Razonando con ironía y lucidez el absentismo en las elecciones
El abstencionismo electoral es una espina clavada en el costado de la democracia. Las urnas vacías desfiguran la imagen idealizada de los gobernantes legitimados para actuar gracias al consenso recibido de su dócil pueblo. El no voto desafía a la democracia en la medida en que constituye una crítica, ni siquiera tan velada, a sus actores y sus procedimientos.
Al abstenerse, los votantes pretenden pagar a los gobernantes con su propia moneda, cuyas dos caras son la indiferencia y la hostilidad. La difusión de estas actitudes da lugar a una especie de venganza popular —descrita magistralmente por José Saramago en su Ensayo sobre la lucidez— que mete a todos los políticos en el mismo saco.
De ahí también se origina el aumento del abstencionismo que se registra, desde hace al menos tres décadas, en casi todas las democracias occidentales. A pesar de que el desafío es fatal y ya no se puede fingir que no se ve su alcance y sus consecuencias, el tema de la escasa participación en las votaciones tiene dificultades para imponerse en la escena pública y política.
El debate sobre el tema tiene, como mucho, un carácter cárstico y espontáneo. El elefante en la habitación sigue siendo ignorado. Solo en vísperas de las elecciones, los políticos y los opinadores se dan cuenta de su existencia, discuten sobre su forma y sobre por qué sigue creciendo desmesuradamente. Pero, una vez apagados los focos, el elefante es rápidamente expulsado. Al igual que ocurre con los malos pensamientos.
Es en medio del debate electoral cuando suele abrirse paso —y disfrutar de un destello de notoriedad inmerecida— el partido de los abstenidos. La fórmula está muy manida, de tanto usarla. Sin embargo, conserva intacto todo su potencial evocador.
Es más, decir que el de los abstenidos es «el primer partido» tiene incluso el prodigioso poder de poner (casi) a todos de acuerdo. Los votantes enfadados con la política se regocijan íntimamente porque, aunque se han retirado del juego, consideran que han ganado la carrera, ya que su partido, el de la abstención, ha conquistado inesperadamente el escalón más alto del podio.
No se regocijan, pero ponen buena cara al mal tiempo los políticos y los partidos, que se cuidan mucho de razonar en términos de votos absolutos (y no porcentuales) y que, en el peor de los casos, siempre pueden decir que han sido derrotados no por adversarios reales, sino por un ejército oscuro e invencible, el de los abstencionistas.
Las fuerzas en liza eran desiguales y, al final, incluso la derrota resulta inofensiva, ya que no afecta a los escaños ni a las posiciones de poder. Se frotan las manos los periodistas y los opinadores que pueden contar, al menos durante unos días y a precios muy módicos, con un invitado fijo en sus análisis y programas de entrevistas.
Sin embargo, el partido de los abstenidos no existe. La expresión subentiende, de hecho, que los no votantes tienen una cohesión interna, intereses comunes y la capacidad de formular propuestas coherentes, similares a las de los partidos que compiten —con símbolos, listas y candidatos— en las elecciones.
Pero los abstencionistas son, somos (yo me incluyo cada vez más) en realidad, un pueblo más nómada que sedentario, cuya composición interna es bastante cambiante. Hay quienes se abstienen en unas elecciones, pero no en las siguientes. Quienes votan en las elecciones políticas y desprecian las europeas. Quienes querrían votar, pero esta vez no pueden; así como hay quienes podrían votar, pero al menos esta vez, por alguna razón, no quieren. Hay votantes alejados de la política, que la desprecian y no entienden muy bien su sentido, y hay votantes hiperpolitizados, que no votan porque están decepcionados con la oferta política que se les presenta. Algunos incluso fingen votar, pero luego dejan la papeleta en blanco. Otros …
Una vez aclarado que los abstencionistas se parecen más a un desfile de carnaval que a un partido, nos podemos detener en sus causas, sus consecuencias y en algunos posibles remedios.
La investigación sociopolítica suele identificar al menos tres tipos de factores como causas de la abstención.
1.- El primero de ellos se refiere a los aspectos institucionales, como la obligatoriedad del voto, el tipo de sistema electoral, el desarrollo contextual de las elecciones, las modalidades de inscripción en los registros electorales y los aspectos procedimentales y logísticos del voto.
2.- Luego están los factores de naturaleza política, entre los que destacan la competitividad, la verborrea esloganística y superficial de las elecciones en cuestión, el volumen del gasto de los candidatos y los partidos para la campaña electoral, y el grado de fragmentación política y dispersión partidista.
3.- Por último, hay que tener en cuenta las características sociodemográficas y económicas del electorado y de la sociedad en su conjunto. Entre estas, las más relevantes son: la amplitud, la composición, la concentración y la estabilidad de la población, y las desigualdades en la distribución de la renta.
Para comprender cuáles son las causas del abstencionismo electoral, los factores mencionados deben integrarse con los relativos al nivel individual. También en este caso, el análisis suele tener en cuenta decenas (si no cientos) de variables.
Entre las variables que han recibido mayor atención, se pueden mencionar en primer lugar el sentido subjetivo del deber del voto, que deriva esencialmente del proceso de socialización política experimentado por el individuo y del significado atribuido al acto de votar en una comunidad política específica. Los factores que definen la posición central o periférica de un votante en la sociedad —como el nivel de educación, la edad, el género, el tipo de ocupación laboral, los ingresos, la clase social a la que pertenece o la de su familia— son otros elementos ampliamente investigados en los estudios sobre el abstencionismo. Hay también otros aspectos sociales y políticos (como la pertenencia a redes asociativas u organizaciones políticas) y psicológicos (como el sentido subjetivo de eficacia política) igualmente muy presentes en los análisis y las investigaciones sobre el tema.
Es la peculiar combinación de estos factores la que explica, en cada elección, cuántas y qué personas acudirán a las urnas. Sin embargo, cada vez más, esta combinación produce una escasa participación electoral.
El problema que se deriva de ello es que, si el umbral de participación se reduce más allá de cierto punto, el abstencionismo parece inexorablemente destinado a retroalimentarse. Si vota una minoría de electores, es evidente que, tarde o temprano, también desaparecerá el sentido del presunto deber del voto, verdadero freno a la abstención.
El relevo generacional, con el avance de aquellos que han crecido sin el «coste moral» del no voto, del presunto deber de una determinada defensa democrática, …, hará poco a poco el resto. Con todo, la trayectoria descendente de la participación no parece lineal. Las crisis económicas (y sus «remedios») son cortes que dejan cicatrices profundas en el cuerpo electoral, largas y difíciles de curar.
Sin embargo, se equivoca quien piensa que solo la disminución cuantitativa de la participación constituye un problema para la democracia. Por el contrario, también hay que preocuparse (o quizás sobre todo) por sus aspectos, por así decirlo, cualitativos.
Menos votantes en las urnas implica que la ya escasa participación se vuelve cada vez más desigual, con la expulsión del circuito de la representación democrática de los sectores más débiles y marginales de la población.
Esto, como es fácil de imaginar, tiene una repercusión tangible y directa en los intereses de estos grupos sociales, cuya voz, sobre todo en la política descalificadora y vociferante de hoy en día, resultará aún más débil y marginal, si cabe.
En consecuencia, las políticas públicas, decididas por un personal político que estos votantes no han contribuido a seleccionar y del que no reciben ningún halago, responderán cada vez menos a sus necesidades, agravando aún más su condición de debilidad y marginalidad en el sistema.
¿Qué remedios adoptar, entonces, para relanzar la participación electoral o, al menos, frenar la carrera del abstencionismo?
El debate público y político sobre los remedios se centra principalmente en los instrumentos que facilitan el voto. Es decir, remedios que pretenden hacer mella en el tótem del voto «tradicional», que prevé que este se emita personalmente, en persona, el día de las elecciones, en el colegio electoral «natural» (es decir, el vinculado al lugar de residencia).
Entre las posibles soluciones que se debaten de vez en cuando se encuentran: el voto electrónico, el voto por correo, el voto por delegación, el voto anticipado supervisado y el voto en un colegio electoral distinto al vinculado al domicilio.
Intervenir eficazmente sobre quienes, por diferentes motivos, pero sin duda también por desconfianza y hostilidad hacia la política, no quieren, no queremos, votar es, de hecho, una tarea mucho más ardua y con resultados muy inciertos.
Sin duda, como suelen hacer algunos políticos en las semanas previas en relación con el referéndum, incitar a los votantes a no quedarse en casa puede entenderse como la gran proclama lanzada en favor de la presunta sacralidad democrática del acto de votar, aspecto que toda la literatura considera como el verdadero y único freno al abstencionismo.
Una vez que uno comienza a dudar y, llegado el caso, deja de creer en presuntas sacralidades interesadas, comienza a ver con otros ojos la crecida de la abstención. Una crecida que, periódicamente y con cada vez más frecuencia, inunda una pretendida democracia dócil y satisfecha a pie de urna.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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