Pentecostés, el esfuerzo de la pluralidad sin prisas y sin pausas
Aún tengo muchas cosas que deciros, pero ahora no las podéis soportar (Jn 16,12) Con estas palabras, Jesús invita a los apóstoles a esperar, anhelando y deseando, invocando y suplicando, el don del Espíritu.
Para quienes, como quien escribe, les gusta la lectura, el estudio, la contemplación y la reflexión, que en el Evangelio se hable del peso del conocimiento es un estímulo al que es difícil resistirse.
Me parece que el punto central es el del conocimiento como proceso, con sus tiempos. Tiempos que vienen dictados por la capacidad de aprendizaje del discípulo, pero también por la búsqueda insaciable del Maestro, que sigue aprendiendo mientras enseña, a través de la enseñanza.
En el esfuerzo por comunicar eficazmente, se vuelve, en espiral, a los mismos conceptos, reforzando los pilares y despojándolos de lo que parece no esencial. Huelga decir que, mientras escribo estas cosas, por contraste, mi pensamiento se dirige a la infinita cantidad de conocimientos disponibles en la red. Una cantidad infinita, con la dificultad intrínseca de reconocer lo fundamental y las conexiones.
La inmediatez de la búsqueda nos hace olvidar que el conocimiento tiene un peso. Al recurrir a la red, recopilamos, casi sin proceso, nociones inconexas, curiosidades eruditas o información repetida en fotocopias, que a menudo no se traducen en conocimiento verdadero.
Si queremos, esta reflexión del conocimiento como proceso, con sus etapas y sus tiempos, no se limita a las aulas de enseñanza, sino que también se aplica a muchos ámbitos de la convivencia. Durante la pandemia del coronavirus, por poner un ejemplo, experimentamos la lentitud de la ciencia, su avance a través de hipótesis, verificaciones, confirmaciones o refutaciones.
De esta reflexión sobre el desarrollo en el tiempo no queda excluido el ámbito eclesial, incluso después de haber recibido el don del Espíritu Santo, que nos hace progresar.
Cuántas verdades se abren camino con dificultad, y no me refiero a verdades dogmáticas, sobre las que no tengo autoridad para escribir. Pienso en el arduo proceso de comprendernos a nosotros mismos, a nuestras hermanas y hermanos, al mundo. Y no basta con comprender, cuesta igual de trabajo traducir lo que comprendemos en formas de vida e instituciones.
Tras esta digresión, volvamos a buscar en la Escritura. La palabra peso/pesos no es de las más frecuentes, pero tiene un extraordinario poder evocador.
El Maestro nos seduce diciendo: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, [...] Porque mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11,28-30).
Exactamente al contrario de lo que hacen muchos doctores de la Ley, que cargan a los hombres con pesos insoportables, ¡y esos pesos ni siquiera los tocan con un dedo! (Lc 11,46).
Pero luego, honestamente, el pasaje con el que comenzaba esta reflexión nos advierte: el peso del conocimiento de Él debe cargarse poco a poco (y quizá o seguramente nadie puede juzgar los tiempos de los demás).
El deseo sincero de vivir como Él enseña, don del Espíritu, lucha con la fragilidad humana, la carne, tal y como leemos en la carta a los Gálatas: «Estas cosas se oponen entre sí, de modo que no hacéis lo que queréis» (5,17). ¿Es una herejía decir que esta situación de lucha entre el Espíritu y la carne puede convertirse en sí misma en una carga para el creyente?
Un experto en ciencias humanas podría responder con conocimiento de causa. Mientras tanto, nos queda la exhortación del Apóstol: «Llevad las pesadas cargas los unos de los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo» (Gál 6,2).
No puede faltar una referencia al relato de Pentecostés, con el milagro de las lenguas. En la Eucaristía de la víspera se lee el relato de los pueblos que abandonan la construcción de la torre de Babel después de que se confundieron las lenguas, lo que sugiere la interpretación de Pentecostés como antibabel: la reunión de los pueblos, hablando, podríamos pensar, la misma lengua.
Sin embargo el significado implícito es erróneo. Los pueblos se reúnen, pero las lenguas siguen siendo diferentes. No se trata de una segmentación de la campaña publicitaria para llegar a todos los diferentes segmentos de la clientela. Ese relato nos dice que la diversidad es un hecho, es más, un valor; que no importan las lenguas en las que nos expresamos, sino lo que decimos.
Esa historia anticipa la misión de llevar la Buena Nueva a todas las lenguas, a todas las culturas, enriqueciéndose con las diferencias.
¿No debería ser esta la matriz de la Iglesia cristiana? La famosa lógica del et et (una cosa Y otra, actitud opuesta a la lógica aut aut, que acaba excluyendo a alguien).
Solo desde la unidad en Jesucristo, cabeza, adquiere sentido la pluralidad entre los miembros del cuerpo, que enriquece a la Iglesia, superando cualquier tentación de uniformidad. A partir de esta unidad en la pluralidad, con la fuerza del Espíritu, la Iglesia está llamada a abrir caminos y, al mismo tiempo, a ponerse ella misma en camino.
La pluralidad de Pentecostés era esencialmente una pluralidad geográfica, pero desde sus inicios la Iglesia se enfrenta a otras pluralidades mucho más exigentes.
El esfuerzo de la pluralidad es quizás la enésima carga que debemos aprender a llevar; poco a poco, pero sin aplazarla a un futuro indeterminado.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF



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