domingo, 8 de junio de 2025

Santa María, Madre de la Iglesia.

Santa María, Madre de la Iglesia

El 21 de noviembre de 1964, al término de la tercera sesión del Concilio Vaticano II, éste declaró a la Virgen María Madre de la Iglesia, es decir, de todo el pueblo cristiano, tanto de los fieles como de los pastores, que la llaman Madre del Amor. 

Con motivo del Año Santo de la Reconciliación (1975), la Sede Apostólica propuso una Misa votiva en honor de la bienaventurada María Madre de la Iglesia, que posteriormente se incluyó en el Misal Romano; también concedió la facultad de añadir la invocación de este título en las Letanías Lauretanas (1980). 

El Papa Francisco, considerando atentamente cómo la promoción de esta devoción puede favorecer el crecimiento del sentido maternal de la Iglesia, así como de la auténtica piedad mariana, estableció en 2018 que la Memoria de la Bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia, fuera celebrada en el Calendario Romano el lunes después de Pentecostés.

La Iglesia nace de un parto. De hecho, nace del costado traspasado de Jesús. Sin duda, aquel soldado romano al que se le encomendó la ingrata tarea de atravesar con una lanza el costado de Jesús no podía ni imaginarlo. 

Dios escribe recto en las líneas más torcidas, y lo hace independientemente de nuestra conciencia. El soldado fue a decretar el fin de la vida de aquel hombre crucificado y Dios, con ese golpe de lanza, dio a luz a la nueva humanidad. 

¿Qué tiene que ver el parto con la escena cruenta de la cruz? 

La idea del parto es obviamente simbólica, pero eso no significa que no sea cierta. 

¿Por qué sale sangre y agua del costado de Jesús? ¿Acaso no salen sangre y agua cuando una mujer da a luz? ¿No representa el agua el bautismo, sacramento de la vida que renace? ¿Y no habla también la sangre de la vida? ¿Y no recuerda el Génesis, cuando de la costilla de Adán nace Eva? 

En el Evangelio, de la costilla traspasada de Jesús nace su esposa, la Iglesia. Bajo esa cruz está María, madre de Jesús. La maternidad de María, como su nueva tarea encomendada por su Hijo, nace bajo la cruz, en medio del dolor del Stabat Mater, porque la vida nueva siempre nace del dolor, de una lanza que te traspasa, de una crisis, de una muerte. 

Aquel viernes, Jesús, al entregarse a la muerte, no solo nos salvó, sino que nos hizo renacer a una vida nueva. Y esta vida nueva la confió a la ternura de María, que es la Iglesia. La Iglesia es un viejo barco que atraviesa el mar de la vida. 

Quizás se parezca más a un viejo barco pesquero que a un crucero, pero su fuerza no está en los pecados del puente, es decir, en la parte visible y superior de la barca, la que surca el mar, sino en la santidad de la bodega, que desde abajo garantiza siempre y en todo momento que se mantenga a flote. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

Posdata:

Una reflexión al Cardenal Camillo Ruini 

No se trata, creo, de reunificar la Iglesia. 

Basta esta frase “reunificar la Iglesia católica” para comprender la profundidad de la hipocresía de cierta Iglesia católica. 

¿Reunificar? ¿Pero qué Iglesia católica se ha dividido? 

¿Quizás la Iglesia católica de los cardenales inquietos, que se han sentido cuestionados por un Papa que hablaba de los pobres, de la paz, del Evangelio vivido y no solo predicado? 

¿Quizás la Iglesia católica de los nostálgicos, que añoran la estabilidad de un orden jerárquico que se perpetúa sin cuestionarse? 

La Iglesia católica no se ha dividido por culpa del Papa Francisco. 

La Iglesia católica se ha revelado tal y como es: una comunidad viva, hecha de tensiones, heridas y diversidades. 

Una Iglesia católica en la que no todos han acogido la invitación del Papa Francisco a «salir», a «caminar juntos», a romper los muros de la hipocresía clerical. A abrir la puerta para dejar entrar a la gente. A toda la gente. 

Hablar hoy de «reunificación» significa en realidad decir: 

«Por fin un Papa que nos tranquiliza. Que habla nuestro idioma. Que no nos pide demasiado. Que no nos da miedo». 

Es solo el retorno a un lenguaje familiar —los signos papales, la doctrina «segura»— como si el pasado fuera un Edén que hay que añorar, y no una carga que hay que transformar. 

Pero una Iglesia católica unida porque está apaciguada, porque está normalizada, no es una Iglesia evangélica. Es una Iglesia domesticada. Un club para unos pocos, no una casa para todos. 

La verdadera unidad —la que el Papa Francisco ha intentado sembrar— no es uniformidad, no es silencio complaciente. 

Es unidad en la diversidad, en la tensión, en el valor de cambiar. 

Si el Papa León XIV realmente quiere «reunificar la Iglesia católica», no bastará con tranquilizar a los cardenales. 

Tendrá que hablar con las mujeres. 

Tendrá que escuchar a los laicos. 

Tendrá que reconocer los pecados de la Iglesia y no encubrirlos. 

Tendrá que devolver la palabra a quienes nunca la han tenido. 

Tendrá que acoger con la misma verdad tabto el grito de Gaza como el llanto de los abusos dentro de la Iglesia católica. 

Tendrá que dejar espacio al Espíritu Santo, incluso cuando el viento sople con fuerza. 

Si esto no ocurre, entonces el deseo de reunificar la Iglesia católica no será más que otra máscara de esa hipocresía eclesiástica que predica la unidad, pero teme la verdad.

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