La casa de alegría con la puerta estrecha
Señor, ¿son pocos los que se salvan? «Salvarse»: palabra que solo entienden los que se están ahogando o los que se han perdido y no ven el fondo. Con esta «parábola», Jesús añade otro capítulo a su relato de la salvación, habla de una puerta, de una casa llena de fiesta, de gente apiñada que pide entrar.
Una casa, ante todo: una casa grande, tan grande como el mundo: vendrán del este y del oeste, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios. La salvación es una casa que resuena de un bullicio multicolor, donde han atracado los barcos del sur y las caravanas de Oriente. Esa casa parece casi el nudo de las transversales del mundo, el centro de gravedad de la historia, el puerto.
Así nos cuenta la salvación, como una casa llena de fiesta, una casa convertida en mesa, una casa convertida en liturgia de rostros y ojos brillantes en torno al aroma del pan y las copas de vino: «Entra, siéntate, ¡la vida está en la mesa!». Para estar bien, todos necesitamos pocas cosas: un poco de pan, un poco de afecto, un lugar donde sentirnos en casa, no errantes ni exiliados, ni náufragos ni fugitivos, sino con el calor de un fuego, protegidos por una puerta que aleja un poco más la noche.
Cuando el dueño de la casa cierre la puerta, los que quedéis fuera empezaréis a llamar diciendo: Señor, ábrenos. Hemos comido y bebido contigo, has enseñado en nuestras plazas. Pero Él os dirá: No os conozco.
Si trasladamos esas imágenes al plano de nuestra vida espiritual o comunitaria, esas palabras se convierten en: Señor, somos nosotros, siempre hemos venido a la iglesia, hemos escuchado mucho el Evangelio y muchos sermones, nos hemos confesado y comulgado, ¡ábrenos!
¿Por qué no se abre esa puerta, por qué ese duro «no os conozco»? Son hombres y mujeres devotos y practicantes, pero han cometido un error que lo echa todo por tierra: llevan una lista de muchas acciones realizadas por Dios, pero ninguna por los hermanos; son actos religiosos, pero que no han transformado su vida a la medida de la de Cristo.
No basta con comer a Jesús, el pan verdadero, hay que hacerse pan para ser reconocidos como discípulos, como aquellos que prolongan la vida de Jesús. «No os conozco», celebráis hermosas liturgias, pero no celebráis la liturgia de la vida.
La medida está en la vida: no se puede amar a Dios sin pagar el precio con la moneda de la vida donada, comprometida por el bien de los demás, al menos con un vaso de agua fresca...
«No es por cómo me habla alguien de las cosas del cielo que yo entiendo si ha permanecido en Dios, sino por cómo habla y hace uso de las cosas de la tierra» - Simone Weil -. Y es que solo entra en el cielo de Dios quien lleva sobre sí la tierra de los hombres.
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