Sobre la Iglesia católica en España
¿Es posible identificar hoy en día el mundo de los católicos, tras las grandes transformaciones sociales y culturales que se han producido?
Lo que dificulta esta pregunta es lo que ha ocurrido después de los años 68: la secularización de la sociedad y de sus estilos de vida, la reivindicación de los derechos civiles, la autonomía en el ámbito político, … Son estas, y otras transformaciones, las que han descompuesto y diferenciado también a los católicos. Por lo tanto, no es fácil afirmar que la Iglesia católica esté pasando de ser mayoría a minoría.
En la sociedad civil, en la escuela, en los barrios, en la política, en la administración, en la cultura, los católicos pueden ahora tener posiciones diferentes como ciudadanos. E incluso cuando piensan actuar como católicos, ya no se trata de una unanimidad impuesta por el Magisterio.
La constatación es que ya no existe una unanimidad católica, incluso cuando alguien piensa actuar como católico. Esto es bueno, en la misma medida en que fue engañosa aquella unidad del “cierren filas” o “prietas las filas” de los católicos predicada e impuesta antes del Concilio Vaticano II. En este torbellino, por así decirlo, también se ven envueltos los Obispos cuyas opiniones a nivel europeo, si no también en nuestro país, en materia política y social, demuestran que ni siquiera ellos pueden representar todavía una respuesta católica a un desafío que interpela a los hombres, no a los católicos.
Sobre estos temas, son los medios de comunicación y las declaraciones de los líderes de opinión los que crean el imaginario colectivo del pesimismo o del optimismo.
En 2024, Francia parece redescubrirse más cristiana que en los últimos años: multiplicación de catecúmenos y bautismos de adultos, con un aumento del 31 % con respecto al año anterior. Crecimiento porcentual de catecúmenos exmusulmanes dispuestos a convertirse, a pesar del clima poco favorable a estas trayectorias de fe en las familias y comunidades islámicas. Muchos ámbitos culturales, universitarios y profesionales están experimentando un replanteamiento de la fe. Incluso la prensa de la izquierda francesa ha hablado de este despegue de la Iglesia y del retorno de la espiritualidad entre los adultos jóvenes. ¿Cuál es la razón de esta nueva e inesperada atención a la religión? Muchos la han señalado en la pobreza de las sociedades seculares a la hora de ofrecer ideas sólidas para decir a los jóvenes qué hacen en este mundo y hacia dónde van.
En España, por el contrario, crece en el mundo católico una lectura de la Iglesia como si estuviera destinada a convertirse en una de las diversas minorías religiosas, a pesar de que esta actitud contrasta en primer lugar con las relaciones privilegiadas que la Iglesia católica sigue manteniendo con la sociedad civil: el Concordato con el Estado, …
Obviamente, las razones de este declive hacia la condición de minoría serían de otro tipo y se referirían a la creciente desafección de los fieles a las celebraciones, la pérdida del domingo como día festivo, la desaparición de las vocaciones, el cierre de seminarios, casas religiosas y monasterios, la disminución de voluntarios en las actividades parroquiales, ...
La dimensión religiosa sigue siendo fuerte en algunos ritos de paso pero estos solo representarían un paréntesis insignificante, un universo aparte, totalmente ajeno a los criterios ordenadores de la Iglesia.
Para quienes comparten la visión de la Iglesia, ahora en minoría, el principal indicador sería la creciente irrelevancia de la Iglesia en la sociedad civil. Incluso las experiencias religiosas aún presentes serían vividas por los participantes solo como islas de sentido espiritual insignificantes en sus consecuencias para los espacios públicos; y los participantes representarían a los fieles que Marcel Gauchet define como «espiritualistas los domingos y materialistas los lunes», es decir, en la vida cotidiana.
Aquí se plantea la cuestión de si conviene definir esta situación de la Iglesia católica en España como una condición de minoría. Esta idea de la Iglesia minoritaria, aunque con la responsabilidad de seguir dando testimonio de sus valores y estilos de vida en el espacio público, acentúa hoy los debates dentro de la Iglesia y revela tensiones en todos los niveles de la institución.
Hoy se observa una línea divisoria marcada entre quienes se esfuerzan por pensar que la fe cristiana se vive en los espacios públicos de forma laica y secular —como exige la sociedad civil— y quienes, por el contrario, consideran que la Iglesia no puede aceptar esta situación y debe interpretar la cuestión en términos de autodefensa y reconquista.
Esta división sobre la aceptación o el rechazo de la condición de laicidad como dato insuperable del cristianismo contemporáneo constituye una línea divisoria que va más allá de la oposición entre católicos conservadores y católicos progresistas, es decir, entre católicos de «apertura» y católicos de «identidad», distinción que inevitablemente reduce la brecha en cuestión a categorías de clasificación política, con una «derecha» y una «izquierda».
En realidad, hay algo más en esta oposición, no solo ideológica, sino teológica. La razón de la discordia es la confrontación entre una visión que asocia la vitalidad de la Iglesia a su influencia geográfica, cultural y política en la sociedad, y la visión «diaspórica», propia de la fe cristiana, que acepta estar entre los demás en la sociedad civil, como escribe Michel de Certeau en La debilidad de creer.
La
definición de Michel de Certeau de la Iglesia que acepta estar «entre los
demás» en una sociedad que ya no se dirige a ella no significa, sin embargo,
que la Iglesia ya no tenga nada que decir. Esta «conversión de la mirada» sobre
sí misma y sobre su propio papel implica, sin embargo, una revisión de la
teología.
La separación entre Iglesia y Estado, entre la esfera espiritual y la esfera secular de la vida, siempre ha solido estar presente en la cultura cristiana, a diferencia de otros contextos, como el teocrático del Islam. Por esta razón, los países cristianos no conocen los daños que aún hoy causan las teocracias.
Es esta singularidad evangélica de los cristianos diseminados en la sociedad civil la que puede producir en algunos la sensación de ser una minoría en la vida pública, insignificantes, iguales y diferentes entre «los otros», es decir, en diáspora (dià-spora).
No pensaban así los cristianos de los primeros siglos descritos en la Carta a Diogneto, quienes, aunque dispersos en el mundo pagano, decían: «Como el alma es para el cuerpo, así son los cristianos para la sociedad».
En Occidente, las sociedades se organizan según los principios de laicidad del espacio público, pluralismo de valores y estilos de vida. También están involucradas las religiones, en todas sus formas colectivas e individuales. Así, puede suceder que, en estas condiciones, los cristianos parezcan minorías activas, a pesar de ser la mayoría de la población.
Desde el Concilio de Trento (1545-1563), la Iglesia católica ha elegido una estructura organizativa territorial rígida, adoptando las formas correspondientes a las del poder político de la época. El Papa, el Obispo, el Párroco: a cada uno su territorio que administrar.
Esta territorialización con la que se organizó la Iglesia —casi desconocida durante los primeros mil años— no pertenece a la esencia inmutable de la Iglesia, sino a su forma social, históricamente cambiante. Y a la forma social cambiante de la Iglesia no solo pertenecen sus estructuras organizativas, sino también las formas de su mensaje, de su lenguaje y de su liturgia. ¿Cuál será, pues, la Iglesia en su forma social futura?
Hoy, con el Sínodo de la Sinodalidad y el Jubileo de la Esperanza, la Iglesia está buscando su camino. Muchos lo definen como un giro espiritual para recuperar la singularidad evangélica de la Iglesia, privada de su influencia política y de su poder social. En todo giro espiritual son fundamentales el lenguaje y las pequeñas comunidades que la componen.
En la Iglesia, el lenguaje para comunicarse es la liturgia. También en el lenguaje litúrgico es esencial que quien habla y quien escucha tengan la misma cultura: jóvenes, profesionales, estudiantes, obreros, investigadores, artistas, poetas, extranjeros, …
Es necesario formar parte de la cultura del individuo 2025 inmerso en el mundo digital, en el pluralismo religioso, en la laicidad, en la física cuántica, en el arte moderno, en la posmodernidad.
En la liturgia (palabras, símbolos, fórmulas, oraciones, vestimentas, música) se requiere «decir Dios», «decir Jesús», «decir resurrección», «decir el Credo», «rezar», «cantar», de modo que todo no parezca solo un guion recitado por todos y ya sin sabor. Las propias palabras del presidente de la celebración litúrgica ya no encuentran eco si no se identifican con la cultura de quienes las escuchan.
Quizás el problema del lenguaje, esencial para la supervivencia del cristianismo, deba resolverse más atrás, a nivel de la eclesiología.
¿De qué pueden hablar las comunidades cristianas ante Dios? ¿Son cristianas independientemente de lo que digan? Y cuando hablan, ¿han escuchado antes? ¿O son prisioneras de una cultura que las obliga a escucharse solo a sí mismas?
Estas preguntas también exigen aprender a hablar y, antes aún, a callar escuchando las voces del mundo, porque la Iglesia no es otra cosa que el mundo y, cuando cree ser otra cosa, es simplemente el mundo de ayer.
La forma elemental y «básica» de la Iglesia futura —similar a la parroquia territorial— no podrá ser sino un sistema abierto de comunidades relacionales, ambientes, lugares, infraestructuras colectivas y otras formas sociales concretas que favorezcan las relaciones, las experiencias de fraternidad, los vínculos, la conciencia de una única fe, las formas de interacción y las divergencias en torno al mensaje evangélico.
La Iglesia aceptará también el riesgo de cierta indeterminación, sabiendo que son las formas innovadoras las que fomentan una mayor conciencia colectiva. Solo modelos similares podrán acoger nuevas experiencias y aceptar la indeterminación que permite múltiples posibilidades y la continua adaptación a formas futuras. Dejar la posibilidad al Espíritu prometido por Jesús de aportar siempre nuevos elementos y experiencias.
En las comunidades de reconocimiento encontrarán respuesta las necesidades de pertenecer a una Iglesia acogedora, fiable y creíble, como lo fueron antaño las pequeñas comunidades cristianas.
Se trata del redescubrimiento, tras el Concilio Vaticano II, de la Iglesia como comunidad en la que uno se reconoce y se siente «en casa». Esta comunidad en la que uno «se siente bien» es la que acoge la necesidad más radical de la época contemporánea: la necesidad de reconocimiento. Una necesidad rica, compleja, a veces contradictoria, ya que en su significado y en su uso en la vida cotidiana indica una dependencia recíproca del aprecio y la consideración por parte de otro y de los demás.
P.
Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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