miércoles, 7 de mayo de 2025

¿Quién es el Papa? ¿Para qué sirve el Papa?

¿Quién es el Papa? ¿Para qué sirve el Papa? 

Las Iglesias protestantes, ortodoxas y anglicanas no tienen Papa ni querrían tenerlo jamás. Juan Pablo II, en cambio, reafirmaba «la convicción de la Iglesia católica de haber conservado, en fidelidad a la tradición apostólica y a la fe de los Padres, en el ministerio del obispo de Roma, el signo visible y garante de la unidad»; reconocía, al mismo tiempo, que precisamente esta convicción de los católicos, paradójicamente, «constituye una dificultad para la mayoría de los demás cristianos» (Ut unum sint 88). 

A decir verdad, en las últimas décadas, por parte de ortodoxos y anglicanos se ha despertado un cierto interés por la función que, de una u otra manera, un primus inter pares entre obispos y patriarcas podría ejercer útilmente al servicio de todas las Iglesias, como punto de referencia de la unidad de todo el cuerpo cristiano. 

En la fe de la Iglesia católica, compartida por los ortodoxos y, en cierta medida, también por los anglicanos, los diáconos, los presbíteros y los obispos ejercen su ministerio particular en virtud y con la gracia del sacramento del Orden. 

Según una antigua tradición, este sacramento se celebra en tres grados diferentes: el de diácono, el de presbítero y el de obispo. Tres grados también para los católicos, no cuatro: el papado no es un grado del sacramento del Orden, ni el Papa es papa en virtud de un nuevo sacramento posterior al del episcopado. El Papa es un Obispo como todos los demás. 

Esto es lo primero que hay que aclarar para formarse una idea correcta del papado, liberándolo de las superposiciones que, sobre todo en los dos últimos siglos, han amplificado desmesuradamente su figura y su papel. 

No han faltado formas de culto al Papa muy pintorescas, como el ser llevado en voladizo sobre la silla gestatoria. 

Desde el Papa Juan XXIII en adelante, se han desmantelado muchos rituales y se han simplificado todos los protocolos. Sin embargo, aún hoy, no por culpa de los teólogos, ni de los liturgistas, ni de los canonistas (si es culpa de los curiales, no sabría decirlo), sino de la televisión y las redes sociales, el papel del Papa, en el imaginario colectivo y en la opinión pública, está sobredimensionado con respecto a su ministerio, tal y como se considera en la fe de la Iglesia católica. 

El hecho es que el Obispo de Roma, y ningún otro Obispo en el mundo (aunque quisiera y tuviera el carisma para hacerlo dignamente), es capaz, de hecho, hoy en día, de hacer oír la voz de la Iglesia en todo el mundo. 

El papado actual es el fruto de una historia milenaria. Por poner un ejemplo concreto, la Santa Sede (no el Estado de la Ciudad del Vaticano), solo en virtud de la tradición de su función histórica, religiosa y diplomática secular, goza de personalidad jurídica internacional, hasta el punto de participar en las actividades de la ONU en calidad de observador permanente, de poder celebrar acuerdos con los Estados y adherirse a convenios internacionales. 

Este es el punto de llegada actual de la larga historia de una institución que se ha ido formando lentamente, desde los primeros siglos del cristianismo, haciendo del obispo de Roma la autoridad suprema de la Iglesia universal. 

¿Por qué Roma y no Londres? ¿Por qué no Jerusalén o Antioquía, la Antioquía de los Apóstoles, en Turquía, o Alejandría, en Egipto? 

A pesar de los grandes debates sobre el tema, en las infinitas polémicas entre católicos, protestantes y ortodoxos, la razón es, en definitiva, muy simple: porque el Apóstol Pedro fundó la Iglesia de Roma, en Roma fue martirizado, en Roma, al pie de la colina vaticana, fue enterrado, y en Roma, bajo el altar y el baldaquino de Bernini, se encuentra el lugar de su tumba. 

Además, en Roma también fue martirizado el Apóstol Pablo y, fuera de las murallas, en dirección a Ostia, se puede venerar su tumba. 

En realidad, el centro de gravedad del cristianismo en los primeros siglos fue, más que Roma, Bizancio, la Constantinopla creada por el primer emperador cristiano, la nueva Roma. 

El papel de los emperadores bizantinos en la vida de la Iglesia fue imponente y el cuadro institucional de los primeros siglos fue policéntrico, en el marco de la pentarquía, es decir, de los cinco patriarcados, todos en Oriente, excepto el de Roma.

Los grandes Concilios de la antigüedad se celebraron todos en Oriente, al igual que los responsables de las herejías contra las que se reunían. 

A pesar de la imponente carga de los recuerdos sagrados depositados en Roma y de su prestigio como cuna y capital del Imperio, el papel de su Obispo frente a las demás Iglesias fue emergiendo muy lentamente. 

Un episodio de gran relevancia fue lo que ocurrió en el siglo V en el Concilio de Calcedonia, donde los Padres llegaron al consenso sobre la Profesión de Fe en la persona de Jesús verdaderamente hombre y verdaderamente Dios, solo aceptando y haciendo suyo el dictado de la «carta del beatísimo y santísimo arzobispo de la máxima y más antigua ciudad de Roma, León, escrita al arzobispo Flaviano, de santa memoria, para refutar la mala interpretación de Eutiques, en cuanto concuerda con la confesión de fe del gran Pedro y columna común, en defensa de las ideas perversas y en confirmación de las justas afirmaciones de la fe». 

A pesar de la progresiva emergencia del papel del Obispo de Roma como punto de referencia para la ortodoxia de la fe y la unidad de la Iglesia, durante todo el primer milenio las cuestiones emergentes fueron abordadas por Sínodos y Concilios particulares en los que los Obispos de las diferentes regiones tomaban las decisiones necesarias para sus Iglesias, cuya autoridad, en muchos casos, era reconocida también fuera de su región, a nivel de la Iglesia universal. 

Es después de la separación del gran cuerpo de las Iglesias orientales y su rechazo de la autoridad papal cuando el papado se afirmará en Occidente en todo su esplendor. Este desarrollo se verá alimentado también por el Imperio reconstituido, criatura papal, «sagrado y romano», pero siempre generador de una viva dialéctica plurisecular entre el Papa y el Emperador. 

Tras pasar por sus periódicas crisis internas de Papas y Antipapas y el intento de subordinar al Papa al Concilio y hacerlo dependiente de sus decisiones, tras el Concilio de Trento, la institución papal se afirmará de manera cada vez más amplia, teológicamente bien fundamentada y dogmáticamente imperativa. 

Será, sobre todo después de la Revolución Francesa y en defensa de las políticas jurisdiccionalistas de los gobiernos de la Restauración, que tendían a reducir los episcopados a estructuras de la propia sociedad civil, cuando el papado se erigirá como el único poder capaz de hacer frente al peligro de la reducción de la Iglesia católica a un conjunto de Iglesias nacionales. 

No en vano, esto es lo que ocurrió en las Iglesias protestantes, en consonancia con su tradición, y en las Iglesias ortodoxas bajo la ola de guerras de independencia de las distintas naciones y la creación de nuevos patriarcados correspondientes. 

El desarrollo histórico del papado se produjo bajo el impulso de una amplia gama de factores sociales y políticos, y el papado aún hoy lleva las marcas de ello en su cuerpo. 

Sin embargo, su alma vive de la convicción de la fe en Jesús que, habiendo enviado a los Apóstoles a constituir y gobernar la Iglesia, «quiso que sus sucesores, es decir, los obispos, fueran pastores de su Iglesia hasta el fin de los tiempos. Para que el episcopado fuera uno y no dividido, puso al frente de los demás apóstoles a san Pedro y en él estableció el principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad de la fe y de la comunión» (Lumen Gentium 18). 

Así, los Obispos de las diversas Iglesias esparcidas por el mundo transmiten de generación en generación, a través del sacramento del Orden, el ministerio de los Apóstoles al servicio de las Iglesias particulares, mientras que, en la designación legítima de uno de ellos para presidir la Iglesia de Roma, se prolonga en el tiempo el ministerio del Apóstol Pedro, al que el Señor había encomendado la tarea de ser la roca que salvaguarda la unidad de la Iglesia y la tarea de confirmar en la fe a sus hermanos (Mt 16,13-20; Lc 22,31-32). 

El ministerio del sucesor de Pedro, en virtud del sacramento, es el mismo ministerio pastoral de los demás Obispos al servicio de la Iglesia de Roma, mientras que, en virtud de su legítima destino a la Iglesia que fue de Pedro, está al servicio de todas las Iglesias, como centro de su comunión universal en la unidad de la misma fe. 

En este contexto, queda claro que la autoridad del Papa no desciende desde lo alto sobre los demás Obispos y sobre las Iglesias particulares esparcidas por el mundo, sino que surge desde el interior del cuerpo episcopal. 

Desde el punto de vista doctrinal, fue sobre todo el Concilio Vaticano II el que sacó al papado de su soledad, en la que el Papa reinaba por encima de los Obispos, que parecían gobernar las Iglesias particulares en su nombre, más que en el del Señor, y propuso una visión del papado en el marco de la colegialidad episcopal. 

Desde el punto de vista pastoral y canónico, ha sido el Papa Francisco quien ha iniciado un proceso, que está lejos de haber concluido, de desarrollo de la sinodalidad, es decir, de la participación de todos los fieles en las decisiones que se toman en la Iglesia, en todos los diferentes niveles de su articulación, desde el más bajo, con la promoción en las Diócesis de órganos colegiados representativos de la comunidad, con los que el Pastor comparte la responsabilidad de las decisiones que se toman; hasta el nivel más alto, con la intención de valorizar más las Conferencias Episcopales y con la previsión de que el Papa pueda ejercer su ministerio específico cada vez menos solo y cada vez más compartiendo con los Obispos y los fieles su discernimiento sobre las necesidades de la Iglesia y las decisiones que se toman en consecuencia. 

No es casualidad que, en las Congregaciones de cardenales en preparación para el Cónclave, entre las muchas propuestas que han surgido, no faltó la de la oportunidad de crear un consejo permanente de Obispos con el que el Papa pueda consultar habitualmente. 

En el camino sinodal, querido por el Papa Francisco, y en el Sínodo de los Obispos 2021-2024, ha surgido de forma evidente y contundente la necesidad de la participación de los fieles en las responsabilidades de la reflexión y de las decisiones de los Pastores. 

De cara a los futuros desarrollos de la misión de la Iglesia, el Papa Francisco le ha legado el Documento final del Sínodo de la Sinodalidad, rico en múltiples y fecundas sugerencias que, esperemos, no queden sin respuesta. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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