viernes, 6 de junio de 2025

Misericordia.

Misericordia

En sí misma, indica que el corazón, es decir, la conciencia de una persona se ve afectado y no permanece indiferente ante el dolor, el sufrimiento, el malestar, la pobreza y la desesperación de alguien. 

Esto significa que esta reacción interior no solo se percibe a nivel racional, sino que se da sobre todo en términos emocionales: nuestro estado interior habitual se ve modificado por la percepción del dolor ajeno y, de alguna manera, acabamos sintiendo, aunque sea de forma parcial y reflejada, el mismo dolor que el otro. 

Pero esto es solo la primera parte del movimiento de la misericordia, tanto que hoy preferimos llamarla «empatía». Y, de hecho, se trata de una condición natural que todos podemos activar, porque forma parte de las reacciones generadas por las llamadas neuronas espejo. Por lo tanto, hasta aquí, me refiero a una percepción fundamentalmente instintiva. 

La misericordia propiamente dicha comienza cuando esta percepción es «vista» suficientemente por nuestra conciencia, hasta el punto de activarnos para acudir en ayuda del otro necesitado. 

Y esto, en cambio, no es algo instintivo, porque, en realidad, sabemos que pueden existir mil otras consideraciones internas que nos hacen «ocultar» ese dolor y no nos mueven. 

Obviamente, si este tipo de ocultación se convierte en habitual en nosotros, la «percepción» instintiva del dolor ajeno se debilita y se genera lo que en la espiritualidad bíblica se llama «corazón endurecido», donde ya ni siquiera sentimos la empatía instintiva. 

¿Qué hace posible que esa percepción instintiva se convierta, en cambio, en una decisión libre y consciente de socorrer a quien sufre? 

Un análisis correcto de la espiritualidad nos indica que la misericordia se genera cuando nuestra experiencia personal de haber sufrido ha sido «vista» y socorrida por otra persona, o por Otro, que se ha inclinado sobre nosotros y nos ha hecho percibir que nuestro valor humano no se veía cuestionado por esa experiencia de dolor. 

Y este sentirse amados nos ha permitido atravesar ese dolor y desarrollar, a nuestra vez, la posibilidad de ser misericordiosos. 

Hay que admitir que esta experiencia no es de todos. Es más, la impresión es que, lamentablemente, no son muchas las personas que se han sentido amadas en esa condición. Y tal vez esto explique por qué tenemos la impresión de que la misericordia es algo raro hoy en día. 

Sin embargo, en los creyentes en Jesús han surgido dos extrañas reacciones internas, ambas nacidas cuando su experiencia humana y de fe no ha sido capaz de hacerles sentir amados en el dolor. 

La primera es la de aquellos que han aprendido que el cristiano «debe» ser misericordioso y se esfuerzan por tener actitudes y comportamientos misericordiosos, cuando en realidad su corazón no lo es. 

Esto genera el «buenismo» cristiano, que es la peor contrafigura de la misericordia y tal vez contribuye al descrédito social de la verdadera misericordia, generando un sentido difuso de «malismo», a menudo aceptado como algo bueno. 

La segunda pertenece a quienes, en cambio, se mueven presa del espontaneísmo emocional, aprendido como única estrategia existencial para hacer frente a la carencia de amor, que genera en ellos una misericordia instintiva que nunca tiene estabilidad ni límites, convirtiéndose en un instrumento de compensación para sí mismos, más que en una verdadera actitud de amor hacia el otro, haciendo creer que el amor cristiano nace y crece por sí solo, sin un cultivo consciente por parte del hombre. 

Solo una experiencia sana y profunda de sentirse amado por Dios, también a través del amor de alguien, puede permitir la recuperación de una misericordia verdadera, sana y activa. 

La vida cotidiana nos reserva ocasiones formidables de gracia para intentar recuperar esta experiencia fundante del amor misericordioso de Dios y empujarnos a percibir la belleza de una misericordia auténtica y no «debida» ni «instintiva». 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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