Aquel conflicto entre el ser humano y la naturaleza
Quizás, ante el negacionismo medioambiental de las derechas de todo el mundo, los progresistas y los ecologistas deben hacerse más creativos e imaginativos. Porque sigue imperando esa conciencia de la derecha político-cultural afanada en afirmar la inocencia del hombre frente al colapso del planeta. En realidad, nada nuevo bajo el sol.
La pandemia de Covid ha sido el ensayo general neurótico y el sangriento campo de batalla de una guerra mundial que aún está en curso y no es la que enfrenta a unos contra otros, ni siquiera la que enfrenta a Occidente y el Islam: es, en cambio, el conflicto infinito entre el hombre y la naturaleza, entre la aspiración del primero a dominar la segunda y el poder del mundo físico contra la civilización humana, sus maravillosos logros y sus espantosos horrores.
El Covid ha sido un formidable observatorio de las acciones y reacciones de los individuos en circunstancias extremas, cuando están en juego la vida y la muerte y se manifiestan los impulsos más profundos: pánico y psicosis, fobia y angustia.
La pandemia ha anticipado lo que ahora está sucediendo con el cambio climático, interviniendo no solo en el inconsciente colectivo, sino también en la mentalidad social, produciendo interpretaciones del mundo y de las cosas, activando fantasías, pesadillas y construcciones culturales.
El complotismo, tan presente en el relato de la pandemia y la crisis medioambiental, es un mecanismo de interpretación de lo desconocido y temido, basado en una lógica aparentemente férrea, con conexiones muy estrechas y vínculos sólidos, todos sometidos a un régimen de causa-efecto que no admite excepciones. Esto es lo que ha permitido una lectura compacta y completa de toda la historia, donde todo encaja.
No hace falta decir que una trama similar satisface plenamente la confusión y la frustración de muchos, responde a todas las preguntas y desvela todos los misterios. En definitiva, lo explica todo. El lenguaje de la conspiración se construye íntegramente sobre expresiones como «no es casualidad que...», «será una coincidencia, pero...», y responde puntualmente al escepticismo colectivo de una opinión pública sospechosa y desconfiada hasta la paranoia.
De ahí la sombría mitología sobre los orígenes del Covid, la letalidad de las vacunas, las estrategias de manipulación de las masas. Todo ello se ha fusionado con una orientación político-cultural abiertamente de derechas y se ha trasladado al ámbito del cambio climático y las políticas relacionadas con él.
En poco tiempo, esta subcultura se ha convertido en negacionista con respecto a la crisis medioambiental, utilizando argumentos copiados palabra por palabra de la polémica sobre el Covid. El cambio climático sería un invento de los poderes fácticos, destinado a disciplinar las costumbres y el consumo de las personas, a condicionar sus opciones y estilos de vida, a reforzar un sector productivo en detrimento de otro, a inspirar relaciones comunitarias preindustriales. El resultado de esta campaña propagandística es, una vez más, «de derechas».
Pero luego sucede que la derecha acaba asustándose de sus propias palabras. Cuando la crecida, por poner un ejemplo, del Río Guadalupe en Texas (Estados Unidos de América) la enfrenta a algunos datos brutales, ¿cómo responder a quienes sostienen que esa tragedia se debe a los despidos y recortes en el sistema de previsiones meteorológicas? Además, evidentemente, de la gravísima negligencia en materia de riesgo hidrogeológico.
La derecha corre a refugiarse, elude las causas de los fenómenos extremos y se envuelve en el sentido común de los insensatos: en verano siempre ha hecho calor, en invierno siempre ha hecho frío. Así, esa derecha afirma un negacionismo aparentemente más respetable: el cambio climático existe, pero el hombre no es responsable de él.
Esto lleva a un singular giro: el hombre sería inocente, hijo dócil de la naturaleza y parte integrante de ella, amigo y no enemigo. Se atribuye al ser humano una inocencia absoluta en nombre de un optimismo ilusorio.
Esto tiene algunas consecuencias: el hombre no tiene un papel dominante, y por lo tanto destructivo, en el gobierno del planeta. Es, precisamente, inocente y, por lo tanto, sin responsabilidad ni culpa.
En realidad, todo esto es coherente con la profunda inspiración antiecológica de la derecha. Esta se centra, en sus fundamentos, en el aquí y ahora, en el presente y en lo cercano; es soberanista e inmediatista, totalmente ajena a las categorías de lo lejano y lo futuro, e irresistiblemente inclinada a ignorar las causas de lo que ocurre hoy y las responsabilidades de lo que ocurrirá mañana.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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