El Evangelio de los orígenes: Isabel y María
Se ha dicho y escrito mucho sobre el breve relato de la visita de María a Isabel, que forma parte de los dos primeros capítulos del Evangelio de Lucas. Junto con los que abren el Evangelio de Mateo, se les ha llamado el «Evangelio de la infancia».
En realidad, se trata de un «Evangelio de los
orígenes», con el que los dos evangelistas intentaron responder a una pregunta
que se había vuelto crucial para los cristianos de la segunda generación:
¿cuándo se convirtió el profeta de Nazaret en Hijo de Dios? ¿Desde el momento
de la resurrección, como afirman algunas antiguas fórmulas de fe transmitidas
por Pablo, o desde el momento del bautismo en el Jordán, cuando el Espíritu
consagró al profeta galileo como «Hijo predilecto» y la voz del cielo lo
proclamó como tal?
Si más tarde el Evangelista Juan llegará a retroceder
el origen divino de Jesús hasta ese «en el principio» del que todo lo que
existe tiene su origen (Juan 1,1-2), Mateo, pero sobre todo Lucas, ven en la
concepción virginal por parte de María el momento originario de aquel que, como
anuncia el ángel a la joven de Nazaret, «será grande y será llamado Hijo del Altísimo»
(1,32).
El relato lucano de la visita de María a su pariente
Isabel forma parte, por tanto, de un gran fresco narrativo que, en su conjunto,
pretende dar razón de la filiación divina del Mesías y en el que, a diferencia
del paralelo de Mateo, el protagonismo femenino tiene una importancia
indiscutible.
Para Lucas, el encuentro entre las dos mujeres tiene,
de hecho, un significado que va mucho más allá del supuesto relato de un hecho.
El silencio al que se ve obligado Zacarías, esposo de Isabel, y la ausencia de
José hacen aún más eficaces los gestos y las palabras de las dos mujeres, que,
con razón, han sido interpretados como signos evidentes del empoderamiento del
Espíritu, único inspirador de esos gestos y palabras.
El encuentro entre esas dos mujeres embarazadas, una,
la anciana Isabel, que dará a luz al último de los profetas, y la otra, la
joven María, de la que nacerá aquel que abrirá la historia humana a la era de
los nuevos cielos y la nueva tierra, atestigua que la historia de Dios se
entrelaza con el misterio original de la vida, el que se cumple en el cuerpo de
Eva, la madre de todos los vivientes, y continúa cumpliéndose en el cuerpo de
toda mujer que espera un hijo.
Hay un enorme poder simbólico en esta imagen de dos
mujeres que llevan dentro de sí el misterio de la vida y que son ellas mismas
las que revelan su carácter misterioso, no solo biológico, sino teológico.
¿Por qué todo esto no ocurre después del nacimiento,
como en el caso de los pastores o, según Mateo, como en el de los sabios
venidos de Oriente? ¿Por qué anticipar al sobresalto de un feto en el seno de
una mujer lo que luego sucederá en la evidencia de los hechos a orillas del Jordán,
cuando Juan, el hijo de Isabel, y Jesús, el hijo de María, se reconocerán el
uno al otro y llevarán a plenitud la historia de la profecía de Israel, uniendo
la promesa y el cumplimiento?
Sin duda, esto también forma parte de la lógica de las
anticipaciones que preside la composición de los «Evangelios de los orígenes».
Sin embargo, hay que captar el significado propio de cada
pequeño relato que los compone, y es precisamente en esto donde el encuentro
entre las dos mujeres embarazadas encuentra su fuerza simbólica: el embarazo,
como tiempo de espera, adquiere un sentido significativo a partir del horizonte
de fe de un pueblo para el que precisamente a la espera se le confiere un valor
decisivo.
La historia del Mesías se inserta en la de su pueblo,
que lo espera desde hace siglos, y es el útero de ese pueblo, aunque ya viejo,
al que Dios hace capaz de engendrar porque ha permanecido fiel a la promesa
hecha a los padres y a su descendencia.
No parece una forzada violencia: el embarazo es un tiempo en el
que las mujeres se reconocen como «peregrinas de la esperanza», porque a partir
de las señales que durante largos meses reciben de su propia carne, aprenden a
acompañar paso a paso el tiempo de la espera y aprenden que la sabiduría de la
vida se adquiere también aprendiendo a esperar.
La vida, la de cada ser vivo, como la de los pueblos y
de toda la humanidad, se teje en el silencio y en la oscuridad: «Tú
formaste mis riñones y me tejiste en el seno de mi madre», cantaba el
salmista (Salmo 139,13).
Para Isabel y María, es decir, para dos mujeres de fe,
ese silencio y esa oscuridad hablan de Dios y cantan sus alabanzas, porque
revelan que su presencia en la historia de los hombres nunca permitirá su
autodestrucción. El saludo de Isabel y el canto de María representan la primera epifanía
del Mesías, que tiene lugar desde el momento en que Dios comenzó a tejerlo en
el seno de su madre.
No tendría ningún sentido afirmar que una mujer solo
es plenamente tal si engendra hijos en la carne, ni mucho menos que el empoderamiento
del Espíritu pasa por ahí para las mujeres: lo dice con fuerza la realidad que
nos rodea.
Sin embargo, en las últimas décadas, el pensamiento de
las mujeres que, por fin, han exigido liberar la definición de lo femenino, tan
querida por todo patriarcado, de la maternidad entendida como único destino, lo
ha teorizado con igual fuerza.
Tampoco significa afirmar que el misterio de la
transmisión de la vida pertenezca exclusivamente a las mujeres, porque sabemos
bien que no puede encerrarse solo en lo que ocurre en el cuerpo de las mujeres.
No debe sorprender, sin embargo, que Zacarías y José
queden totalmente fuera del relato de la visita de María a Isabel. Porque solo
a las mujeres les corresponde compartir la conciencia de lo que ocurre a través
de ellas y dentro de ellas.
Y ese es un compartir que se convierte en Evangelio,
en Buena Nueva, en el abrazo entre la que representa al pueblo de la promesa y
la que dará a luz al Hijo del Altísimo, y cuando dan voz al tiempo de la espera
como tiempo de esperanza.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
No hay comentarios:
Publicar un comentario