El presbítero, un hombre
Me permito una reflexión en el día en que la Iglesia católica celebra la Fiesta de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote. E invito a leerla y a mantenerla abierta. Al menos unos minutos.
Me pregunto si, cuando miramos a los presbíteros, intentamos alguna vez verlos en su dimensión de seres humanos y de hombres. Personas que viven la vida, con las dificultades y contradicciones de cualquier otro ser humano. O si, por el contrario, los colocamos siempre (o casi siempre) en otro plano, en un pedestal, lejos de la realidad de la vida cotidiana.
Mi temor es que, con demasiada frecuencia, la distracción o la costumbre nos dificultan escuchar los momentos de dolor y sufrimiento que acompañan la vida de un presbítero. Estamos acostumbrados a verlo allí, en nuestras Iglesias, los Domingos, o quizá durante la semana si somos de Misa diaria, o en alguna otra ocasión excepcional, pero no tenemos el tiempo ni la atención para preguntarnos cómo será su vida cuando no lo vemos.
Y es precisamente este aspecto particular de su vida el que me gustaría proponer ahora que contempléis conmigo. Es solo un aspecto, que quede claro, pero no por ello menos importante.
Probablemente sea difícil imaginar, para quienes no lo han experimentado, lo que significa no poder contar con el afecto humano, no tener un hombro en el que apoyarse en momentos de cansancio o enfermedad. No tener con quién compartir la alegría de las fiestas.
Volver a casa y encontrar las habitaciones vacías, sin palabras, sin una presencia con la que, aunque sea a veces discutir, al menos poder encontrarse. Meterse en una cama que siempre es demasiado grande, incluso cuando los centímetros dicen que es pequeña, porque está vacía, desprovista del aliento y el calor de otro ser humano.
El presbítero guarda un respetuoso silencio sobre sí mismo y no suele transmitir el peso, quizá incluso el dolor, de su soledad. La necesidad de afecto humano, de una compañera con quien compartir la intimidad. De almas y cuerpos. Una mano que apretar y que pueda apretar la tuya, y caminar juntos por los caminos de la vida.
Parece que no debe haber palabras de consuelo para el presbítero: él debe encontrar palabras de consuelo para los demás. Pero, ¿quién las encuentra para él? Para su corazón, cuando, como hombre entre hombres, sufre los mismos sufrimientos que cualquier otro ser humano «obligado» por la vida a estar solo. Solo.
Un presbítero decía que, cuando salía, dejaba la luz encendida en una habitación de su casa para que, al volver por la noche, tuviera la ilusión de que había alguien esperándolo...
Tantas veces pienso que en la Iglesia, entre los creyentes, muy pocos se escandalizarían si se reconociera a los presbíteros la libertad que la vida reconoce a todo ser humano de poder elegir si formar una familia o no.
La Iglesia católica romana exige a sus presbíteros que vivan en celibato. Es una norma de la Iglesia vigente desde hace muchos años, unos cuantos siglos, como «obligación»: pero, al comienzo, no fue así…, huno presbíteros tanto célibes como casados.
En el plano doctrinal, lo sabemos bien, nada impide que con el tiempo esta norma pueda volver a cambiar. Y sin duda cambiará. En otras Iglesias cristianas, incluso hoy en día, los presbíteros son libres de elegir entre vivir en celibato o formar una familia.
Por otra parte, el propio Jesús eligió a hombres casados entre sus Apóstoles: ¿recordamos a la suegra de Pedro (¡el primer papa, casado!) a quien Jesús cura de la fiebre?
En el Evangelio, Jesús dice que a algunos Dios les ha sido dado el don del celibato «por el Reino de los Cielos». Sin duda, es un gran don de Dios: el mismo Jesús vivió esta condición. Pero no vinculó este don al ministerio ordenado.
Si es
un don de la gracia, ¿no
corremos el riesgo de empobrecerlo convirtiéndolo en una obligación canónica y disciplinar?
Una reflexión escrita ofrece la oportunidad de compartir algunas preguntas. Las he escrito porque creo que nosotros, la Iglesia de Dios, podemos crecer en el diálogo. Es decir, en la posibilidad de expresar y escuchar opiniones diferentes. En el respeto mutuo y en la convicción de que nadie, por sí solo, puede pretender poseer toda la verdad.
Hacernos preguntas y mantenerlas abiertas significa tener el valor de escuchar los pensamientos que el Espíritu quiera sugerirnos.
Si siguiéramos siendo esclavos de reglas rígidas, sobre todo cuando estas no respetan plenamente al ser humano de hoy, sería un signo de miedo, no de valentía.
Y todo ello, reconociendo y confesando que un presbítero es un don de gracia para toda la comunidad. Un don de gracia, sí, y también vulnerable.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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