domingo, 4 de mayo de 2025

Un cónclave católico, es decir, de una Iglesia más universal.

Un cónclave católico, es decir, de una Iglesia más universal 

El cónclave siempre ha estimulado la imaginación creativa, no sé si incluso desenfrenada, también porque el secretismo, eterno compañero de los palacios apostólicos, ayuda a imaginar todo lo que se susurra o se quiere decir sobre el poder, las intrigas y los juegos palaciegos. ¿Hay exageración en esto? 

En todo caso, y éste es el tema en cuestión que a mí me interesa ahora, la jungla de juegos y rumores que se extienden en torno al cónclave es demasiado fácil de alimentar, pero también en este caso tenía razón el gran Baruch Spinoza: «Las acciones humanas no deben ser ridiculizadas, alabadas, detestadas, sino comprendidas». Deben comprenderse a pesar de que todos hablen del tan citado «amor cristiano», que poco se ve, porque también esta vez hay conciencia de que lo que está en juego es muy importante. 

Siempre es así, pero esta vez algunos dicen que está en juego la autonomía de la Iglesia, ya que los poderosos del mundo actual están jugando muy duro, de forma evidente en Washington, y nadie oculta que las arcas no están boyantes. Pero aquí entramos en el terreno de las conjeturas, de los temores, todos ellos escenarios que pueden tener fundamento, pero que ninguno de nosotros es ni será capaz de verificar. Lo que sí es enorme y evidente es la enorme herencia que ha dejado a todos, empezando por el cónclave, por supuesto, un hombre que en el registro civil se llamaba Jorge Mario Bergoglio. Su legado es una «reforma». 

La «reforma» de Jorge Mario Bergoglio reside en su elección del nombre papal: Francisco. San Francisco murió en 1226, la Iglesia ya existía desde hacía tiempo, pero desde entonces ningún cardenal elegido obispo de Roma había elegido su nombre como nombre papal. No hace falta ser un erudito en teología, ni un vaticanista de toda la vida, siempre inmerso en los documentos o en los entresijos del Vaticano, para comprender que ha sido una «reforma». ¿Quién de nosotros no sabe que el joven rico de Asís se desnudó en la plaza y devolvió las ropas de seda y el dinero a su padre, ante unos testigos petrificados? ¿Quién de los millones de peregrinos que han ido a Asís no sabe que sus relaciones con el papado de la época no fueron precisamente idílicas? 

Por lo tanto, la reforma del Papa Francisco, su legado, es una lectura del Evangelio tan radical como la de San Francisco de Asís y sumergida en el tiempo, en la historia. Esto asusta dentro y fuera de la Iglesia, pero no por la confrontación entre «progresistas» y «conservadores», o «reaccionarios», como creo que es más correcto decir hoy, porque son reaccionarios en el sentido de que sienten la urgencia de una reacción a la elección franciscana tal y como la ha presentado el Papa Francisco, la que ha sacudido al mundo más allá de si quienes la han visto han votado a favor o en contra. 

¿Quién habla ya del Evangelio entre nosotros? El Evangelio, la forma de vivirlo... Son los gestos más conocidos del Papa Francisco, sus elecciones más claras, como la cercanía a los migrantes forzados, que son 120 millones en todo el mundo: esta es una instantánea de la esencia de su legado. Se puede decir mucho más, sobre muchas otras cosas, incluso de forma crítica, pero esta «huella» es su reforma, que ahora algunos aceptan y otros no. 

El nombre Francisco se lee «fraternidad», por lo que es evidente que algunas de sus derivaciones no satisfacen a quienes temen otras culturas, a quienes consideran que fuera de la verdad de la fe solo hay falsas creencias y, por lo tanto, una falsa humanidad: de ahí se deriva mucho más, como es natural. 

Obviamente, este legado no es vivido por todos los que lo defienden de la misma manera: unos pueden considerar que el legado debe ser gestionado, digamos «puesto en tierra»; otros que debe ser proclamado aún más; los intimidados pueden considerar que debe ser limitado, corregido; los enemigos que debe ser archivado por muchas razones. 

En todo caso, sí se puede comprender que también está en juego la forma de relacionarse con algo que flota en la Iglesia desde 1226, es decir, la herencia de un tal San Francisco de Asís. La novedad es lo que está en juego, lo que se deriva de las relaciones con el mundo, el poder actual y los hombres y mujeres de hoy. 

Hace unos días veía algunas reflexiones con cifras, distribuciones actualizadas de geografías y de tendencias de los cardenales electores, también en comparación con el pasado, y hay una reflexión sobre el próximo cónclave que creo oportuna: la de la voluntad de representar verdaderamente a una Iglesia realmente más católica, es decir, universal. A esta reflexión me llevan algunas cifras que, vistas con atención, ayudan a comprender mejor el presente de la Iglesia y, probablemente, a intuir algo del futuro próximo. 

Más allá de las apuestas ya iniciadas —un ejercicio que no lleva a nada, aunque ciertamente es un pasatiempo que entretiene—, queda claro que el inmediato cónclave del 7 de mayo es el más concurrido de la historia reciente: 135 cardenales con derecho a voto, de los cuales 108 han sido nombrados por el Papa Francisco. Sin embargo, no es solo una cuestión de cantidad. La cuestión es precisamente la calidad de la distribución de los participantes. 

Los electores actuales proceden de 71 países diferentes. Europa, que hasta hace pocos años representaba más de la mitad del Colegio, hoy se sitúa en torno al 33 %. Paralelamente, han crecido África, Asia y América Latina. En muchos casos se trata de Iglesias que, por primera vez en la historia, cuentan con un cardenal elector. En estos términos, el mapa del cónclave refleja hoy de manera más fiel la geografía real de la catolicidad. 

Esta transformación, fruto de las decisiones del Papa Francisco, abre al menos tres efectos interesantes e importantes que hay que valorar: 

– Primero: se reduce la posibilidad de que el voto sea orientado por unas pocas áreas geográficas o por grupos culturalmente homogéneos. En el pasado, el acuerdo entre los cardenales italianos o centroeuropeos podía determinar por sí solo el resultado. Hoy en día esto es imposible. 

En la práctica, la fragmentación (en sentido positivo) obliga a construir un consenso entre realidades diferentes: africanos y asiáticos, latinoamericanos y norteamericanos, europeos y representantes de Oceanía. En términos matemáticos, se podría decir que el «poder de decisión» se ha distribuido de manera más equitativa, lo que dificulta que un «acuerdo» preestablecido imponga un resultado. 

– Segundo: la mayor diversidad introduce un componente de imprevisibilidad beneficioso. Con más actores en el campo, con menos relaciones consolidadas entre ellos, con experiencias eclesiales muy diferentes, la aparición de un candidato ya no es fruto de dinámicas previsibles, sino que deja espacio para diálogos reales. 

Los cardenales se ven casi obligados a conocerse, a confrontarse, a construir juntos una orientación común. En otras palabras: la diversidad obliga al discernimiento, no solo al cálculo. 

Tercero: cuanto mayor es el número de participantes en una elección, menos previsible es el resultado. 

Si en el pasado el cónclave se celebraba con un número más reducido y con una fuerte concentración geográfica —basta pensar que durante siglos los electores eran apenas unas decenas, todos procedentes casi exclusivamente de Europa y en gran parte de Italia—, hoy, con 135 cardenales procedentes de 71 países diferentes, todas las dinámicas son mucho más abiertas y menos predecibles. 

El simple dato numérico tiene peso: cuanto mayor es el número de personas que deben decidir, más difícil resulta planificar o controlar la orientación general. En este sentido, el cónclave que se prepara refleja verdaderamente la universalidad de la Iglesia, no solo por la procedencia de los cardenales, sino también por la riqueza y la pluralidad de las posiciones que surgirán. 

Alguien ha considerado que la «multiplicación de cardenales» por parte del Papa Francisco —muy por encima del número previsto de 120 electores admitidos en la Capilla Sixtina— ha sido una decisión bien pensada para controlar la elección de su sucesor en este sentido: con los números en la mano y, más en concreto, con la diversidad geográfica, existencial,…, de los electores, se comprende que se trata de una asamblea menos compacta, menos centralizada, menos manejable… en la que se impone un ejercicio agudo de encuentro, conocimiento, diálogo, escucha,…, discernimiento. 

En otras palabras, la cuestión no es la de un simple «gesto de ruptura». Mucho menos, aún, una especie de capricho exótico. 

En realidad, – con la variopinta geografía de los cardenales y con los números en la mano – todo parece formar parte de un preciso diseño pastoral: dar voz también a quienes nunca la han tenido, llevar a Roma la variedad de la Iglesia, hacer que el futuro sea más fruto del discernimiento que de la estrategia. 

Esta es también una herencia que el Papa Francisco deja a la Iglesia. Una herencia que se mide por la forma en que ha preparado el terreno para lo que vendrá después de Él, y para quienes vendrán después de Él. Un terreno más amplio, más variado, más rico en humanidad y en comprensión y vivencia de la fe cristiana, y en horizontes y perspectivas. 

Es una herencia que no orienta un resultado, sino que lo hace más libre. Y, quizás, también por eso más verdadero. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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