De la excelencia o exclusividad a la singularidad del cristianismo
Nuestro mundo está cambiando rápidamente y la Iglesia en España sigue haciendo análisis sociológicos de la increencia (laicidad, secularización, …) y debatiendo cuestiones tantas veces de salón.
Ante todo esto, uno siempre se pregunta: ¿debemos abandonar la Iglesia? Mi respuesta es que debemos permanecer en ella como personas maduras. Ser críticos hasta el fondo, pero siempre «dentro de la Iglesia». Esto significa dialogar, protestar, confrontarse, pero hacerlo dentro de la institución eclesial y con respeto, incluso cuando parece faltar el amor.
Cuando se elige salir de la Iglesia por razones profundas, se expresa una incomodidad, un malestar, tal vez incluso un don profético. Sin embargo, es fundamental permanecer «dentro».
Tal como lo hizo Jesús, que fue un profeta «dentro» del judaísmo de su tiempo, permaneciendo un judío observante sin alejarse de la Torá. Sin embargo, reinterpretó esta tradición, devolviéndole su significado auténtico: «Ama a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo».
Quienes critican a la Iglesia y se definen seguidores de Jesús deberían seguir su ejemplo, tratando de cambiar las cosas desde dentro, sin abandonar a la Madre Iglesia que los ha engendrado.
Los estudios de los últimos cincuenta años sobre el Jesús histórico coinciden en que era un judío «reformado». La idea de un Jesús antijudío se construyó para justificar la separación entre cristianos y judíos.
Personalmente, creo en Jesús no solo porque es judío, sino porque es el «Cristo».
No es necesario que yo, «cristiano», me convierta en «judío» porque Jesús era judío «hasta la médula». Él puede seguir siendo lo que es, pero entre Él y yo hay dos mil años de historia y cultura religiosa diferentes. Creer en Jesús no significa solamente creer en «ese» Jesús, sino en el Jesús hecho vivo en el Espíritu (1 P 3,18).
Es esta acción del Espíritu sobre Jesús lo que lo hace «contemporáneo» para nosotros, por lo que también podemos «transgredir» lo que Jesús dijo e hizo, debido a una mayor comprensión y evolución espiritual: «Pero cuando venga el Espíritu de la verdad, él os guiará a la verdad completa» (Jn 16,13).
Y Cristo no es solo una persona, sino aún más un proceso continuo de transformación de lo humano. El Cristo (Universal) va más allá de Jesús (el judío): como una vid, cuyas raíces son «jesuanas/judías», pero cuyas ramas se extienden gracias a la savia vital del Espíritu.
La realidad de Cristo trasciende las raíces judías de Jesús. La vid, en su totalidad, es «Cristo». El Cristo «cósmico» del que hablaba Teilhard de Chardin.
La pregunta que me hago es la siguiente: ¿la «vieja» religión con su teísmo está moribunda o incluso ya muerta?
La ciencia parece haberse convertido en la nueva religión, con sus teorías que actúan como nuevos mitos o meta-narrativas culturales. Estos nuevos relatos tratan de expresar la espiritualidad, un fuego que siempre está presente tanto en la Iglesia como en la ciencia. En ambas, estamos pasando de lo cierto a lo incierto, de lo necesario a lo probable, de la definición a la intuición.
Hablando del cristianismo, ya en el siglo pasado Teilhard de Chardin se daba cuenta de que la religión estaba perdiendo «prestigio y encanto», no solo para los laicos, sino también entre los católicos. Y se preguntaba: «¿Qué es lo que ya no funciona?». Su respuesta fue reconocer que una forma específica de cristianismo, la tradicional, estaba en gran crisis.
Esa forma ya no es capaz de «dar un sentido total al universo que estamos descubriendo a nuestro alrededor» -Mi fe- Él creía que aún era posible devolver el sentido al cristianismo partiendo de la categoría de la evolución (ciencia) y de la experiencia cristiana del amor (fe). En la encíclica Laudato Si’, el Papa Francisco mencionaba directamente a Teilhard en su número 83 cuando afirmaba que «la meta del camino del universo está en la plenitud de Dios, ya alcanzada por Cristo resucitado, fulcro de la maduración universal».
La espiritualidad es un género, y el cristianismo o cualquier otra expresión de la misma, incluso el ateísmo, es la diferencia específica. Esto se ha convertido en un dato «concreto» y no abstracto de la cultura, al menos en Occidente, donde precisamente el cristianismo en sus formas habituales está en crisis.
¿Cuál es la relación entre «cristianismo» y «exclusividad»? Sin duda, se trata de una pregunta «dogmática», se podría decir abstracta, pero de la respuesta a esta pregunta «dogmática» se derivan consecuencias. ¿Sigue siendo la exclusividad esencial para la fe cristiana o es un dato cultural que se remonta a los orígenes de la experiencia cristiana?
¿Es posible concebir la fe cristiana «sin» la exclusividad del único nombre de Jesucristo, al igual que en otros monoteísmos existe la unicidad de la Torá o la última revelación de Dios en el Corán?
Las guerras de religión, sin duda, no fueron «causadas» solo por la fe monoteísta, hay que identificar otras razones, entre las que la económica y la expansión militar son fundamentales, pero siempre «motivadas» por esta fe.
Creo que la exclusividad es un dato cultural, es decir, una forma en que se puede expresar la fe cristiana. Sin este atributo no se niega la fe cristiana, sino que se abre a la espiritualidad en el sentido que mencionaba antes.
Yo coincido con las consideraciones de Stanislas Bréton sobre la unicidad del cristianismo. A la fe cristiana no le corresponde la excelencia (o exclusividad), sino la singularidad: uni-cum.
Se es «único» nunca sin los demás -Michel de Certeau-. Así también Jesucristo: no es «único» si no es con los demás, incluso con las otras religiones. El cambio cultural que estamos viviendo en Occidente es precisamente este: reformar el cristianismo en este punto.
Porque creo que un cristianismo sin exclusividad es un cristianismo con más humanidad.
El cristianismo y, no digamos, la cristiandad son declinaciones históricas de un acontecimiento muy concreto: la experiencia que los hombres de Galilea tuvieron con Jesús en el siglo I. Su historia con ellos marcó sus vidas.
Ellos también, como nosotros, eran hombres en busca de algo. «¿Qué buscáis?» (Jn 1,38). La pérdida de la pasión por esa búsqueda hace que el cristianismo pierda su sabor. De lo contrario, no estaríamos aquí preguntándonos por qué las Iglesias se han convertido en hoteles o pubs en algunos países. Más espiritualidad significa reavivar con fuerza la pasión por la verdad y la autenticidad en la propia vida.
De esto habló precisamente el Papa Francisco durante el encuentro interreligioso con los jóvenes en Singapur (13 de septiembre de 2024). «Todas las religiones son caminos hacia Dios». Son «lenguajes diferentes que expresan lo divino».
Esta declaración fue malinterpretada por algunos católicos, que interpretaron erróneamente las palabras del Papa Francisco, pensando que quería afirmar que todas las religiones son igualmente verdaderas.
En realidad, el Papa Francisco quería subrayar que cada religión ofrece una forma de comunicarse con Dios, pero no que todas sean idénticas o equivalentes en términos de verdad. De hecho, las religiones se contradicen entre sí en la superficie de sus ritos, textos sagrados, doctrinas e instituciones, pero se encuentran en la humanidad vivida.
«A veces pensamos que el encuentro entre las religiones es una cuestión que consiste en buscar a toda costa puntos en común entre las diferentes doctrinas y profesiones religiosas. En realidad, puede suceder que un enfoque de este tipo termine dividiéndonos, porque las doctrinas y los dogmas de cada experiencia religiosa son diferentes» (Yakarta, 5 de septiembre de 2024).
Si, en cambio, abordamos las religiones desde esa fuente que es «la búsqueda del encuentro con lo divino, la sed de infinito que el Altísimo ha puesto en nuestro corazón, la búsqueda de una alegría más grande y de una vida más fuerte que cualquier muerte, que anima el viaje de nuestra vida y nos empuja a salir de nosotros mismos para ir al encuentro de Dios», entonces descubriremos que estas «no se contradicen, sino que se dicen unas a otras, ya que las religiones son la experiencia de la vida, «el deseo de plenitud que habita en lo más profundo de nuestro corazón, nos descubrimos todos hermanos, todos peregrinos, todos en camino hacia Dios, más allá de lo que nos diferencia», y sabremos «buscar juntos la verdad aprendiendo de la tradición religiosa del otro» (Yakarta, 5 de septiembre de 2024).
Una sociedad se basa en el sentido de la vida. Sin él, todo se derrumba. El sentido de la vida es la «humanitas», que la espiritualidad reaviva en cada uno: lo que hace crecer al ser humano. Las religiones, a lo largo de la historia, han expresado esta espiritualidad a través de ritos, textos sagrados e instituciones.
En particular, el cristianismo ha profundizado en el significado de la «humanitas» hasta identificarse con ella. Ser hombre significaba ser cristiano --naturaliter christianus-. En el pasado, tanto la Iglesia católica como las demás Iglesias cristianas se identificaron con lo humano hasta acabar monopolizando la espiritualidad, hasta el punto de que se llegó a identificar el cristianismo con la espiritualidad.
Al hacerlo, la Iglesia, especialmente la católica, perdió de vista lo que en otro tiempo era la teología natural, con su desiderium naturale videndi Deum, es decir, la apertura del ser humano al sentido de la vida. El fin de la cristiandad no corresponde al fin de la búsqueda del sentido de la vida, que sigue siendo el esqueleto de una sociedad. Sin espiritualidad, una sociedad está destinada a colapsar.
Un ejemplo ilustra esta idea: si se propaga un incendio en una ciudad, centrarse exclusivamente en la propia casa (entendida como Iglesia o religión) sin mirar más allá de la propia supervivencia es una actitud miope.
¿No es este el sentido más verdadero del anuncio de la «segunda venida» de Jesucristo?
«Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, era forastero y me acogisteis, estaba desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, estaba en la cárcel y vinisteis a verme» (Mt 25,35-36). La segunda venida de Jesucristo es el símbolo de esa cosecha al final de los tiempos, de la que habla Jesús en sus parábolas.
«Toda la historia del cristianismo es ya la “segunda venida de Cristo”, una venida en el anonimato, en los demás, y el Juicio Universal será solo la culminación de esta venida y la abolición definitiva del anonimato de Jesús» -Tomaš Halìk-.
Hay que redescubrir la singularidad del ser humano en Jesús, especialmente en aquellos que «no tienen nombre ni cuerpo». Esta es la savia espiritual del cristianismo. Es lo que la Iglesia católica y las demás Iglesias están llamadas a vivir antes incluso de anunciarlo.
Como dice San Ignacio de Antioquía, en un pasaje de su Carta a los Efesios: «Es mejor callar y ser, que hablar y no ser». No solo hay que cambiar las bombillas de la Iglesia: las estructuras ministeriales y sinodales, los programas y las estrategias pastorales, la formación de los clérigos, … Hay que reformar el cristianismo, antes de que se derrumbe nuestra casa común y la humanidad de todos nosotros.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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