Trinidad, sonrisa de Dios
Cuando alguien nos pregunta por una cualidad de Dios, solemos elegir la omnipotencia. Olvidamos una que tiene en común con nosotros, si nos hizo a su imagen y nos vio muy hermosos (Génesis 1): el deseo de estar con los demás.
Lo extraño es que, en una imagen, no logramos expresarlo adecuadamente. Nos gustaría cantarle himnos «con arte» (Sal 47), sobre todo en su festividad, y sin embargo experimentamos lo difícil que es comunicar a Dios como una comunidad de amor.
El arte occidental, sobre todo entre los siglos XV y XVI, nos ha dado Trinidades metafísicas, que incluso en la tierra parecen estar en el cielo. Y donde solo Jesús crucificado hace presente la historia.
En muchos casos parecen nuevas Piedad, en las que es el Padre quien sostiene a Jesús. Pero el Espíritu, además de distinguirse con dificultad, parece postizo, carente de relación con las otras dos personas.
Para cambiar de perspectiva, la Trinidad se inspira en el Antiguo Testamento, tomando como punto de partida a los tres viajeros huéspedes de Abraham en las encinas de Mamre (Génesis 18): una página que debiera conmovernos.
Que los viajeros, representados como ángeles, son una manifestación de la Trinidad divina, se entiende por los diálogos: de los tres, solo uno habla, en primera persona del singular; además, Abraham los llama «mi Señor», dirigiéndose a ellos tanto de tú como de usted.
Muchos artistas se han inspirado en ese encuentro captando la circularidad del amor de la Trinidad, haciendo desaparecer las jerarquías y pintando a cada uno mirando hacia el otro. Con una imagen más completa que la basada en la relación amorosa entre dos (padre-hijo o esposo-esposa).
El mérito del Génesis es no convertir la Trinidad en un símbolo fuera del tiempo, sino mostrarla en acción, mientras —«en la hora más calurosa del día», bajo una luz de fuego— recibe la hospitalidad de Abraham y Sara.
Contento de que el hombre se le parezca... y contento también de parecerse a él, Dios imita a Abraham al salir de su tierra: su visita expresa el deseo de incluir a otros, de enriquecer y de enriquecerse con una familia humana.
Otra cualidad de Dios que emerge del relato (y que, por alguna razón, nunca se representa) es su rostro sonriente. Por el placer de dar alegría, Dios hace fértil a Sara, haciendo que de dos se conviertan en tres personas, como Él.
La pareja no sabe hacer otra cosa que esbozar una sonrisa escéptica, creyendo más en sus propios límites (ella tiene 90 años y él 100) que en Dios. Solo al nacer su hijo reconocerá que Dios le ha dado «motivo de alegría».
Y dejará constancia de ello en el nombre de Isaac, que significa «Él ríe» (o «Dios le sonríe») y recordará la felicidad de Dios cada vez que se pronuncie su nombre.
P. Joseba Kamiruaga Mieza
CMF
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