En cambio - San Lucas 10, 25-37 -
¿Cómo puedo ser feliz? ¿Cómo puedo tener en mí la vida de Dios, el Eterno?
«¿Cómo
lees la Palabra?», pregunta Jesús al doctor de la Ley. Y a mí.
«Amarás»,
ha leído.
El amor
declinado en futuro. El amor proyectado hacia adelante. El amor que se
convierte en conciencia de ser amados por Dios, y la elección de corresponder,
de amar a Dios con fuerza, con inteligencia, con pasión. Para estar llenos de
ese amor divino y poder darlo a los demás.
Como un
excedente, como el corazón que se desborda.
Ha leído
bien, ha entendido, sabe.
Ahora
basta con vivir en ese amor, día a día, un pequeño paso posible a la vez.
Ahora el
teólogo está desconcertado. Sabe, pero no sabe cómo vivir lo que sabe.
Su fe
está encerrada en su bella teoría.
Amar es
esfuerzo, libertad, don, renuncia, concreción. Muchas cosas, quizás demasiadas.
Entonces
intenta esquivar, permanecer en la mente, en sus pequeñas categorías.
Como si
el amor pudiera comprimirse y organizarse.
¿Amar a
qué prójimo?
¿Al judío
que vive los preceptos, como dicen los rabinos fariseos, excluyendo a los
superficiales?
¿O amar a
todos los hermanos judíos como se atrevían a hacer los más abiertos?
Por
supuesto, amar a los no judíos no era una opción contemplada.
Ahora
sonríe el Maestro.
Salteadores
En los
veintisiete kilómetros que separan la capital de la ciudad de Jericó, con un
desnivel de mil metros en el rocoso desierto de Judá, se viaja en caravana para
no caer en manos de los salteadores.
Un
imprudente viaja solo, es asaltado y herido, y abandonado moribundo al borde
del camino.
Es un
hombre que baja de Jerusalén. No sabemos nada de él ni sabremos nada.
De qué
religión es, si es una persona honesta o un malhechor, si es una víctima o un
verdugo.
Por
casualidad, pasan por allí primero un sacerdote y luego un levita.
Por
casualidad: el encuentro con el hermano necesitado es siempre fortuito,
nos lo cruzamos mientras tomamos el tren o en la calle. Probablemente, los dos
acaban de terminar el servicio en el Templo. Toda una semana dedicada a alabar
a Dios y a pedir misericordia.
Misericordia
que le niegan al desdichado.
Fingen no
verlo, siguen adelante.
No se
detienen porque pasan por casualidad. El desdichado no
entra en sus planes, es un estorbo, una molestia.
Hipócritas
No seamos
hipócritas: nosotros habríamos hecho lo mismo. Nosotros también.
¿Qué sabemos
quién es ese hombre y qué le ha pasado? ¿Y si se trata de una disputa entre
bandas? ¿Y si tiene sida? ¿Y si vuelven los bandidos? ¿Y si…?
Mejor
llamar a los servicios de emergencia, que se encarguen los médicos y la
policía, mejor no meterse. A lo mejor te clavan una navaja.
Tienen a
Dios en el corazón, en los labios, hablan con sensatez, con prudencia.
No son
malos, son buena gente. Solo tienen miedo. Es mejor hacer como si no vieran
nada.
Jesús no
los culpa ni los condena: son hijos de su tiempo.
Y de su
Templo.
Y de su
Dios, al que veneran y honran con incienso y holocaustos. En el Templo.
Porque
fuera no existe más que el mundo, feo y malo, un nido de víboras.
Como
hacemos nosotros con demasiada frecuencia.
En
cambio
En
cambio, un samaritano.
Está
de viaje, no pasa por casualidad. Tiene un destino. Porque el viaje no
se define por el punto de partida, sino por el lugar al que se desea llegar.
Está en camino, está de camino, como los verdaderos discípulos.
Inquietos
por gracia.
Un samaritano.
¡Vamos!
Todos
esperaban que Jesús hiciera entrar en escena a un piadoso laico, un creyente
adulto y motivado, no santurrón y formal, tal vez parecido a alguien presente
entre la multitud.
Cualquiera,
pero no un samaritano.
Llamar
«samaritano» a un judío era un insulto y el odio entre los dos pueblos estaba
arraigado.
Somos
nosotros quienes lo hemos llamado «bueno». No sabemos nada de él, tal vez sea
un delincuente, un incrédulo, un oportunista.
Pero es
lo que hace lo que lo hace «bueno».
No va
buscando a la persona a la que ayudar, es la vida la que se la pone
continuamente en el camino. El samaritano ve a un hombre, no a un
enemigo, no a alguien del otro equipo.
Un hombre
que necesita ayuda. Y lo que necesita ante todo es compasión.
Cum-patire,
sufrir juntos. Sabe que podría ser él, desangrado, al borde del camino.
Se
detiene, actúa, lo cuida y le pide al posadero, a quien paga, que haga lo
mismo.
El
sentimiento se convierte en acción. Una acción que le hace perder tiempo,
dinero, que le hace correr riesgos.
No se
erige en salvador de la patria, tiene su vida, continúa su viaje
comprometiéndose, a su regreso, a detenerse para saldar las deudas que haya
podido contraer. Acompaña y confía.
Pequeños
pasos posibles
No puede
resolver todos los problemas.
Es la
objeción que nos repetimos continuamente: ¿cómo voy a detener la guerra si
nadie me escucha?
Es
cierto, pero yo puedo empeñarme en construir un metro cuadrado de paz a mi
alrededor.
¿Qué
quieres que haga mi protesta como ciudadano si a mi alrededor todos roban y se
burlan de todo?
Es
cierto, pero yo quiero dejarle a mi hijo un mundo mejor y me comporto con
honestidad.
¿Tiene
todavía sentido intentar acoger a nuestros jóvenes, ahora que el mundo
occidental desprecia el cristianismo?
De
acuerdo: yo, sin embargo, sigo hablando del rostro magnífico de Dios con la
esperanza de que alguien se dé cuenta.
¿Cómo
puedo defender una Iglesia cada vez más desmotivada y cansada, más preocupada
por defender su fortaleza que por salir a hablar de Dios?
Es
cierto: pero la Iglesia es lo que construyo junto con quienes quieren vivir
seriamente el Evangelio.
La mía es
solo una gota en el océano. Una sola.
Pero eso
no es una buena razón para no dejarla caer al agua.
Si hemos
descubierto que somos amados, si tenemos un camino por recorrer, marquemos la
diferencia.
Es normal
desanimarse, tener miedo, defenderse, hacer como si nada.
Es
evangélico hacerse prójimo de quienes encontremos cada día.
Dando
pequeños pasos posibles.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
No hay comentarios:
Publicar un comentario