María de Nazaret, la que ha creyó en el
Amor: una partitura en tres movimientos
Es una propuesta de ejercicio o de retiro espiritual para tres días. Es el fruto de una contemplación del Inmaculado Corazón de María.
«Con el corazón se cree» (Rom 10,9).
El corazón es la puerta de los dioses. Al igual que en el misterio de Dios, también en el misterio de una persona solo se entra por la puerta del corazón.
«Creer en el amor» implica, por tanto, una duplicación del corazón (en el verbo y en el objeto). Este gran corazón lo intentaremos encontrar en María de Nazaret. Y reconforta en esto Soren Kierkegaard, cuando escribe: «La fe está en la pasión infinita por lo que existe». La fe, la esperanza y la caridad son expresiones apasionadas o no son nada.
«María de Nazaret, la que creyó en el Amor». El título retoma la primera carta de Juan 4,16: «Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene».
«Hemos creído en el amor»: síntesis del cristianismo, no se cree en otra cosa. No en la omnipotencia de Dios, ni en la eternidad, ni en la fidelidad, ni en su sabiduría infinita.
Donde se pone en juego la fe es en si Dios tiene amor o no. En esto jugaba su vida Israel en el desierto: «¿Es Dios para nosotros, sí o no?» (Ex 17,7). El amor es la refundación de la fe.
Pero ¿qué significa creer? En el Antiguo Testamento,
la fe se expresa con una raíz hebrea «mn» (de la que proviene «amen»)
que tiene tres significados:
- Adquirir
estabilidad, no vacilar.
- Confiar
incondicionalmente en alguien.
- Dar
crédito a un mensaje y/o a quien lo transmite.
- fundarse y
- confiar en el
amor.
- Fundarse en
el amor:
como
la casa sobre la roca, como el ancla que se aferra y se mantiene.
Fundarse en el amor significa actuar apostando por el amor como futuro del mundo, como la fuerza histórica más poderosa. El amor es el futuro de la tierra. Es la estabilidad. Es el sentido del tiempo: yo vivo porque amo. Es el sentido capaz de desafiar la eternidad: nada nos separará jamás del amor de Cristo (Rom 8,35). Nada, jamás.
«Hemos creído en el amor», no en la economía, en los números, en los medios, en la fuerza de la inteligencia.
Confiar en el amor: creer en sus mensajes, cuando grita y cuando susurra; confiar en que el amor no traiciona, no falla, no abandona. Es más fuerte que El amor no es creíble, es otra cosa: es fiable. Y Dios es creíble porque es fiable, porque es fiel.
Fiel a su palabra dada. Muchos hombres lo son, es una pequeña revelación. Dios es fiel al amor, fiel al bien. La fe se declina como fidelidad al amor. Que no es creíble, es ciega; ilógica, como la cruz; una locura divina. El amor tiene razones que la razón no conoce. Pero el amor es confiable. Yo confío y me entrego solo a quien sé que me ama. En su amor pongo mi confianza, en su palabra doy mi palabra.
Así hace Jesús, que envía a los suyos de dos en dos sin alforja, sin dinero, sin pan; les dice: Viviréis confiando en el amor de los demás, viviréis de lo que los demás os den. Confiad en el amor. Y los envía sin cosas, pero no sin un amigo: un bastón para apoyar el cansancio, un amigo para apoyar el corazón, el amor de los demás para apoyar la vida. Y volverán bendiciendo a Dios.
Toda historia de amor pone al descubierto la naturaleza de nuestra alma. Así es para María: la fe puesta al descubierto por su historia de amor.
En tres relatos del Evangelio -la Anunciación, las bodas de Caná y el Calvario- no trataré de extraer ideas, sino fragmentos de vida. Un alfabeto de la vida ejemplar para el creyente.
1.- Anunciación: un anticipo de fe
Con el movimiento típico de una cámara, el relato parte del infinito del cielo y luego el campo se va reduciendo progresivamente, como en un largo zoom, hasta enfocar un solo detalle: una casa y, dentro, una joven.
«Y el ángel entró en su casa» (Lc 1,28).
La primera imagen evangélica de María es la de una joven «en su casa». La casa para la joven es como la celda para el monje: un reflejo del corazón, un círculo de interioridad, la puerta cerrada para la oración (Mt 6,6). Lo más bello del amor se vive de corazón a corazón, en secreto, no tolera testigos.
Sin embargo, el primer episodio de la vida de María, mencionado en el Evangelio, es su matrimonio con José. La joven de Nazaret es, dice Lucas, virgen y esposa (cf. Lc 1,27): ya ha dado su primer sí; y no a Dios, sino al amor de un hombre. Ha conocido el amor. Ya ha trazado su futuro, confiando en el amor.
- Ha creído en un amor de mujer
De María sabemos dos cosas: tiene un amor y un hogar. Podemos prescindir de muchas cosas. Podemos ser pobres de todo, pero para vivir necesitamos amor, es más, «necesito mucho amor para vivir bien» -Jacques Maritain-.
Pobre de todo, Dios no quiso que María fuera pobre de amor.
Solo cuando entró en la dinámica del amor, su vida se llenó y se hizo real. Cada llamada al amor es, de hecho, una invitación a la vida, decretada por el cielo.
El amor interpela el porqué de la existencia. Christos Yannaras escribe:
«Si
te has enamorado alguna vez, ya sabes distinguir la vida de lo que es un
soporte biológico, la vida de la supervivencia.
Sabes
que la supervivencia significa vida sin sentido ni sensibilidad, una muerte
lenta; comes pan y no te mantienes en pie, bebes agua y no sacias tu sed, tocas
las cosas y no las sientes, hueles la flor y su perfume no llega a tu alma.
Pero
si el amado está a tu lado, todo resurge. Y la vida te inunda con tal fuerza
que consideras que el vaso de barro de tu [vida] es incapaz de sostenerla. Esta
plenitud de vida es el amor...
Y es el único anticipo del Reino, la única superación real de la muerte. Porque solo si sales de ti mismo, aunque sea por los hermosos ojos de una gitana, sabes lo que le pides a Dios y por qué corres tras él».
Al salir de sí misma, María puede ser seducida por Dios. El amor no es una experiencia exclusivamente humana. Si hay algo en la tierra que abre el camino a la trascendencia, eso es el amor.
María está abierta a la trascendencia precisamente
porque es prometida, porque ya ha entrado en las cosas del amor. Precisamente
porque está enamorada, María puede percibir el mensaje de lo Absoluto. Porque
está absorta en cortar una gran rebanada de poesía y verdad en el pan caliente
de los días.
- Confía en el
amor hasta el punto de esperar lo imposible
El centro del diálogo entre el ángel y María está encerrado en dos frases especulares y complementarias, como entre las dos orillas de un río, dos paréntesis que encierran y dan unidad al diálogo, técnicamente una inclusión: «¿Cómo es posible? No conozco varón». «Nada es imposible para Dios» (Lc 1,34.37).
María cree en la posibilidad de lo imposible. Su pasión por lo existente se completa con la pasión por lo posible. Es posible que Dios se haga carne, que un ángel hable, que Isabel engendre un hijo, que la sombra del Altísimo cubra a una joven de Galilea, como la tienda en el desierto, y la haga madre.
Es posible que un día la mujer adúltera no sea lapidada, sino perdonada; es posible que Lázaro salga al tercer día de la tumba con las vendas empapadas de las lágrimas de Jesús; es posible que el hijo pródigo sea recibido con una fiesta; es posible que Pablo, el acérrimo enemigo de los cristianos, se convierta en el mayor propagador de la nueva fe; es posible lo imposible, poner la otra mejilla, perdonar 70 veces 7, amar a los enemigos, morir de amor, resucitar. Es posible encontrar la gracia en este mundo de desgracias. Es posible renacer.
La fe de María se expresa como una exploración de las fronteras de lo posible, siguiendo los pasos de un amor omnipotente.
- Ella
cree en el amor de una madre
«No temas, María» (Lc 1,30), dice el ángel, la kenosis de Dios: si Dios no toma los caminos de la evidencia, de la eficiencia, de la grandeza. No temas si el Altísimo se esconde en una perla de sangre y luz; si el Infinito se abrevia en un pequeño embrión humano. No temas los nuevos caminos de Dios tan alejados de la escena, de las luces, de las emociones solemnes del templo. Dios viene con esa apariencia de pobreza y sencillez y sin alboroto que tienen las cosas más necesarias: el aire, el agua, la luz.
No temas a este Dios niño, que vivirá solo si tú lo quieres; que, como todo niño, vivirá solo si su madre lo ama. María, Dios vivirá por tu amor. En el amor no hay temor (1Jn 4,18). María cree en un Dios que a su vez confía en el amor de una mujer. Cree en un Dios que cree en las madres. Un proverbio judío dice: «Como Dios no podía estar en todas partes, creó a las madres».
María creyó en un amor que da vida, «que expulsa el temor» (1Jn 4,18). El ángel repite aún a cada uno: Dios vivirá hoy en el mundo por tu amor. Depende de ti ayudar a Dios a estar vivo hoy, a encarnarse en estas calles, a defender un espacio suyo -Etty Hillesum-.
- Cree en el amor gratuito e inmerecido
«Alégrate María». Alegría es la primera palabra: sé alegre, sé feliz, María.
El Evangelio es una Buena Noticia, algo precede a tu respuesta. El ángel no dice: haz esto o aquello, escucha, reza, lee, estudia, predica, cura … Simplemente: alégrate.
Una invitación inmerecida a la alegría abre el cristianismo, prepara el primer acto de fe cristiana, repite que creer en Dios es y sigue siendo la primera palabra de felicidad para la humanidad, que hay una felicidad en creer, un «placer» en creer.
El motivo de la alegría se expresa con las palabras siguientes: «llena de gracia». María conoce las Escrituras, esa palabra nunca ha resonado antes. Se trata de una palabra inédita, única, ausente de los Libros Sagrados. Por eso María se turba y busca su significado en la memoria y en la fe.
Esta palabra, que ha hecho correr ríos de tinta, deriva del verbo griego que indica el inclinarse amoroso, la venida de Dios que trae plenitud. El ángel narra la aproximación de Dios con un verbo en pasivo. Es más, con un participio pasado pasivo.
Participio pasado: indica una acción ya ocurrida, que te concierne, es tu historia, pero no proviene de ti, sino de otra persona, y precede a todas tus respuestas. Donación inmotivada y gratuita.
El pasado perfecto indica además una acción que perdura y continúa en el presente. Y se adentra en el futuro.
Participio pasivo: la traducción exacta es «llena de gracia». «Llena» por alguien de algo que no te pertenece. Y no «llena» como si fuera una condición tuya, una cualidad innata.
El ángel habla del amor donado y, por tanto, del amor pasivo por parte de María, y dice: «Eres amada tiernamente, gratuitamente, para siempre». El nombre de María es «amada para siempre». Y su función en la Iglesia es recordar en su propio nombre este amor que trae alegría.
En el principio, una donación. Creer en esto. En la importancia del amor pasivo, en la primacía de dejarse amar, que está cargada de revelación, porque es Dios mismo quien se expresa en ti, quien habla con palabras que tocan el corazón, que tocan las profundidades de la vida y generan crecimiento, incremento de lo humano.
María cree en la fuerza del amor pasivo, anticipando así la experiencia de Juan, el discípulo amado (Pedro es, en cambio, el discípulo que ama), el amado que apoyará la cabeza en el pecho de Jesús, que llegará el primero al sepulcro vacío, es decir, a creer en la resurrección, que tiene la definición más deslumbrante de Dios: Dios es amor.
La Iglesia oriental llama a Juan «el teólogo». El amor es teología, revelación, conocimiento de Dios. Dios se revela a sí mismo amando. Teólogo es solo aquel que se deja amar.
Afirma Guillermo de Saint Tierry: ‘amor ipse intellectus’. El amor es en sí mismo inteligencia. El amor sabe. Amar significa conocer y comprender. O, según un dicho medieval citado a menudo por Fray David Montagna: los justos caminan, los sabios corren, ¡solo los enamorados vuelan! Llegan más lejos, llegan más rápido, comprenden más. ¡Van más a fondo!
El centro de la fe es una experiencia de entrega. Como
afirma Juan (1Jn 4,19): «En esto consiste la fe: no somos nosotros los
que hemos amado, sino Dios el que nos ha amado primero». La fe no es
una adhesión mental, sino la experiencia de una entrega que me ha precedido.
Una experiencia grata de un amor pasivo. A Dios no se le merece, se le acoge.
Hay muchos otros aspectos de esta confianza en el
amor. Solo los menciono:
- cree en el
amor leal de Dios por Israel (el nombre Jesús significa, de hecho,
«Dios salva»: «Él salvará a su pueblo» (Mt
1,21);
- cree en el
amor para siempre («su reino no tendrá fin» (Lc
1,3));
- pero,
sobre todo, ama la Palabra de Dios más que los resultados de la Palabra.
Ama la Palabra más aún que su realización, como los profetas. Ama la Palabra
de Dios más que la respuesta de los hombres.
- Cree en Jesús, lo ama incluso antes de verlo. Su anticipo de fe, en la gratuidad total, hace avanzar el Reino.
2.- Caná: la casa del amor
En esa casa donde el amor joven, donde la vida celebra su fiesta, María está presente, acto de fe en el amor humano, pasión por lo existente. Pero no hay dos amores, hay un solo amor, que mueve el sol y las demás estrellas, que mueve a Adán hacia Eva, a Dios hacia el hombre.
San Tomás de Aquino define así el amor: «El amor es la pasión de unirse a lo amado». Todo en el cosmos es atracción, fuerza de cohesión, pasión por unirse, desde lo infinitamente pequeño hasta lo infinitamente grande, desde los átomos hasta las galaxias, desde la fuerza de la gravedad hasta la Trinidad misma. El cosmos tiene la forma del amor. En el principio de todo lo que vive hay un vínculo.
- Cree en el amor humano como bendición divina
María está en Caná para participar de nuevo en la primera bendición de Dios, la madre de todas las bendiciones («Dios los bendijo y les dijo: creced y multiplicaos» – Génesis 1,28). Esto es lo que significa bendecir: invocar, evocar una energía que desciende de Dios, hace crecer la vida y la multiplica. Es la bendición original, más original aún que el pecado original. En la creación, es el bien que es más antiguo, más profundo, más original, anterior al mal. Dios bendice con amor. El amor es la bendición de la existencia.
En Caná se cree esto: que la presencia de
Dios se puede encontrar en todas las experiencias humanas, empezando por las
del deseo y la intimidad. Así es la fe: tensión entre un Dios que
siempre está más allá y el Dios que tiene que ver con mi vida, y decreta y
bendice el amor. Pasión por lo que existe y pasión por el misterio.
- Cree en un amor que cuida
«Dijo a los sirvientes: Haced lo que os diga» (Jn 2,5). Cuando falta el vino, simbólicamente falta el amor, termina la fiesta de la vida. María se da cuenta primero, porque conoce el amor mejor que nadie, porque ha experimentado su gran polifonía, porque los enamorados vuelan. Y el amor es atención.
Y así se preocupa. Expresando además la fe en un Hijo que se tomará en serio la situación, cree en un Dios que se preocupa por el amor.
Esta fe anticipa la fe de todos los discípulos que vieron la señal que había hecho y creyeron en Él.
«Haced lo que Él os diga»: haced su palabra, es decir, actuad, comprometeos, realizad esa Palabra que no ha terminado, que sigue llenando las jarras vacías de la vida, llenando de valor los hogares.
Hacer el Evangelio es el camino para reintroducir el
amor en el mundo y en la casa, incluso cuando parece imposible, ese amor que se
extiende sobre el hijo que ha fallado, sobre el cónyuge que ha engañado, sobre
el anciano que ha perdido la razón, sobre el familiar enfermo; amor que ama
primero, ama a pesar de todo, ama sin esperar nada a cambio, amor del
Evangelio.
- Cree en la polifonía del amor
La metáfora de Dios siempre se ha conjugado con la metáfora del amor. Y no en el sentido consolador de un Dios que ama a los hombres y de hombres que aman a Dios, sino en el sentido de que sin un rayo de trascendencia, el amor pierde su fuerza y su capacidad de leer el mundo.
Escribe Dietrich Bonhoeffer:
«El riesgo implícito en todo gran amor (religioso) es perder la polifonía de la existencia. Quiero decir que Dios y su eternidad exigen ser amados desde lo más profundo del corazón, sin que por ello se vea dañado o debilitado el amor terrenal, algo así como un canto fijo en relación con el cual las demás voces de la vida forman el contrapunto».
María nos enseña a no perder la polifonía de la existencia y de los afectos. Dios no cubre todas las gamas de ondas de nuestro corazón. El amor de Dios no responde a todas las longitudes de onda del corazón del hombre, no pretende ser su único y celoso desahogo.
«Amarás a Dios con todo tu corazón» no significa que amarás solo a Dios, reservándole todas tus energías afectivas, sino que lo amarás sin medias tintas, con totalidad. Pero del mismo modo amarás también a tu amigo con todo tu corazón, y a tu esposa, y a tu madre, y a tus hijos. Pero no solo a ellos. Totalidad no significa exclusividad. Tú, esposa, amarás con todo tu corazón a tu marido, a tus hijos, a tu prójimo. Y con todo tu corazón amarás también a Dios.
El Señor dice: «No tendrás otros dioses delante de mí» (Dt 5,7). No dice: no tendrás otro amor fuera del mío. El corazón es polifonía de afectos. Hay un riesgo en todo gran amor: el de perder, en nombre de un amor totalizador, la polifonía del corazón.
Esta polifonía no proviene de realidades disminuidas, sino de realidades completas: el amor es hijo de la suma, no de la resta.
Continúa Dietrich Bonhoeffer:
«El amor conyugal, el amor fraternal, el amor filial son algunos de estos temas contrapuntísticos, totalmente autónomos y, sin embargo, vinculados al canto fijo del amor de Dios. ¿Acaso no está en la Biblia el Cantar de los Cantares? No podríamos imaginar un amor más cálido, más fuerte, más sensual, más incandescente. Y es importante que se encuentre en la Biblia para desmentir a todos aquellos que ven el cristianismo como moderación. Cuando el canto fijo es claro y distinto, el contrapunto puede desplegar toda su energía. Cuando se está dentro de esta polifonía, la vida es completa y se sabe que nada malo puede sucedernos mientras se mantenga el canto fijo. Así, muchas cosas serán más fáciles de soportar en los días vividos juntos, pero también después, en los días de la separación. No temas: confía en el canto fijo».
En otras palabras: confía en el amor.
El Evangelio está en los hogares precisamente para bendecir esta polifonía del corazón que es la plenitud de la vida. María es la mujer de corazón completo, de vida completa.
- Cree en el amor como primer lugar de evangelización
Las bodas siempre han sido en la Escritura un símbolo de la relación con Dios. El amor entre el hombre y la mujer prefigura la relación de amor con Dios.
El amor joven puede ser también hoy un lugar privilegiado de evangelización, de apostolado. La tarea principal del creyente no se reduce a regular las desviaciones de muchos en este campo, sino que consiste en evangelizar, en hacer sentir que no estamos solos, huérfanos en un mundo oscuro y sin esperanza, que el amor es el sentido y que, para nuestros hermanos que aman, la dulce carne de los demás es parte de la salvación.
Acercar a los jóvenes que viven situaciones amorosas o sexuales irregulares, acercarlos con el lenguaje de la prohibición, del juicio, de la norma, es absurdo y tal vez incluso criminal; significa alejarlos durante mucho tiempo de la Iglesia.
Debemos hacerles sentir la eternidad que se anuncia en la inocencia y en la dulzura de vivir el amor, sin dramatizar lo que son desviaciones momentáneas. El amor verdadero, cuando es adolescente, abierto al misterio y al encuentro, puede constituir un momento precioso para la evangelización.
A menudo, el amor es una experiencia mística en estado salvaje, la única experiencia «sagrada» para la mayoría de nuestros contemporáneos, que permite salir de uno mismo y sentir que no se puede vivir sin misterio.
En esta experiencia, muchos hombres y mujeres se abren
a la trascendencia, son verdaderos místicos, en el deseo apasionado de que el
otro exista más allá de la muerte, de que el amor sea tan fuerte como la
muerte. El amor, guardián de las preguntas últimas.
Y a partir de esta experiencia mística primitiva, Dios puede ser visto como la fuente de los encuentros, como la fuerza de atracción del cosmos, como la conexión de las vidas y su dirección, como la victoria de la comunión sobre el proyecto del divisor. (Por ejemplo: el infierno y el paraíso los entienden quienes aman...).
Debemos comprender y hacer comprender que hay en el amor una sacramentalidad, que es signo eficaz de Dios, que encarna a Dios en la tierra, que es decreto de Dios.
Entonces podríamos comprender el sacramento del matrimonio que abre, reconoce, bendice y eleva el misterio ya intuido en todo amor auténtico. Podríamos revertir el conflicto entre la ética de la Iglesia y la de la cultura contemporánea en el ámbito de la sexualidad, en un lugar y una ocasión de evangelización.
Entonces, en la gloria de los cuerpos, vivida como amor, hay una experiencia de resurrección, porque el amor humano tiene algo que ver con Dios. Lo garantiza San Pablo a los Efesios cuando une sin discontinuidad el misterio del amor humano al misterio de Cristo y de la Iglesia: «y esto es un solo gran misterio». No hay dos amores.
La relación hombre-mujer se inscribe en las inmensas relaciones del hombre y la tierra, de Dios y la humanidad. El amor, guardián de las preguntas últimas.
3.- A los pies de la cruz
La Biblia es un libro que sangra, como la
vida. En este relato, María es la mujer fuerte y valiente que no ha rebajado el
precio del sufrimiento, involucrada en la kenosis del Verbo.
Todo se basa en la fe en ese Hijo que muere. Allí, el amor está escribiendo su historia con el alfabeto de las heridas. El único que no miente.
El cuerpo en la cruz es el lugar donde se
dice el corazón.
- Cree en el amor como maternidad, herida y nunca rendida
Cuando todo muere, cuando todo se vuelve negro en el Gólgota, Jesús pronuncia palabras de vida: «He aquí tu madre», «He aquí tu hijo». Palabras que dicen generación y afecto, y vida que vuelve a fluir. Es el signo de la esperanza de Jesús: desesperado es aquel que ve ya el triunfo de la muerte. Jesús no, Él ve otra cosa, ve a una madre y a un hijo, ruega a un hombre y a una mujer que vuelvan a unir el hilo roto de la vida. La muerte no vencerá, no para siempre.
En el dolor nos aferramos a Dios. En el Calvario es Dios quien se aferra a nosotros, a lo más fuerte —instinto, energía, potencia— que existe en la tierra: la relación madre-hijo. Para reconstruir desde allí un camino que no se pierda. Al principio se establece de nuevo un vínculo.
María, de objeto de dolor, de la que sufre la tragedia, es llamada a convertirse en sujeto del dolor, a pasar de un dolor solo sufrido a un sufrimiento vivido activamente, a tomar posición, a retomar las riendas de la vida.
«Mujer, ahí tienes a tu hijo», un hijo muere, pero se te da un hijo. Tu vocación es, desde siempre y para siempre, una sola: ser madre. Tu vocación debe prevalecer sobre tu dolor. Tus amores valen más que tu vida. Aquí tienes un hijo, vuelve a ser madre: el amor cuenta más que el dolor. El dolor de la agonía y el dolor del parto se entrelazan. Los únicos dolores que tienen sentido son los del parto. Invitada a creer en el amor, el amor de madre, María vive su verdadera Pascua: la maternidad herida y resucitada. Amor herido y multiplicado.
Cuando Jesús dice: «He aquí tu hijo, he aquí tu madre», se dirige a toda la Iglesia y también a mí, y me señala a todos los que caminan a mi lado en la existencia, a todos los que algún día me han ayudado.
Hijo y madre de toda criatura: este es el
hombre de Dios.
Hijo y madre de toda vida: este es cada
uno de los que pertenecen a Jesucristo.
En el fondo, la única herejía es la indiferencia.
La vocación del creyente es la misma que la de Santa María, la maternidad: custodiar, proteger, cuidar, amar. Todo creyente tiene una tarea suprema: custodiar vidas con nuestra vida. Sobre todo las vidas débiles.
María, que ya no es madre porque su hijo está muriendo, vuelve a ser madre: madre de maternidad herida, un hijo muere; de maternidad sanada: «He aquí tu hijo»; de maternidad multiplicada: todos somos hijos suyos. Ahí está: obstinada en el amor, hermosa arrogancia del amor de madre levantada contra la muerte.
El amor es la eliminación de la muerte (a-mors). El amor se opone a la muerte. En el Calvario, un inicio de amor elimina la muerte del lugar, es presagio de resurrección. Porque solo si sales de ti mismo, se produce la superación real de la muerte. Sin un tú amado, la supervivencia es una muerte lenta. No amar es morir lentamente. Quien no ama, dice Juan (1 Jn 3,14), permanece en la muerte. Quien ama, pasa de la muerte a la vida.
- María cree en el amor como acogida
«Y desde ese momento, el discípulo la acogió en su casa». La casa: donde acoger a quien ha perdido parte de sí mismo, ofreciéndole la atención del corazón, como a un hijo cansado al que no se busca tanto hacer el bien, sino quererlo. Escuchándolo. Estando a su lado. La casa, lo contrario del encuentro ocasional o casual, dice estabilidad, relación que continúa. Futuro.
María es entregada al discípulo y el discípulo es entregado a María. Una reciprocidad de acogida es la primera actitud que Jesús pide a la Iglesia naciente, su último mandato.
María acogió el anuncio del Ángel, acogió al Verbo en su seno; acoge en su corazón los acontecimientos y las palabras; acoge a Juan como hijo. El principio mariológico dice que el criterio de la acogida entra en la estructura misma de la experiencia cristiana.
En el plano antropológico, interpretar la
religiosidad bajo la categoría de la acogida tiene graves consecuencias. Si la
comunidad mesiánica surge de una doble acogida, la de María y la de Juan, no
puede existir la Iglesia de Cristo sin el criterio determinante y discriminante
de la acogida.
La Iglesia es acogida o no es.
La lógica íntima de la acogida se opone a la lógica de la escena pública que hay que conquistar. Acoger y custodiar deberían determinar la fisonomía de la Iglesia, articular su disciplina, plasmar su lenguaje. De ello se deriva una Iglesia que sabe acompañar a todos, y en esto reside su gracia para el mundo.
La acogida habla del camino descendente de Dios.
El Padre ralentiza su paso al ritmo del nuestro,
empolva sus pies en nuestras calles, acorta su paso a la medida del nuestro, en
el polvo de nuestros caminos. La fe nos asegura que es Dios quien desciende.
Creer en el amor significa acoger. A Dios no se le merece, se le acoge. En su
éxodo eterno.
- María cree en el amor más grande
En todo el Evangelio, amar se traduce siempre con otro verbo: dar. Dios amó tanto al mundo que dio a su Hijo (Jn 3,16). No hay amor más grande que dar la vida (Jn 15, 13). Y quien haya dado aun solo un vaso de agua fresca... El amor es cuerpo dado. Un hecho de manos, no de emociones.
La grandeza del amor es dar la vida, la
crucifixión. El amor más grande es el olvido de la medida (hasta el
extremo).
Creer en el amor más grande, que es cuerpo
entregado, significa que:
- El amor es debilidad.
El amor no protege, expone. Quien ama se vuelve débil hacia la persona amada, de hecho, el amor todo lo puede excepto obligar a amar, coaccionar o hacer violencia. Quien ama es débil y mendiga el consentimiento: «Yo estoy a la puerta y llamo, y si alguno abre, entraré». Esta es la debilidad de Dios. El amor te pone a merced de quien amas, dependes de su respuesta. Dios a merced del hombre. De esa puerta cerrada. El hombre puede decirle no a Dios, pero Dios no puede decirle no al hombre. Esta es su debilidad. El hombre es libre, puede incluso burlarse del amor, por lo que Dios es débil frente a la libertad del hombre. El amor es fuerza frente al resto del mundo, pero el amor es debilidad frente al amado. El amor, en todas sus acepciones, arma y desarma. Es muy fuerte y débil.
- El amor es pobreza.
El amor quiere medios pobres, para que prime el corazón. Y el medio más escandalosamente pobre que ha elegido el amor ha sido el sufrimiento. Ha elegido el dolor, el más pobre de todos los medios posibles.
El medio más locamente pobre es la Cruz, ¡locura para la inteligencia! Pero el amor, dice Platón, es precisamente locura divina.
A Dios no se le ama porque es omnipotente, sino porque es amor crucificado. Dios viene en nuestro auxilio, pero no con su omnipotencia, sino con su impotencia (Dietrich Bonhoeffer). No nos salva de la muerte, sino en la muerte. No nos protege del sufrimiento, sino en el sufrimiento.
Dios no se sitúa entre la salud y la enfermedad, sino entre la desesperación y la confianza. El país de Dios no son las células del organismo que hay que curar, sino las fibras del miedo, donde se esconde lo que los salmos llaman «la bestia del cañaveral» (cf. Sal 74,13). Dios está en el reflejo más profundo de las lágrimas. Se convierte en dique contra la desesperación. Siempre recuerdo lo que decía aquel creyente:
«Nunca le he pedido a Dios que me cure del cáncer, nunca. ¿Por qué iba a curarme a mí y no a la madre de familia que muere joven y deja dos hijos pequeños? ¿Por qué tengo que rezar para que la bomba no caiga sobre mi casa, sino sobre la del vecino? No pido la curación, sino que me dé fuerzas para afrontar la enfermedad».
- El amor es dependencia.
Amar significa depender, quien ama dice: te amo, te seguiría hasta el fin del mundo, si cambias de ciudad, yo también cambio, quiero depender de ti. Esto también es cierto para Dios. Dios no solo es amor, sino que Dios es exclusivamente amor. Si Dios no es más que amor, es el más dependiente de los seres, es una dependencia infinita. El padre del hijo pródigo depende de su hijo, si vuelve habrá fiesta, si no vuelve habrá amargura.
El profeta Sofonías grita una palabra maravillosa (II domingo de Adviento, año C): «Dios se regocijará por ti y gritará: ¡tú me haces feliz!». Este Dios que baila de alegría a mi alrededor y no dice, sino que grita: «Tú me haces feliz», afirma que su felicidad depende de mí, que ha puesto su alegría en nuestras manos.
Hay dos tipos de dependencia: ¿es el niño el que
depende de la madre o es la madre la que depende del niño? En el plano de la
vida concreta, biológica, es el niño el que depende de la madre para
sobrevivir, pero en el plano del amor es la madre la que depende del niño y
dice: si tú estás bien, yo estoy bien; si tú estás mal, yo estoy mal. Tú eres
mi vida. Tú vienes antes que yo. Dios es exclusivamente amor y, por lo tanto,
es el más dependiente de los seres, depende del amor.
- El amor es humildad.
Humilde no porque sea necesitado, sino en el sentido de que el amor verdadero solo puede mirar al otro desde abajo hacia arriba. Jesús, cuando lava los pies a los apóstoles, los mira desde abajo hacia arriba. Nosotros buscamos a Dios más allá del cielo, mientras Él nos lava los pies en el gesto de servicio de una hermana o de un desconocido. El lavatorio de los pies es la revelación del lugar de Dios. Dios no puede sino ponerse abajo, de lo contrario no podríamos decir que Dios es amor.
Entonces, la humildad de Dios es la profundidad misma de Dios. ¿Se necesita un amor más fuerte para ponerse de manifiesto o para esconderse a los pies del objeto de su amor? Dios es ciertamente más grande que nosotros, pero es más grande que nosotros en amor y, por lo tanto, más grande en humildad. Cuando quiso manifestarse, Dios se humilló, se escondió aún más, asumiendo la forma humilde de un siervo... La humildad se traduce en servicio.
- El amor es impotencia.
El amor es el desarme perfecto en la entrega de uno mismo.
Se dice que «Dios puede todo», pero esta frase no es cierta. No, Dios no puede todo, Dios solo puede lo que el amor puede. No puede odiar ni despreciar, no puede destruir, no puede amar la muerte, la injusticia o el pecado. Dios no puede todo, solo puede lo que el amor puede. Pero esto da lugar a la mayor gratitud. Un omnipotente que ama hace cualquier cosa. Dios no es el Omnipotente que ama, sino un Amor omnipotente, que se crucifica por amor. Un Amor omnipotente es incapaz de destruir nada, pero es capaz de llegar hasta la muerte. Amor desarmado. Amor omnipotente, que nada detiene, que nadie separará jamás del amado, que llega hasta el extremo, que ningún obstáculo detiene.
La omnipotencia del amor es la muerte. Llegar hasta la muerte. No hay amor más grande que dar la vida por los que se aman. La cruz es el abismo donde Dios se convierte en amante. La omnipotencia del amor es la Cruz, morir por los seres queridos y perdonarlos. La omnipotencia del amor es la muerte. Morir de amor. Así es la Eucaristía, cuerpo entregado y consumido de nuevo.
El amor no conoce otro castigo que ofrecersey darse a sí mismo hasta el extremo.
Toda la fe de los cristianos, el origen y la síntesis de nuestro creer está aquí: «Dios amó primero, Dios es amor omnipotente, su omnipotencia es la Cruz», y con esto lo hemos dicho todo. Y nosotros intentamos creer en este amor. Somos amados amantes, que creemos que el amor es. Fundamento.
María, junto a la cruz, nos guía en esta experiencia de fe en el amor más grande.
Dios no existe para los hombres como algo objetivo que administra la gracia y expresa exigencias. Dios es siempre y solo ese Dios que existe para la existencia individual. He aquí la relación de amor que Santa María conoció. Hasta el extremo.
Conclusión
Nuestra generación está fascinada por los profetas, quizás más aún que por los Apóstoles; tenemos hambre de profetas, de hombres con el corazón en llamas, de hombres seguros de Dios; hambre de palabras autorizadas y auténticas, que crean y hacen ser lo que tiene que ser.
Y probablemente sea justo que así sea, en una época de tragedias siempre inminentes; pero la duda debe plantearse en el corazón de los creyentes: ¿es más importante para la Iglesia de Jesucristo, para el Evangelio, una María obstinada en el amor, creyente gozosa y maestra del asombro, que un Juan Bautista que profetiza fuego y hacha?
La sonrisa de la joven de Nazaret es quizás más constitutiva de la fe que las visiones apocalípticas, los oráculos y la voz atronadora de quienes han marcado la historia de la espera.
La Biblia nos parece llena de hombres de fe firme y poderosa. En María no es su firmeza o su seguridad lo que llama la atención, sino más bien la ligereza de su asombro.
Si se excava bajo sus palabras, no se encuentra tanta firmeza o solidez, sino más bien un sentimiento de asombro perdido, de ingenua interrogación, como de alguien que se queda con la boca abierta mirando una realidad imprevista, inesperada, sorprendente. ¿Qué es lo que sorprende a María?
La alegría de María, tan evidente en el Magnificat, no proviene de su temperamento, sino de una experiencia espiritual. No es María la que está alegre, es su fe, agradecida y asombrada. Fe en un Dios enamorado. Quizás es el Señor quien nos recuerda que la seriedad, la tensión, la urgencia, el riesgo no son nada sin alegría.
La alegría de María hace que la fe sea lo que es: la hospitalidad de un Dios enamorado y fiable. A nosotros, envueltos en gravedad y concentración, María nos recuerda que la fe o es alegre o no es. La verdadera fe, la del Magnificat, serena, ligera, relajada, suave como la de la joven de Nazaret en las montañas de Judá, con el alma danzando.
Ante Dios no hay nada mejor que ser transparente, como el aire ante el sol; ser ligero como el polen en el viento de primavera -Simone Weil-. Ante Dios, para el ser humano no hay nada mejor que ser nada. Una nada a la que Dios ha regalado un corazón.
Es la experiencia de la primera de los creyentes, la creyente gozosa que creyó en la polifonía del corazón y puso su fuerza en el amor desarmado, en la impotencia y la omnipotencia del amor más grande. La pasión por lo existente significa no vivir sin misterio.
Una hermosa imagen de la mística sufí describe la humildad de la sierva de Dios (miró a la humildad...) como un reloj de arena que se vacía con alegría y deja así espacio a la plenitud de Dios.
La alegría de la humilde pobreza nace de una certeza: el reloj de arena sabe que, de repente, una mano lo dará la vuelta. Levantará en alto su corazón de arena. Y verá que esa arena en realidad no mide el tiempo, sino el sentido del tiempo: mide, grano a grano, la historia del amor.
En María encontramos el ‘nexus mysteriorum’ porque Ella es el ‘nexus amantium’. La fe, al esperanza y el amor, y sobre todo el amor, son una oferta de luminosidad, casi un reencantar la vida.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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