martes, 3 de junio de 2025

El Maestro es el corazón.

El Maestro es el corazón

En aquel tiempo, Jesús dijo: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido en tu bondad. Te alabo, Padre, porque has revelado estas cosas a los pequeños». 

El Evangelio recoge uno de esos impulsos repentinos que llenaban de asombro las palabras de Jesús: los pequeños, los niños, las mujeres, los pobres lo entienden enseguida. En toda la Biblia, la economía de la pequeñez sale directamente del corazón de Dios y atraviesa como una línea divisoria nuestra historia: Dios apuesta por aquellos por quienes el mundo no apuesta. 

Y Jesús se alegra de ello. A pesar del mal momento: Juan el Bautista ha sido arrestado, los líderes religiosos y políticos lo persiguen, los pueblos alrededor del lago, tras la primera oleada de entusiasmo, se han alejado. Y he aquí que, en ese ambiente de derrota, Jesús, en lugar de deprimirse, se maravilla, se encanta de Dios: una maravilla. 

Venid a mí todos los que estáis cansados y oprimidos, y yo os daré descanso: sus manos, donde apoyar el cansancio y recuperar el aliento del valor. Aprended de mí... Ir a Jesús es ir a la escuela de la vida. Este hombre sin poderes pero majestuoso, libre como el viento, que nadie ha podido comprar ni esclavizar y fuente de vidas libres, enseña a vivir bien. 

Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón... El maestro es el corazón. ¡Id todos a la escuela del corazón! ¡Id todos a aprender el corazón de Dios! Donde está el alfabeto de la vida. Dios mismo no es un concepto, sino el corazón dulce y fuerte de la vida. 

Aprended de mí, de mi manera, delicada, sin violencia y sin arrogancia. Mi yugo es suave y mi carga ligera. Un yugo: ¿qué es más que un objeto de museo de la civilización campesina? ¿Más que el recuerdo de los animales de tiro, símbolo del gran esfuerzo? Es una metáfora que no nos resulta amiga: hemos hecho de todo para quitárnosla de encima, ¡dichosos yugos! Pero Jesús dice: mi yugo, un yugo que sigue siendo suyo, no nos lo echa encima, con lo duro de la vida. El yugo sigue siendo suyo, él sigue unido al mismo madero. 

A mí me dice: «amigo de aventuras, somos dos; no estás solo, clavado al esfuerzo de vivir, de cuidar de alguien; estamos juntos en el mismo surco, en el mismo arado». Alguien decía que somos ángeles con una sola ala y solo podemos volar abrazados. Jesús es mi otra ala, mi «cirineo», unido a mis amores, a mi fatiga, a mis sueños, el verdadero maestro que no impone obligaciones, sino alas. 

Tomad mi yugo, es decir, tomad sobre vosotros la novedad fresca y palpitante, nueva y alternativa del Evangelio, que es oxígeno, que nunca hiere lo que está en el corazón del hombre, que nunca prohíbe lo que da alegría y vida al hombre. 

Y comprenderéis la ley profunda, la corriente cálida que corre bajo todas las páginas del libro de la existencia, las fecunda, las colorea. Y las hace perfumar de Reino y de Vida. 

En la casa del Padre hay muchas moradas. Hay un lugar en el principio de todo, un lugar cálido, familiar, que me pertenece, una casa —no un templo— con su mesa y su banquete, cuyo secreto basta para consolar el corazón: «No se turbe vuestro corazón». Allí vive alguien que no se imagina sin nosotros y nos quiere con Él. 

El amor conoce muchos deberes, pero el primero es estar junto al amado. «El amor es pasión por unirse al amado» -Santo Tomás de Aquino-. Una pasión capaz de atravesar la eternidad. Es Dios mismo quien dice a cada uno de sus hijos: mi corazón solo está en casa junto al tuyo. 

«Señor, ¿cómo llegamos allí?» «Yo soy el camino». La Biblia está llena de caminos, de vías, de senderos, llena de futuro y de esperanza: ante el hombre no hay un no-camino, sino un abanico de caminos. Jesús lo especifica: el camino soy yo. 

No hay, pues, un camino, sino una persona a seguir: seguir sus huellas, imitar sus gestos, preferir a las personas que Él prefería, oponerse a lo que Él se oponía, renovar sus opciones. 

Su camino conduce a una nueva forma de custodiar el mundo, la historia, la creación… y el corazón. «Yo soy la verdad». El cristianismo no es una doctrina o un sistema de pensamiento, sino una persona y su movimiento amoroso, gratuito libre entre las cosas. 

La verdad es lo que arde. Las manos y los gestos de Jesús que arden en una vida inseparable del amor, que antepone al hombre al sábado, a la persona a la verdad, que hace la verdad con amor: la verdad sin amor es una enfermedad de la historia, una enfermedad de la vida que nos enferma a todos de intolerancia. 

«Yo soy la vida». Yo soy la fuente, el camino y la meta de la vida. Palabras enormes, que ninguna explicación puede agotar o encerrar. Palabras ante las que siento vértigo: el misterio del hombre solo se explica con el misterio de Dios. Mi vida solo se entiende con la vida de Jesús. 

En mi existencia hay una ecuación: más Dios equivale a más yo; si Dios no es, yo no soy. Cuanto más entra el Evangelio en mi vida, más vivo. Hasta afirmar como Pablo: para mí, vivir es Cristo. 

La vida es todo lo que podemos poner bajo este nombre: futuro, amor, hogar, pan, fiesta, descanso, deseo, ... Por eso lo espiritual y lo real coinciden, la fe y la vida, lo sagrado y la realidad tienen la misma fuente: el abismo de un corazón. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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