No dejemos que nos roben la esperanza - Papa Francisco -
Solo por amor, Jesús da a los suyos su Espíritu, porque la gracia es dada a todo hombre. Así llegamos no al final, sino al principio. Pentecostés es el comienzo del mundo nuevo. El Resucitado no nos deja solos: nos deja su Espíritu. Lo derrama sobre el mundo. Su Espíritu es el corazón del mundo.
En este día de Pentecostés, el cielo está más cerca, la tierra y el cielo se tocan en el corazón, el Espíritu se hace carne. El aliento de Dios se derrama sobre toda la creación y da aliento a toda la tierra.
Hoy se renueva la efusión del Espíritu sobre todos los pueblos, en todos los corazones, en todas las latitudes y sin fronteras. No hay lugar donde no llegue, no hay vida que no pueda ser tocada por el Espíritu.
El Espíritu es el seno de todas las cosas. La efusión del Espíritu —en un mundo a menudo perdido, desencantado, marcado por divisiones y distancias, por guerras y conflictos— es promesa de un mundo que se renueva, que no se rinde a la división, que no se deja vencer por el miedo, que no se deja aprisionar por la indiferencia ni dominar por la violencia.
El soplo ligero del Espíritu es aliento que da vida, refresca, despierta, regenera, reúne, redime, reabre la vida en su flujo más allá de toda forma de aislamiento y cierre.
El Espíritu da carne a la memoria de Jesús, la enciende en nuestra vida cotidiana; obra en cada paso, en cada encuentro, en cada gesto de amor.
Es viento que sopla como quiere, que no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo aquel que está habitado por el Espíritu de Jesús.
Cuando Jesús nos dio su Espíritu, nos dio la capacidad de vivir el amor que lo habitaba.
Y aquí está en juego nuestra libertad. De hecho, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios.
Uno de los dones que debemos invocar sin cesar al Espíritu para no caer en el vacío y sentirnos vivos es que nos ponga constantemente en sintonía con Jesús y también con los hombres que el Señor ha amado, con los que nos cruzamos en nuestro camino, con los que no conocemos, con los que nos parecen hostiles y lejanos.
Atraviesa muros, abre puertas, nos lleva a espacios abiertos a la espera de escuchar la Palabra que pasa, la Palabra que permanece.
No un amor idealizado, sino un amor que se hace carne, que habita en los gestos cotidianos, en los rostros que cruzamos, en las manos que se tienden.
Es la presencia que nos invita a permanecer en el umbral, a no cerrar nunca las puertas ni los muros, sino a permanecer abiertos, esperando escuchar la Palabra que pasa, la Palabra que permanece.
Es un bautismo de fuego, es una vida nueva. Una vida
como hijos en libertad: no la de separarnos de todo, sino la de permanecer en
la ciudad del hombre recorriendo con confianza caminos nuevos.
El Espíritu renueva su creación, vigoriza al cansado, reanima al desanimado, endereza al descarriado, reúne a los dispersos, abraza al que está lejos, calienta al frío, devuelve a la vida al que está en poder de la muerte.
Cada palabra de amor, cada obra de justicia, cada paso hacia la libertad, cada gesto de perdón y de paz hacia cualquier otra persona es signo de algo más grande que habita en nosotros. Ya forma parte de esa esperanza que no defrauda.
El Espíritu del Resucitado se derrama sobre el mundo. Es el seno cósmico que da vida a todo en el amor de una ternura inmensa. Espíritu que atraviesa todas las fronteras, une a los hombres, los pueblos, las culturas, las religiones, porque los umbrales que marcan los pasos de la existencia humana son comunes a todos los hombres y mujeres de esta tierra.
El nacimiento de un hijo, los abismos de la culpa, el
conflicto y la comunión en la relación con los demás, el crecimiento y la
iniciación a la vida adulta, el enamoramiento, el matrimonio, la vida en común,
la experiencia de la enfermedad y la cura, la muerte como último paso en la
esperanza. Todo se confía a un amor eterno que no defrauda la promesa de la
vida.
«No os dejéis robar la esperanza» -Papa Francisco-. El Espíritu viene para vivificar, transformar, transfigurar el viaje de la existencia humana, liberándolo de lo que lo amenaza y pone en peligro su esperanza.
El Espíritu de Jesús es el corazón del mundo, es la energía que pasa por cada hombre y mujer, por cada rostro, por cada historia. Es palpable en un amor que nunca se retira.
Cada vez que ayudamos a cada persona a nacer, a levantarse de su caída, a reestablecer la relación con los demás y a creer en una comunión más grande, a crecer y a realizar lo que está llamada a ser, a amar de manera libre y gratuita, a liberar al hombre del mal y de todo miedo, curando las heridas y secando cada lágrima, a esperar en la muerte manteniendo la fe en la buena promesa de la vida.
En el desencanto del mundo, el Espíritu nos recuerda que nuestra humanidad está llamada a una esperanza que no defrauda, a una belleza que no se desvanece. A un amor que nunca tendrá fin. No estamos solos, no estamos olvidados. En el desencanto del mundo, en el vacío de las palabras y de las instituciones, el Espíritu viene a decirnos que todo lo humano tiene un valor eterno.
Nada está perdido. Nada es inútil. En Jesús, el amor de Dios se ha encarnado y hoy, en cada hombre y mujer, está vivo, está presente, ha resucitado. Cada amor dado, cada herida acogida, cada umbral cruzado con confianza ya está redimido para siempre.
Somos el rostro de una humanidad que ya no está separada de Dios, sino que ha sido tomada de la mano, amada, asumida para siempre en el seno de Dios y llamada a la plenitud en la comunión con Él, con los hombres y con el mundo.
Ya no estamos separados de Dios. Estamos habitados por
el Espíritu. Estamos tomados de la mano. Estamos inmersos en un aliento más
grande. En este aliento está nuestra esperanza.
«Yo rogaré al Padre y él os dará otro Paráclito para que permanezca con vosotros para siempre». El mundo entero está tocado por este soplo. Todos los pueblos, todas las culturas, todas las lenguas están llamadas a resonar al unísono con el amor que los habita. El Espíritu es ternura cósmica que redime cada fragmento de lo humano.
«El Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho». Y nosotros, en el testimonio del Evangelio de Dios hoy, podemos hacer de nuestra vida un acto de proximidad, de cuidado, de cercanía, de fraternidad.
El Espíritu, cuando desciende, trae consigo la certeza de que nada de lo que es verdaderamente humano se perderá jamás, sino que todo encontrará redención, todo será recompuesto y redimido, todo el bien recibirá su cumplimiento.
También
hoy mi corazón ha muerto varias veces, pero cada vez ha vuelto a la vida. Me
despido minuto a minuto y me libero de toda exterioridad. Corto las cuerdas que
aún me atan, embarco todo lo que necesito para emprender el viaje (Etty Hillesum).
Al exceso del mal corresponde una desproporción en el
bien en los heroísmos cotidianos, poco vistosos, de innumerables personas. Todo
lo que hemos atravesado —los umbrales de la vida, sus abismos, sus cimas— no se
ha cerrado en sí mismo: hoy, el Espíritu lo recoge, lo redime y lo relanza. Lo
nuestro no es un cierre, es una entrega para el viaje, es una prenda de ayuda
para el camino...
Caminemos
según el Espíritu
Hay
un aliento
que
atraviesa el mundo
y
no se ve.
Es
vientre,
cuando
una vida se enciende
contra
la oscuridad.
Es
mano,
cuando
se cae
y
alguien se queda.
Es
puente,
entre
rostros desconocidos
que
se reconocen hermanos.
Es
fuego,
en
el corazón que busca
un
nombre, un camino.
Es
semilla,
en
el amor que se da
más
allá de la separación.
Es
bálsamo
sobre
la piel herida
que
no renuncia a sentirse viva.
Es
umbral
entre
la vida que muere
y
la muerte que no vence.
Es
aliento
cuando
todo calla
y
aún se espera.
No
tiene nombre
pero
habita tus pasos.
No
tiene rostro
pero
te atraviesa.
Va
donde quiere.
Y
quien lo escucha
ya
no es el mismo.
Vosotros
que vivís, que lucháis, que aún soñáis, escuchad este viento. Es el día en que
el aliento del Resucitado se derrama sobre el mundo. Es Pentecostés. No es un
punto de llegada. Es el soplo que parte de cada comienzo y lo reabre.
Todo
lo que hemos atravesado —los umbrales de la vida, sus abismos, sus cimas— no se
han cerrado en sí mismos: hoy, el Espíritu los recoge, los redime y los
relanza.
¿Recordáis
el primer paso? El venir al mundo, frágiles y absolutos. El Espíritu es el seno
que nos engendra de nuevo. Es el sí que nos hace ser. Cada vez que alguien es
acogido, cada vez que se hace espacio para un comienzo, el Espíritu sopla.
Incluso
allí donde se niega o se burla el nacimiento, donde se teme, donde se apagan
vidas en su inicio, Él grita: «Sois mis hijos». Y nadie es olvidado. Cada hijo
es esperado, deseado, amado.
¿Luego
vino la culpa? Ese abismo en el que tropezamos, la vergüenza que nos doblega,
la voz que nos acusa. Pero al principio era la promesa y la bendición sobre
cada vida.
Sin
embargo, el Espíritu no nos condena: nos recuerda que ninguna herida es eterna,
que cada caída puede convertirse en un paso adelante. Es la fuerza que nos
levanta, que nos hace decir aún «confío», que susurra: «Vuelve a vivir, no
tengas miedo». «Levántate y camina».
Hemos
hablado de comunión. Ese milagro cotidiano de formar parte de algo más grande
que nosotros. El Espíritu es la corriente que une. No impone, no obliga. Nos
atrae hacia un vínculo más amplio, donde nadie está excluido. En las familias,
en las amistades, entre culturas y credos diferentes: es Él quien obra en
secreto, quien reconcilia las fracturas, quien nos devuelve al otro como un
don.
El
crecimiento de cada hijo es ese camino hecho de tropiezos, de preguntas que
queman, de conquistas que no duran, de rebeliones que claman atención. El
Espíritu es paciencia y fuego a la vez.
Es
la luz que orienta, es el hambre de verdad que no se apaga. Es el valor de
cambiar y permanecer fieles al corazón. Es la voz que dice: «No te detengas
ahora». Ve al mundo. Hazte adulto de ti mismo.
El
amor. El umbral más frágil y poderoso. El Espíritu es el mismo amor que habitó
en Jesús. No el amor ideal y romántico, sino el que lava los pies, el que
permanece incluso cuando todo se tambalea, el que sabe morir y renacer cien
veces. En un mundo donde los lazos se deshilachan, el Espíritu desata los nudos
y vuelve a tejer las relaciones bajo el signo de la fidelidad, el cuidado y la
belleza que resiste.
En
la enfermedad que hiere el cuerpo, nos hace tocar el límite, nos devuelve a una
condición más evidente de dependencia, el Espíritu no borra el dolor, está
dentro de nosotros, nos atraviesa, nos consuela, nos confirma con su fuerza en
nuestra debilidad. Es la mano que acaricia, la mirada que acompaña, la
esperanza que se obstina en decir: «Aquí también hay vida. Aquí también eres
amado». Es bálsamo para nuestras heridas.
La
muerte es el mayor escollo. El umbral que más tememos cruzar. El paso
definitivo a la Vida que ya no muere. El Espíritu no la niega. La habita. Es el
soplo que despertó a Jesús del sepulcro. Es la voz que nos dice que no todo
acaba, que hay una memoria que no se desvanece, que todo amor verdadero es
custodiado. Incluso cuando lloramos, incluso cuando la oscuridad parece total,
el Espíritu permanece con nosotros y nos promete: «No estarás perdido».
Por
último, la esperanza. No la fácil. La obstinada, que nace precisamente cuando
ya no parece que sea el momento. Es el Espíritu quien la hace posible: cuando
nos levanta, cuando nos hace humanos incluso en el dolor, cuando nos une
incluso desde la distancia, cuando nos envía fuera de nosotros mismos para
construir un mundo más justo, más fraterno, más humano.
En
este tiempo desilusionado, en el que todo parece desmoronarse, el Espíritu es
el vínculo que mantiene unido al mundo, que nos mantiene unidos a Jesús en
Dios. Es energía que pasa de rostro en rostro, de pueblo en pueblo, da vida a
la vida. No tiene fronteras, no habla una sola lengua, no habita en un solo
templo. Es como el fuego que arde sin quemar, como el viento que atraviesa
todos los muros.
Y
ahora, hermano, hermana, no temas el camino. El Espíritu te precede, te
acompaña, te empuja más allá. Ve. No estás solo. Lleva contigo este aliento. Y
cada vez que ayudes a alguien a nacer, a levantarse, a amar, a esperar, sabrás
que es Él quien vive en ti.
Que
es Pentecostés, otra vez. «Esa parte de mí, la más profunda y rica en la que
descanso, es lo que yo llamo Dios» (Etty Hillesum).
Contigo, en la fuerza apacible del Espíritu. Siempre en camino, juntos.
Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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