Solo un Dios puede salvarnos
La brusca afirmación de Martin Heidegger en la entrevista concedida a la revista «Der Spiegel» en 1976: «Solo un Dios puede salvarnos», siempre ha suscitado perplejidad. Para entenderla, y como siempre, es necesario ante todo situarla en su contexto.
Martin Heidegger hablaba del dominio planetario de la técnica, que nada parece capaz de gobernar. La filosofía y otras fuerzas espirituales —la poesía, la religión, las artes, la política— han perdido la capacidad de sacudir o, al menos, de orientar la vida de los pueblos occidentales.
De ahí el amargo diagnóstico de que «no pueden producir ningún cambio inmediato en el estado actual del mundo» y la inevitable consecuencia de que «solo un Dios puede salvarnos».
No se trata aquí en absoluto de una profecía milenarista. El mismo Martin Heidegger decía inmediatamente después que debemos prepararnos no solo «para la aparición de un Dios», sino también y más bien «para la ausencia de un Dios en su ocaso, para el hecho de que nos hundimos ante el Dios ausente».
Huelga decir que el diagnóstico de Martin Heidegger no ha perdido hoy nada de su actualidad, sino que, si cabe, es aún más irrefutable y cierto. Buena parte de la humanidad ha renunciado al rango decisivo de los temas confesionales religiosos y ha creado una esfera especial en la que recrear la espiritualidad: la cultura.
Es verdad, también, que buena parte del arte, la poesía, la filosofía y otras artes espirituales, cuando no están simplemente apagadas y agotadas, suelen confinarse en museos e instituciones culturales de todo tipo, donde sobreviven como entretenimientos y distracciones más o menos interesantes del aburrimiento de la existencia (y a menudo no menos tediosamente aburridos).
¿Cómo debemos entender entonces el amargo diagnóstico del filósofo? ¿En qué sentido «solo un Dios puede salvarnos»?
Desde hace casi dos siglos, desde que Hegel y Nietzsche declararon su muerte, Occidente ha perdido a su dios. Pero lo que hemos perdido es solo un dios al que se le puede dar un nombre y una identidad.
La muerte de Dios es, en realidad, la pérdida de los nombres divinos -«faltan los nombres divinos», se lamentaba Friedrich Hölderlin-.
Más allá de los nombres con los que llamamos dios, queda lo más importante: lo divino. Mientras seamos capaces de percibir como divinos una flor, un rostro, un pájaro, una poesía, una melodía, un gesto, la Sagrada Familia de Antonio Gaudí o un hilo de hierba, podremos prescindir de aquellos nombres con los que nosotros nos atrevemos a llamar dios, de aquel dios al que se le pueda dar un nombre.
Nos basta lo divino, el adjetivo nos importa más que el sustantivo. No «un dios de hechura humana», sino «solo lo divino puede salvarnos».
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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