sábado, 21 de junio de 2025

Hacer misericordia.

Hacer misericordia

El pasaje evangélico del Buen Samaritano nos advierte que no pensemos que la misericordia es solo un sentimiento, una emoción profunda que nos conmueve las entrañas y el corazón. Sin duda, tiene su origen en ese sentimiento, pero luego debe traducirse en una acción, en un comportamiento, en un acto de misericordia.

 

La insistencia en esta página en el verbo «hacer», y en particular la respuesta final del doctor de la Ley -«El que ha hecho misericordia»-, seguida de la aprobación de Jesús -«Vete y haz tú también lo mismo»-, nos iluminan sobre esta práctica de la caridad hacia nuestros hermanos y hermanas.

 

Leamos juntos este pasaje tan conocido, pero que siempre necesita no ser repetido pedantemente, sino con una atención nueva y puntual, como si lo leyéramos por primera vez. Sí, lo hemos comentado muchas veces, pero sería una ofensa a su calidad de palabra de Dios si pasáramos, no ya de largo o dando un rodeo, sino rápidamente.

 

Seguimos a Jesús en su ascenso a Jerusalén, y he aquí otro encuentro: esta vez entre Jesús y un doctor de la Ley, un jurista. Este experto en la Torá y en la tradición israelita quiere poner a prueba a Jesús, quiere verificar su conocimiento de las Escrituras y su fidelidad o no a la Tradición. Por lo tanto, le hace una pregunta clásica, típica de toda persona y de todo tiempo: «¿Qué hay que hacer?», pregunta que en el ámbito religioso del judaísmo resuena con un añadido: «¿Qué hay que hacer para heredar la vida eterna?».

 

Jesús le responde con una contra-pregunta: «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Cómo la lees?», tratando así de llevarlo a expresarse en primera persona.

 

El experto cita entonces el gran mandamiento atestiguado en el Deuteronomio, que todo judío conoce de memoria y repite tres veces al día, el Shema‘ Jisra’el: «Escucha, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente» (Dt 6,4-5). Luego, con inteligencia espiritual, añade el mandamiento del amor al prójimo, extrayéndolo del libro del Levítico (Lv 19,18).

 

Según Lucas, el doctor de la Ley hace una interpretación que se basa en el paralelismo entre los dos mandamientos del amor. Jesús no puede sino aprobar tal interpretación, que alcanza su enseñanza sobre el amor extendido incluso a los enemigos, a los perseguidores (cf. Lc 6,27-35), y, en consecuencia, invita a este hombre a realizar, a poner en práctica cotidianamente lo que ha sabido afirmar.

 

Pero aquel experto que había querido poner a prueba a Jesús, queriendo justificar su pregunta inicial, le pregunta de nuevo: «¿Y quién es mi prójimo?».


 

Una vez más, Jesús no responde directamente porque, si accediera a la pregunta de su interlocutor, tendría que dar una definición de prójimo y situarse así dentro de la casuística de los escribas y fariseos, a los que pertenece el doctor de la Ley.

 

No, el prójimo no puede encerrarse en una definición, porque en verdad es aquel a quien cada uno de nosotros decide hacer prójimo acercándose a él. Por eso Jesús cuenta una parábola, añadiendo al final otra contra-pregunta.


Un hombre anónimo, del que Jesús no precisa nada —ni nacionalidad, ni condición social, ni pertenencia religiosa—, mientras recorre el camino que baja de Jerusalén a Jericó, es asaltado por bandidos que lo despojan, lo golpean y lo dejan medio muerto al borde del camino.

 

Nada extraordinario, sino un hecho cotidiano en nuestras ciudades, sobre todo donde los ladrones roban, empujan, golpean y acaban dejando a las personas agredidas en el suelo...

 

Por este mismo camino —dice Jesús— pasan dos personas marcadas por su función religiosa: un sacerdote y un levita, hombres a quienes se ha confiado el cuidado del Templo de Dios en Jerusalén y que en Israel quieren ser un ejemplo para los demás.

 

Pues bien, estos dos hombres religiosos, conocedores de la Ley, empeñados en honrar la morada de Dios, al pasar por esa calle ven a ese hombre en el suelo, herido y necesitado, pero pasan de largo, por el otro lado. Se mantienen alejados y continúan su camino. ¿Por qué? ¿Son insensibles, malvados? No. Entonces, ¿por qué? Porque están animados ante todo por el deber de mantenerse alejados de un posible cadáver, por temor a contaminarse (cf. Nm 19,11-16). O tal vez porque ven pero no miran realmente, no están acostumbrados a ver con discernimiento («Bienaventurado el que discierne al pobre y al afligido» [Sal 41 (40),2 LXX]).

 

No hacen ningún mal, pero sin duda omiten hacer algo. Y lo mismo ocurre con nosotros: la mayoría de nuestros pecados, de nuestras contradicciones al amor fraterno, no tienen su origen en el odio o la maldad, sino que se trata de acciones omitidas por indiferencia. Tal y como nos recordará el Señor en el día del juicio: «Apartaos de mí, malditos, porque no habéis hecho esto y aquello» (cf. Mt 25,41-45)...

 

Lo que sorprende en la continuación de la parábola es que Jesús opone al sacerdote y al levita, los típicos religiosos, a un samaritano, el antitipo, es decir, el perfecto contrario de los dos judíos observantes y puros.

 

Los samaritanos, de hecho, eran considerados gente impura, cismática y herética, detestada por los judíos y siempre en lucha contra ellos. En definitiva, un samaritano era sin duda la persona más despreciada por los judíos... pero Jesús lo pone precisamente a él como ejemplo: ¡esto es demasiado!


 

También el samaritano, al pasar por ese camino, ve, y para ver bien se acerca, se hace prójimo del hombre herido: entonces, cara a cara, el samaritano se conmueve en lo más profundo de su ser, siente brotar de lo más profundo de su ser un sentimiento de compasión, de indignación, de piedad.

 

La misericordia es este sentimiento visceral, maternal, que en realidad reúne muchos sentimientos y, como un impulso, surge de nuestras entrañas, haciéndose sentir como dolor propio, como sufrimiento compartido con quien está en necesidad.

 

Del sentimiento nace la acción: el samaritano vierte aceite y vino sobre las heridas, las venda, luego carga al hombre sobre su cabalgadura y lo lleva a una posada, confiándolo al posadero para que lo cuide y lo cure.

 

Este samaritano cuida del hombre herido por los bandidos hasta el mejor resultado posible: hace todo lo que puede. Entonces surge la verdad: hay personas consideradas impuras, no ortodoxas en la fe, despreciadas, que saben «hacer misericordia», saben practicar un amor inteligente hacia el prójimo. No deben apelar ni a la Ley de Dios, ni a su fe, ni a su tradición, sino que, simplemente, como «seres humanos», saben ver y reconocer al otro necesitado y, por lo tanto, ponerse al servicio de su bien, cuidar de él, hacerle el bien necesario. ¡Esto es hacer misericordia!

 

Por el contrario, hay hombres y mujeres creyentes y religiosos que conocen bien la Ley y son celosos en observarla minuciosamente, pero precisamente porque miran más a «lo que está escrito», a lo que se ha transmitido, que a lo vivido, a lo que les sucede en la vida y a quienes tienen delante, no logran ver la intención de Dios al dar la Ley: y esta única intención, al servicio de la cual se pone la Ley, es la caridad hacia los demás.

 

Pero ¿cómo es posible? ¿Cómo es posible que precisamente las personas religiosas, que frecuentan diariamente la Iglesia, que rezan y leen la Biblia, no solo omitan hacer el bien, sino que ni siquiera saluden a sus hermanos y hermanas, cosas que hacen los paganos? ¡Es el misterio de la iniquidad que opera también en la comunidad cristiana!

 

No hay que sorprenderse, sino preguntarse a uno mismo si a veces no se está más del lado del comportamiento omisivo propio de estos justos empedernidos, de estos legalistas y devotos que no ven al prójimo pero creen ver a Dios, que no aman al hermano que ven pero están seguros de amar al Dios que no ven (cf. 1Jn 4,20); de estos militantes celosos para quienes la pertenencia a la comunidad o a la Iglesia es fuente de garantía, que los ciega, los incapacita para ver al otro necesitado.


 

Entonces Jesús, al final de la parábola, pregunta al experto en la Ley: «¿Quién de estos tres te parece que ha sido el prójimo del que cayó en manos de los bandidos?». El otro responde: «El que le hizo misericordia». Y Jesús concluye: «Ve y haz tú lo mismo», es decir, ten misericordia, mira bien, con discernimiento, acércate, hazte prójimo, siente una compasión visceral y ten misericordia al cuidar del necesitado.

 

No existe el prójimo: el prójimo es aquel a quien yo decido acercar a mí.


 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Aprended de mí, dice el Señor, a acoger y a incluir.

Aprended de mí, dice el Señor, a acoger y a incluir Me gustaría proponer tres pasajes de la Biblia, de los Evangelios, que nos ayudan a arro...