miércoles, 11 de junio de 2025

El Evangelio de los orígenes: Isabel y María.

El Evangelio de los orígenes: Isabel y María

Se ha dicho y escrito mucho sobre el breve relato de la visita de María a Isabel, que forma parte de los dos primeros capítulos del Evangelio de Lucas. Junto con los que abren el Evangelio de Mateo, se les ha llamado el «Evangelio de la infancia».

 

En realidad, se trata de un «Evangelio de los orígenes», con el que los dos evangelistas intentaron responder a una pregunta que se había vuelto crucial para los cristianos de la segunda generación: ¿cuándo se convirtió el profeta de Nazaret en Hijo de Dios? ¿Desde el momento de la resurrección, como afirman algunas antiguas fórmulas de fe transmitidas por Pablo, o desde el momento del bautismo en el Jordán, cuando el Espíritu consagró al profeta galileo como «Hijo predilecto» y la voz del cielo lo proclamó como tal?

 

Si más tarde el Evangelista Juan llegará a retroceder el origen divino de Jesús hasta ese «en el principio» del que todo lo que existe tiene su origen (Juan 1,1-2), Mateo, pero sobre todo Lucas, ven en la concepción virginal por parte de María el momento originario de aquel que, como anuncia el ángel a la joven de Nazaret, «será grande y será llamado Hijo del Altísimo» (1,32).

 

El relato lucano de la visita de María a su pariente Isabel forma parte, por tanto, de un gran fresco narrativo que, en su conjunto, pretende dar razón de la filiación divina del Mesías y en el que, a diferencia del paralelo de Mateo, el protagonismo femenino tiene una importancia indiscutible.

 

Para Lucas, el encuentro entre las dos mujeres tiene, de hecho, un significado que va mucho más allá del supuesto relato de un hecho. El silencio al que se ve obligado Zacarías, esposo de Isabel, y la ausencia de José hacen aún más eficaces los gestos y las palabras de las dos mujeres, que, con razón, han sido interpretados como signos evidentes del empoderamiento del Espíritu, único inspirador de esos gestos y palabras.


 

El encuentro entre esas dos mujeres embarazadas, una, la anciana Isabel, que dará a luz al último de los profetas, y la otra, la joven María, de la que nacerá aquel que abrirá la historia humana a la era de los nuevos cielos y la nueva tierra, atestigua que la historia de Dios se entrelaza con el misterio original de la vida, el que se cumple en el cuerpo de Eva, la madre de todos los vivientes, y continúa cumpliéndose en el cuerpo de toda mujer que espera un hijo.

 

Hay un enorme poder simbólico en esta imagen de dos mujeres que llevan dentro de sí el misterio de la vida y que son ellas mismas las que revelan su carácter misterioso, no solo biológico, sino teológico.

 

¿Por qué todo esto no ocurre después del nacimiento, como en el caso de los pastores o, según Mateo, como en el de los sabios venidos de Oriente? ¿Por qué anticipar al sobresalto de un feto en el seno de una mujer lo que luego sucederá en la evidencia de los hechos a orillas del Jordán, cuando Juan, el hijo de Isabel, y Jesús, el hijo de María, se reconocerán el uno al otro y llevarán a plenitud la historia de la profecía de Israel, uniendo la promesa y el cumplimiento?

 

Sin duda, esto también forma parte de la lógica de las anticipaciones que preside la composición de los «Evangelios de los orígenes».

 

Sin embargo, hay que captar el significado propio de cada pequeño relato que los compone, y es precisamente en esto donde el encuentro entre las dos mujeres embarazadas encuentra su fuerza simbólica: el embarazo, como tiempo de espera, adquiere un sentido significativo a partir del horizonte de fe de un pueblo para el que precisamente a la espera se le confiere un valor decisivo.


 

La historia del Mesías se inserta en la de su pueblo, que lo espera desde hace siglos, y es el útero de ese pueblo, aunque ya viejo, al que Dios hace capaz de engendrar porque ha permanecido fiel a la promesa hecha a los padres y a su descendencia.

 

No parece una forzada violencia: el embarazo es un tiempo en el que las mujeres se reconocen como «peregrinas de la esperanza», porque a partir de las señales que durante largos meses reciben de su propia carne, aprenden a acompañar paso a paso el tiempo de la espera y aprenden que la sabiduría de la vida se adquiere también aprendiendo a esperar.

 

La vida, la de cada ser vivo, como la de los pueblos y de toda la humanidad, se teje en el silencio y en la oscuridad: «Tú formaste mis riñones y me tejiste en el seno de mi madre», cantaba el salmista (Salmo 139,13).

 

Para Isabel y María, es decir, para dos mujeres de fe, ese silencio y esa oscuridad hablan de Dios y cantan sus alabanzas, porque revelan que su presencia en la historia de los hombres nunca permitirá su autodestrucción. El saludo de Isabel y el canto de María representan la primera epifanía del Mesías, que tiene lugar desde el momento en que Dios comenzó a tejerlo en el seno de su madre.


 

No tendría ningún sentido afirmar que una mujer solo es plenamente tal si engendra hijos en la carne, ni mucho menos que el empoderamiento del Espíritu pasa por ahí para las mujeres: lo dice con fuerza la realidad que nos rodea.

 

Sin embargo, en las últimas décadas, el pensamiento de las mujeres que, por fin, han exigido liberar la definición de lo femenino, tan querida por todo patriarcado, de la maternidad entendida como único destino, lo ha teorizado con igual fuerza.

 

Tampoco significa afirmar que el misterio de la transmisión de la vida pertenezca exclusivamente a las mujeres, porque sabemos bien que no puede encerrarse solo en lo que ocurre en el cuerpo de las mujeres.

 

No debe sorprender, sin embargo, que Zacarías y José queden totalmente fuera del relato de la visita de María a Isabel. Porque solo a las mujeres les corresponde compartir la conciencia de lo que ocurre a través de ellas y dentro de ellas.

 

Y ese es un compartir que se convierte en Evangelio, en Buena Nueva, en el abrazo entre la que representa al pueblo de la promesa y la que dará a luz al Hijo del Altísimo, y cuando dan voz al tiempo de la espera como tiempo de esperanza.


 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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