Inteligencia artificial y estupidez natural: that is the question
A menudo, un fenómeno se comprende analizando su contrario y, por lo tanto, al reflexionar sobre la inteligencia artificial, resulta útil considerar la estupidez natural.
Lo hago a la luz de dos páginas extraordinarias del teólogo protestante Dietrich Bonhoeffer, escritas poco antes de ser arrestado por la Gestapo (dos años después sería ahorcado por orden de Hitler) y precisamente en el mismo año, 1943, en que dos estudiosos estadounidenses (McCulloch y Pitts) proyectaban la primera neurona artificial.
Para Dietrich Bonhoeffer, la estupidez es «un enemigo más peligroso que la maldad» porque, mientras que contra el mal se puede protestar y oponerse con la fuerza, contra ella no hay defensas, las motivaciones no sirven de nada, ya que el estúpido es tal precisamente porque se niega a priori a considerar argumentos que contradicen sus convicciones.
El estúpido, a diferencia del malvado, está satisfecho consigo mismo. Intentar persuadirlo con argumentos es inútil, incluso puede ser peligroso. De ahí se deriva una conclusión esencial: la estupidez no tiene que ver con el intelecto, sino con la humanidad de una persona.
Hay hombres muy dotados intelectualmente que son estúpidos y otros intelectualmente inferiores que no lo son en absoluto. Así se comprende que la inteligencia es un instrumento al servicio de algo más valioso.
Dietrich Bonhoeffer tituló su escrito «Diez años después». ¿Después de qué? Después de la llegada al poder de Hitler en 1933. Por lo tanto, me surge la siguiente pregunta: ¿la inteligencia artificial presagia un nuevo totalitarismo o es la liberación definitiva de la estupidez natural, cuando ya no habrá médicos que se equivoquen en sus diagnósticos ni jueces que condenen a inocentes, porque en su lugar habrá robots humanoides supercompetentes?
Sin duda, no basta con tener información para ser inteligente, ni basta con ser inteligente para no ser estúpido. Se puede ser muy inteligente, tener toda la información y, sin embargo, caer presa de la estupidez, que no tiene que ver con la inteligencia, sino con la humanidad.
Por eso no es seguro que la inteligencia artificial marque la llegada de una era en la que la estupidez natural sea finalmente superada gracias a la eficiencia de la máquina humanoide, con el inicio de una nueva era planetaria: primero el Holoceno, hoy el Antropoceno, mañana el radiante Mecanoceno.
En la nueva era de máquinas con forma humana, dominada por la inteligencia artificial e incluso por la «conciencia» artificial, no es seguro que la estupidez vaya a desaparecer definitivamente, ya que hay ignorantes que no son en absoluto estúpidos y eruditos que lo son por completo. Vuelve entonces la pregunta: ¿cómo se llama esa dimensión a la que la inteligencia está al servicio y que es nuestra riqueza más preciada?
Los antiguos griegos la llamaban Sophía, los latinos Sapientia, los judíos Hokmà, otras civilizaciones de otras maneras. Para acceder a ella y cultivarla dentro de uno mismo no se necesitan máquinas, sino silencio, ganas de estudiar, amor por la verdad. Se necesitan las cuatro virtudes cardinales enumeradas por primera vez por Platón: sabiduría, justicia, fuerza y templanza. ¿Quién las enseña hoy en día, quién las conoce?
He leído que el estado de Nueva York ha reconsiderado su postura y permitirá el uso de ChatGPT en las escuelas porque, según afirman los responsables, no se puede privar a los jóvenes de las herramientas que luego tendrán que utilizar a diario en la vida real. Anteriormente, los mismos responsables habían prohibido su uso en las escuelas. ¿Cuándo se equivocaron? ¿Al comienzo o después?
No lo sé, yo no soy la nueva «boca de la verdad» llamada Chat-GPT que da respuesta a todo, pero intuyo que probablemente la verdad, como casi siempre, está en medio. Hay materias escolares para las que Chat-GPT es útil y privarse de él sería una estupidez, pero hay otras para las que su uso sería perjudicial, quizás letal, porque privaría de la esencia misma de la investigación intelectual. ¿Cuál es esta esencia?
Gotthold Ephraim Lessing, filósofo ilustrado alemán, escribió en 1778: «Si Dios tuviera en su mano derecha toda la verdad y en la izquierda el único impulso eterno hacia la verdad, y me dijera: ¡Elige!, yo me precipitaría humildemente hacia su izquierda y diría: ¡Concédeme esto, Padre! ¡La verdad pura es solo para ti!».
Hoy, en lugar de Dios, está la máquina; hoy, en el centro del altar de nuestra mente, está la tecnología, y si las tragedias antiguas conocían el Deus ex machina, hoy tenemos el Deus sive Machina.
Alguien resumía bien la situación: Dios es el primer técnico, la Técnica es el último dios.
¿De qué sirve saber que el cerebro está compuesto por 87 000 millones de neuronas, cada una de las cuales está conectada a otras diez mil neuronas, lo que da lugar a una suma estratosférica de conexiones denominada «conectoma», si luego no sé utilizar sabiamente la mente que emana de él?
Sócrates no sabía nada de neuronas, hipocampos ni amígdalas, y sin embargo utilizaba su mente de una manera sublime que aún nos ilumina. ¿De qué sirve conocer la estructura del átomo si luego utilizo ese conocimiento para fabricar la bomba atómica y balas de uranio empobrecido? En definitiva, ¿de qué sirve la inteligencia si no es capaz de generar sabiduría?
Este es, de hecho, el fin de la vida: ser sabios, tener sabor. En comparación con esto, la inteligencia es solo un medio.
Y, sin embargo, hoy en día confundimos el medio con el fin, y así nos encontramos a merced de los avances científicos como si solo estos tuvieran valor en sí mismos, como si el mero hecho de poder realizar una hazaña cognitiva y tecnológica fuera el objetivo de la vida.
Poder para seguir teniendo poder, con el conocimiento científico al servicio de la omnipotencia técnica: este es el estatuto contemporáneo. Y por eso, lo admito, me da respeto, incluso temor, la inteligencia artificial. No me da temor en sí misma, porque amo la inteligencia y busco el conocimiento; me da temor porque no está guiada por ninguna sabiduría y, paradójicamente, puede coincidir con el imperio de la estupidez.
De nuevo Dietrich Bonhoeffer: «Nos sorprende descubrir que, en determinadas circunstancias, los hombres se vuelven estúpidos o se dejan volver estúpidos». Añadía que en quienes viven de forma bastante solitaria, el rasgo de la estupidez está menos presente que en quienes viven constantemente en compañía.
Sin embargo, añado yo, el hecho es que hoy en día casi todos vivimos en compañía constante, siempre estamos conectados, somos espectadores, somos sociales, estamos a merced de influencers e influencias de todo tipo. Y la estupidez, lógicamente, impera.
¿Y qué sucede en este escenario? Sucede que a esta humanidad cada vez más incapaz de gobernarse a sí misma, alguien le ofrece (y no precisamente de forma desinteresada) la inteligencia artificial. De ahí la pesadilla: estupidez natural + inteligencia artificial. ¿Cómo se llamaría al resultado de la suma?
Según Dietrich Bonhoeffer, que no por casualidad escribió «diez años después», la estupidez era ante todo un problema político: en su opinión, «cualquier ostentación exterior de poder, ya sea político o religioso» (hoy yo quitaría religioso y añadiría técnico-científico) «provoca el embrutecimiento de gran parte de los hombres». Intuyó una especie de ley sociopsicológica: «El poder de uno requiere la estupidez de los demás». Y aún más: «Bajo la abrumadora impresión producida por la ostentación del poder, el hombre es despojado de su independencia interior y renuncia así, más o menos conscientemente, a adoptar una actitud personal ante las situaciones».
Tal vez es éste el tema: la independencia interior. Eso es lo que hay que buscar. Ya tenemos suficientes técnicos que lo saben todo sobre el genoma y las redes neuronales y que luego ponen sus conocimientos al servicio de quien más paga, son el resultado de una escuela que solo imparte instrucción y descuida por completo la educación.
De hecho, la instrucción tiene como objetivo el técnico, el competente; la educación, en cambio, el hombre libre, independiente. Ambas cosas, obviamente, deben ir de la mano, pero hoy en día prevalece con creces la primera.
La inteligencia artificial no es necesariamente lo contrario de la estupidez natural. Puede haber un uso que reduzca la estupidez natural y otro que la aumente. De hecho, la estupidez no es la ausencia de conocimientos, sino la ausencia de sabiduría, es decir, de esa cualidad de la que depende la humanidad.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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