sábado, 3 de mayo de 2025

El Evangelio y nuestra soledad.

El Evangelio y nuestra soledad 

Leía en una entrevista publicada por La Croix: «Enseñar no significa transmitir un conocimiento anclado en sus certezas, sino buscar, inventar una forma, intercambiar una materia extraña —las palabras, las ideas— no frente a un público, sino con él, con su ayuda tácita y necesaria. En definitiva, no se trata en absoluto de facilitarles las cosas, sino todo lo contrario: se trata de ponérselas más difíciles». 

Estas últimas palabras son citadas por Paul Valéry en su Cours de poétique. Es seductora esta idea. Y, para obedecer una vez más a mis deformaciones profesionales, me resulta fácil preguntarme qué significa aplicar esa intuición fulminante a nuestro anuncio de creyentes. 

Es nuestra tentación de siempre de facilitar las cosas difíciles, de hacer vivibles las verdades más paradójicas. Tenemos la tendencia del cocinero que debe hervir cuidadosamente los alimentos. O somos las nodrizas que ofrecen leche que ya contiene todos los componentes nutricionales necesarios. 

Y, sin embargo… Qué fascinante es la idea de un Evangelio que lo hace todo más difícil. Porque nos dice que estamos llamados al paraíso, que somos hijos del Altísimo y que al Altísimo no se llega en carruaje. 

«Así es el Reino de Dios: como un hombre que echa la semilla en la tierra; duerma o vigile, de noche o de día, la semilla brota y crece. Él mismo no sabe cómo» (Mc 4, 27). 

Este Evangelio es un estímulo extraordinario para nosotros, los creyentes de hoy. De hecho, nos vemos continuamente obligados a ver y constatar el progresivo empobrecimiento de la Iglesia. Hay que ver que hay poco que ver: la constatación de un vacío. 

Nuestra crisis y nuestra decepción nacen, por tanto, de nuestra mirada o de lo que puede asimilarse a la mirada: vemos, tomamos nota, constatamos que nos hemos empobrecido. 

Este pasaje del Evangelio, en cambio, es la paradoja más increíble: lo que no se ve es real. Ocurre algo que no se puede constatar. El hombre que ha echado la semilla «no sabe». En el fondo, nuestra grandeza reside, me parece, no en saber, sino en saber que no sabemos. Una versión moderna de la docta ignorantia de los grandes teólogos del pasado. 

Por lo tanto, la reacción correcta a nuestra decepción no debería consistir en profundizar nuestra investigación, en agudizar nuestra mirada. Sino en ignorar la investigación y aceptar la niebla de nuestra mirada: aceptar no saber. No es el agricultor quien hace crecer el trigo. 

Celebramos la Eucaristía, también esta tarde, como siempre. Tres fieles y yo en una cripta escondida y perdida en un grande templo. Un espectáculo deprimente, en cierto modo, pero estimulante, en otro.

Todo depende, también aquí, del punto de vista desde el que se mire. Si el punto de vista es el de la visibilidad —o incluso de la vistosidad— de la Iglesia, no queda más que deprimirse e incluso preguntarse si es realmente justificable una liturgia eucarística tan escasa. 

Pero, cambiando la forma de mirar, incluso se puede sentir orgullo de ser los que rezan mientras todos, todos los «otros», aman, trabajan, se esfuerzan, sufren... viven. Estamos entre los encargados de hacer llegar las voces al cielo. 

La Iglesia, sin haberlo decidido, se encuentra cada vez más como un monasterio: reza en lugar del mundo y reza también por el mundo. Monasterio no porque haya huido del mundo, sino porque el mundo ha huido de ella. 

Para poder cumplir bien nuestra tarea de delegados de la palabra de alabanza dirigida al cielo, es necesario creer que el cielo existe, que nos escucha y que, por lo tanto, vale la pena hablarle.

En la fragilidad de la fe o en el olvido total de la misma, se pide a quienes dicen tenerla que la tengan de verdad y que la tengan de tal manera que puedan realmente clamar al cielo en nombre de todos. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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