Contemplar: mirar a los ojos de Cristo
La contemplación de Dios en el misterio de Cristo no solo constituye el fin de la existencia humana, sino también su principio.
Tal y como Dios lo creó, el hombre es, de hecho, un
ser contemplativo, y no es casualidad que el Adán imaginado por Miguel Ángel en
la Capilla Sixtina espere el contacto vital del Creador mientras lo mira a los
ojos.
Sin embargo, hay que recordar que este es el hombre
antes del pecado; después ya no tendrá tanto valor y, de hecho, cuando el
pecador Adán oye los pasos de Dios en el jardín, huye junto con Eva «de la
presencia del Señor entre los árboles» (Génesis, 3, 8); solo después de la redención volverá a
esperar ver cara a cara al Creador.
Esta aspiración es una consecuencia de la gratitud que
la salvación suscita en el ser humano, como afirma San Pedro Crisólogo en una
página de sabor casi platónico: «El amor engendra el deseo, aumenta el ardor
y el ardor tiende a lo velado», dice. Y explica: «El amor no puede abstenerse de
ver lo que ama; por eso todos los santos estimaban muy poco lo que habían
obtenido, si no llegaban a ver a Dios» (Sermones, 147).
Este ardiente anhelo se satisface en Cristo, como Él
mismo confirma diciendo: «Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre»
(Juan, 14, 9). Quien mira con
fe a Cristo ve a Dios, y san Buenaventura describe la alegría que esto produce,
caracterizando al Salvador como «el camino y la puerta (...) la escalera y el
vehículo (...) el propiciatorio colocado sobre el arca de Dios».
Por último, especifica las condiciones necesarias para
«pasar» de la mera visión del hombre Jesús a la contemplación, en Él
crucificado, del rostro de Dios: «Para que este paso sea perfecto, es necesario
que, suspendida la actividad intelectual, todo afecto del corazón sea
íntegramente transformado y transferido a Dios. Esto es un hecho místico y
extraordinario que nadie conoce sino quien lo recibe. Solo lo recibe quien lo
desea, y no lo desea sino quien está inflamado por el fuego del Espíritu Santo,
que Cristo trajo a la tierra» (Itinerario
de la mente en Dios, 7).
Ahora bien, el Espíritu traído a la tierra por Cristo
conduce primero a la conversión y luego a la santificación. Afirma San Gregorio de Nisa: «Dios (...) se propone a la contemplación de aquellos que han purificado
su corazón. Pero «nadie ha visto jamás a Dios», como afirma el gran Juan (1,
18). Pablo, con su sublime inteligencia, lo confirma y añade: «Nadie entre los
hombres lo ha visto ni puede verlo» (1 Timoteo, 6, 16)».
San Gregorio caracteriza el impedimento de los
pecadores para ver a Dios como una montaña imposible de escalar: «Esta
es la roca lisa, resbaladiza y escarpada, que no ofrece en sí misma ningún
apoyo o sostén para los conceptos de nuestra inteligencia. Incluso Moisés, en
sus afirmaciones, la calificó de impracticable, de modo que nuestra mente nunca
puede acceder a ella, por mucho que se esfuerce por aferrarse a algo y llegar a
la cima».
Hay que observar que el Adán de Miguel Ángel casi
ilustra este concepto: ve a Dios, pero corre el riesgo de resbalar del terreno
inclinado sobre el que se apoya precariamente, sosteniéndose con la pierna
izquierda doblada y el codo derecho.
Y San Gregorio de Nisa concluye pensando en el hombre salvado en Cristo: «Pero ver a Dios es la vida eterna. Si Dios es vida, quien no ve a Dios no ve la vida».
Ver a Dios es la vida eterna. La contemplativa por
antonomasia es, pues, María, que, pura de corazón desde su concepción, vio a
Dios en sí misma precisamente como vida. Tantos artistas la representan en
estos términos precisos, como una contemplativa de rostro extático que,
rezando, concibe a aquel que es la vida, Cristo.
Guardar la verdad de Cristo en la mente para luego
concebir al Salvador en el corazón: estas son otras características de la
oración contemplativa.
Hablando de este tipo de experiencia, San Juan
Crisóstomo, en su Homilía sobre la
oración, enseña que: «la oración o diálogo con Dios es un bien
supremo. Es, en efecto, una comunión íntima con Dios. Así como los ojos del
cuerpo se iluminan al ver la luz, así también el alma que se tiende hacia Dios
se ilumina con la luz inefable de la oración (...) El alma, elevada por medio
de ella hasta el cielo, abraza al Señor (...) como el niño que, llorando, llama
a su madre, el alma busca ardientemente la leche divina, anhela que se cumplan
sus deseos y recibe dones superiores a todo ser visible. La oración actúa como mensajera
augusta ante Dios y, al mismo tiempo, hace feliz al alma porque satisface sus
aspiraciones (...). Es un deseo de Dios, un amor inefable que no proviene de
los hombres, sino que es producto de la gracia divina. De ella dice el Apóstol:
«No sabemos orar como conviene, pero el Espíritu Santo intercede por nosotros
con gemidos inexpresables» (cf. Romanos,
8, 26b). Si el Señor da a alguien esta forma de orar, es una riqueza que hay
que valorar, es un alimento celestial que sacia el alma; quien lo ha gustado se
enciende de deseo celestial por el Señor, como de un fuego ardiente que inflama
su alma».
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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