Hacer misericordia
El pasaje evangélico del Buen Samaritano nos advierte que no pensemos que la misericordia es solo un sentimiento, una emoción profunda que nos conmueve las entrañas y el corazón. Sin duda, tiene su origen en ese sentimiento, pero luego debe traducirse en una acción, en un comportamiento, en un acto de misericordia.
La
insistencia en esta página en el verbo «hacer», y en particular
la respuesta final del doctor de la Ley -«El que ha hecho misericordia»-,
seguida de la aprobación de Jesús -«Vete y haz tú también lo mismo»-,
nos iluminan sobre esta práctica de la caridad hacia nuestros hermanos y
hermanas.
Leamos
juntos este pasaje tan conocido, pero que siempre necesita no ser repetido
pedantemente, sino con una atención nueva y puntual, como si lo leyéramos por
primera vez. Sí, lo hemos comentado muchas veces, pero sería una ofensa a su
calidad de palabra de Dios si pasáramos, no ya de largo o dando un rodeo, sino
rápidamente.
Seguimos
a Jesús en su ascenso a Jerusalén, y he aquí otro encuentro: esta vez entre
Jesús y un doctor de la Ley, un jurista. Este experto en la Torá y en la
tradición israelita quiere poner a prueba a Jesús, quiere verificar su
conocimiento de las Escrituras y su fidelidad o no a la Tradición. Por lo
tanto, le hace una pregunta clásica, típica de toda persona y de todo tiempo: «¿Qué
hay que hacer?», pregunta que en el ámbito religioso del judaísmo
resuena con un añadido: «¿Qué hay que hacer para heredar la
vida eterna?».
Jesús le
responde con una contra-pregunta: «¿Qué está escrito en la
Ley? ¿Cómo la lees?», tratando así de llevarlo a expresarse en primera
persona.
El
experto cita entonces el gran mandamiento atestiguado en el Deuteronomio, que
todo judío conoce de memoria y repite tres veces al día, el Shema‘
Jisra’el: «Escucha, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es
uno. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas
tus fuerzas y con toda tu mente» (Dt 6,4-5). Luego, con inteligencia
espiritual, añade el mandamiento del amor al prójimo, extrayéndolo del libro
del Levítico (Lv 19,18).
Según
Lucas, el doctor de la Ley hace una interpretación que se basa en el
paralelismo entre los dos mandamientos del amor. Jesús no puede sino aprobar
tal interpretación, que alcanza su enseñanza sobre el amor extendido incluso a
los enemigos, a los perseguidores (cf. Lc 6,27-35), y, en consecuencia, invita
a este hombre a realizar, a poner en práctica cotidianamente lo que ha sabido
afirmar.
Pero
aquel experto que había querido poner a prueba a Jesús, queriendo justificar su
pregunta inicial, le pregunta de nuevo: «¿Y quién es mi prójimo?».
Una vez
más, Jesús no responde directamente porque, si accediera a la pregunta de su
interlocutor, tendría que dar una definición de prójimo y situarse así dentro
de la casuística de los escribas y fariseos, a los que pertenece el doctor de
la Ley.
No, el
prójimo no puede encerrarse en una definición, porque en verdad es aquel a
quien cada uno de nosotros decide hacer prójimo acercándose a él. Por
eso Jesús cuenta una parábola, añadiendo al final otra contra-pregunta.
Un hombre
anónimo, del que Jesús no precisa nada —ni nacionalidad, ni condición social,
ni pertenencia religiosa—, mientras recorre el camino que baja de Jerusalén a
Jericó, es asaltado por bandidos que lo despojan, lo golpean y lo dejan medio
muerto al borde del camino.
Nada
extraordinario, sino un hecho cotidiano en nuestras ciudades, sobre todo donde
los ladrones roban, empujan, golpean y acaban dejando a las personas agredidas
en el suelo...
Por este
mismo camino —dice Jesús— pasan dos personas marcadas por su función religiosa:
un sacerdote y un levita, hombres a quienes se ha confiado el cuidado del Templo
de Dios en Jerusalén y que en Israel quieren ser un ejemplo para los demás.
Pues
bien, estos dos hombres religiosos, conocedores de la Ley, empeñados en honrar
la morada de Dios, al pasar por esa calle ven a ese hombre en el suelo, herido
y necesitado, pero pasan de largo, por el otro lado. Se mantienen alejados y
continúan su camino. ¿Por qué? ¿Son insensibles, malvados? No. Entonces, ¿por
qué? Porque están animados ante todo por el deber de mantenerse alejados de un
posible cadáver, por temor a contaminarse (cf. Nm 19,11-16). O tal vez porque
ven pero no miran realmente, no están acostumbrados a ver con discernimiento («Bienaventurado
el que discierne al pobre y al afligido» [Sal 41 (40),2 LXX]).
No
hacen ningún mal, pero sin duda omiten hacer algo. Y lo mismo ocurre con
nosotros: la mayoría de nuestros pecados, de nuestras contradicciones al amor
fraterno, no tienen su origen en el odio o la maldad, sino que se trata de
acciones omitidas por indiferencia. Tal y como nos recordará el Señor en el día
del juicio: «Apartaos de mí, malditos, porque no habéis hecho esto y aquello»
(cf. Mt 25,41-45)...
Lo que
sorprende en la continuación de la parábola es que Jesús opone al sacerdote y
al levita, los típicos religiosos, a un samaritano, el antitipo, es decir, el
perfecto contrario de los dos judíos observantes y puros.
Los
samaritanos, de hecho, eran considerados gente impura, cismática y herética,
detestada por los judíos y siempre en lucha contra ellos. En definitiva, un
samaritano era sin duda la persona más despreciada por los judíos... pero Jesús
lo pone precisamente a él como ejemplo: ¡esto es demasiado!
También
el samaritano, al pasar por ese camino, ve, y para ver bien se acerca, se hace
prójimo del hombre herido: entonces, cara a cara, el samaritano se conmueve en
lo más profundo de su ser, siente brotar de lo más profundo de su ser un
sentimiento de compasión, de indignación, de piedad.
La
misericordia es este sentimiento visceral, maternal, que en realidad reúne
muchos sentimientos y, como un impulso, surge de nuestras entrañas, haciéndose
sentir como dolor propio, como sufrimiento compartido con quien está en
necesidad.
Del
sentimiento nace la acción: el samaritano vierte aceite y vino sobre las
heridas, las venda, luego carga al hombre sobre su cabalgadura y lo lleva a una
posada, confiándolo al posadero para que lo cuide y lo cure.
Este
samaritano cuida del hombre herido por los bandidos hasta el mejor resultado
posible: hace todo lo que puede. Entonces surge la verdad: hay personas
consideradas impuras, no ortodoxas en la fe, despreciadas, que saben «hacer
misericordia», saben practicar un amor inteligente hacia el prójimo. No
deben apelar ni a la Ley de Dios, ni a su fe, ni a su tradición, sino que,
simplemente, como «seres humanos», saben ver y reconocer al otro necesitado y,
por lo tanto, ponerse al servicio de su bien, cuidar de él, hacerle el bien
necesario. ¡Esto es hacer misericordia!
Por el
contrario, hay hombres y mujeres creyentes y religiosos que conocen bien la Ley
y son celosos en observarla minuciosamente, pero precisamente porque miran más
a «lo que está escrito», a lo que se ha transmitido, que a lo
vivido, a lo que les sucede en la vida y a quienes tienen delante, no logran
ver la intención de Dios al dar la Ley: y esta única intención, al servicio de
la cual se pone la Ley, es la caridad hacia los demás.
Pero
¿cómo es posible? ¿Cómo es posible que precisamente las personas religiosas,
que frecuentan diariamente la Iglesia, que rezan y leen la Biblia, no solo
omitan hacer el bien, sino que ni siquiera saluden a sus hermanos y hermanas,
cosas que hacen los paganos? ¡Es el misterio de la iniquidad que opera
también en la comunidad cristiana!
No hay
que sorprenderse, sino preguntarse a uno mismo si a veces no se está más del
lado del comportamiento omisivo propio de estos justos empedernidos, de estos
legalistas y devotos que no ven al prójimo pero creen ver a Dios, que no aman
al hermano que ven pero están seguros de amar al Dios que no ven (cf. 1Jn
4,20); de estos militantes celosos para quienes la pertenencia a la comunidad o
a la Iglesia es fuente de garantía, que los ciega, los incapacita para ver al
otro necesitado.
Entonces
Jesús, al final de la parábola, pregunta al experto en la Ley: «¿Quién de
estos tres te parece que ha sido el prójimo del que cayó en manos de los
bandidos?». El otro responde: «El que le hizo misericordia».
Y Jesús concluye: «Ve y haz tú lo mismo», es decir, ten
misericordia, mira bien, con discernimiento, acércate, hazte prójimo, siente
una compasión visceral y ten misericordia al cuidar del necesitado.
No
existe el prójimo: el prójimo es aquel a quien yo decido acercar a mí.
P. Joseba
Kamiruaga Mieza CMF
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