer, no es una actividad entre otras, sino una dimensión, un espacio en el que penetrar, es una relación viva que se nutre de descubrimientos, de nuevos conocimientos, del crecimiento del amor.
Es significativo que ya en los Salmos, el orante, cuando quiere identificarse a sí mismo en la oración, llegue a decir: «Yo soy oración» (Sal 109,4) y que de Francisco de Asís, tan semejante a Cristo, se dijera que al final de su vida no rezaba, sino que se había convertido en oración. Solo así nuestro corazón está cerca de Dios.
¿Existe una iniciación a la oración cristiana? A partir del Antiguo Testamento, para entrar en relación con Dios, la primera actitud que hay que adoptar es la de escuchar. Si el Dios que se revela a Israel es «un Dios que habla», entonces el creyente, y por consiguiente el pueblo, es el que escucha. Escuchar no significa solo prestar atención para oír, sino inclinar toda la persona hacia quien habla.
Y Dios habla en lo más profundo de nosotros, en el corazón, dice la Biblia, allí donde se generan el hablar, el querer y el actuar. Su voz es silencio, y por eso hay que captarla con silencio: debe haber silencio exterior, pero sobre todo debe callar el yo, siempre locuaz y siempre dominante.
La voz de Dios no se escucha si no se practica escucharla, invocándola, deseándola, pidiéndola, y entonces surgirá en el corazón como voz de nuestra conciencia.
Esta voz será ante todo la que escuchamos y leemos en las Sagradas Escrituras. La asiduidad en la escucha de la Palabra nos capacita para escuchar la Palabra de Dios para nosotros aquí y ahora. En la acogida interior de la Palabra de Dios, esta crece con el lector, como decía Gregorio Magno, y se abre a una interpretación infinita. Sucede lo que ilustra el Salmo como gracia en la oración del salmista: «Dios ha pronunciado una palabra, dos he oído: a Dios pertenece la fuerza, a ti, Señor, la gracia, y tú darás a cada uno según sus obras» (Sal 62,12-13).
Y no hay que olvidar que de la escucha nace la fe, de la fe el conocimiento de Dios, y del conocimiento de Dios el amor de Dios. La palabra escuchada, meditada, rezada y contemplada es la oración por excelencia, para la sinagoga y para la Iglesia. Y la lectura orante de la Palabra es capaz de moldear toda la vida del creyente y de la comunidad cristiana.
Pero entonces, ¿podemos hablar con Dios? Si se tiene la precaución de hacer que la oración sea conforme al Evangelio, es ciertamente posible. Pero hay que tener presente que hoy en día, con facilidad, con demasiada facilidad, incluso en la Liturgia hay abusos que se dicen creativos, oraciones que deben mucho a la magia, a oraciones que pretenden curaciones y se envuelven en milagros.
El cristiano sabe que puede confiar en su relación con Dios, que puede exponerle sus necesidades y sus sufrimientos, pero siempre afirmando: «Hágase la voluntad del Señor, no la mía». Jesús nos lo enseñó: «Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan?»
El Padre no dará las cosas que piden los hijos, aunque sean buenas, pero sin duda dará el Espíritu Santo, dará fuerza y consuelo para atravesar los sufrimientos y la muerte misma. El cristiano lleva toda su persona a la oración, lleva sus relaciones, los amores que vive, lleva la humanidad.
Bienaventurado el que calla sobre Dios y habla en cambio de Aquel que nos ha hablado de Dios, Jesucristo. Bienaventurado el que habla con Dios, porque nuestro Dios es un Padre, un amigo con el que se puede hablar.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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