¡Cuidado! - San Lucas 12, 13-21 -
Ten cuidado y aléjate de la codicia, que es el deseo que nunca se sacia, porque tu vida no depende de lo que posees.
No, no es la frase pegajosa y bienintencionada del sermón del moralista de siempre. Es la propia experiencia de Jesús. Que hoy añadiría: ten cuidado porque tu felicidad no depende del juicio de los demás, de los me gusta, de la fama, de tu aspecto. Ten cuidado porque tu felicidad depende de descubrirte amado, de elegir amar.
Y no, el Evangelio (incómodo) no es el sermón veterocatólico habitual de quienes escupen sobre la riqueza porque, en la Biblia, la riqueza es siempre un don de Dios. Pero la pobreza es siempre responsabilidad del rico que no utiliza sus bienes para ayudar a los demás a vivir con dignidad.
Y no, el hombre rico de la parábola no es condenado ni juzgado, sino amonestado porque se preocupa por administrar bien su riqueza y sus negocios (y hace muy bien), pero no invierte ni un ápice de tiempo e inteligencia en ocuparse de su alma.
Y no, Jesús no nos ha explicado en detalle cómo construir un mundo justo y solidario, del que la Iglesia debería (podría) ser profeta. Se niega a entrar en las disputas de los dos hermanos que se enfrentan ferozmente por cuestiones de herencia.
Así, el Evangelio nos sacude del aturdimiento para ayudarnos a vivir mejor, con sabiduría, no con necedad.
A prestar atención, a razonar en la dirección correcta.
Dile a mi hermano
El simpático discípulo sabe algo de esto, ya que, esperando obviamente que Jesús le dé la razón, le involucra para convencer a su hermano de que le dé su parte de la herencia. He visto familias destrozarse por cuestiones de herencia. Quitarse las máscaras por unos pocos miles de euros (y antes fueron por pesetas). Entonces gana el prepotente, cede el débil y el conciliador.
Pero Jesús no se deja meter en el juego.
Somos capaces de entender por nosotros mismos lo que es justo.
No, gracias
Jesús rechaza la invitación a tomar partido.
No, gracias: podemos entender perfectamente por nosotros mismos lo que es justo hacer.
No, gracias: Dios nos ha creado lo suficientemente inteligentes como para resolver cualquier cuestión práctica.
No, gracias: dejemos de pedirle a Dios que haga lo que podemos hacer perfectamente por nosotros mismos.
No, gracias: Dios nos trata como adultos, evitemos considerarlo como un director que nos resuelve los problemas.
No, gracias: Dios no nos ata los zapatos, ni nos limpia la nariz como a los niños pequeños, ni nos resuelve los problemas que podemos resolver perfectamente por nosotros mismos.
El mundo tiene su propia armonía, su propia lógica, sus propias leyes que, en última instancia, dependen de Dios, pero que funcionan por sí mismas.
Dios no se levanta por la mañana para dar una vuelta a la manivela para que el mundo se ponga en marcha, lo creó lleno de inteligencia y belleza, y nos corresponde a nosotros descubrir sus leyes intrínsecas.
La actitud de la Biblia, a este respecto, es adulta y madura: reconoce en Dios el origen de todas las cosas, pero deja al hombre la capacidad de gestionar la creación. No es necesario hojear las Escrituras para saber qué es bueno para la economía, la justicia, la paz, la solidaridad, basta con escuchar nuestro corazón, nuestra conciencia iluminada.
Codicia
Jesús aprovecha la pregunta para recordar a los dos hermanos, y a nosotros, una verdad incómoda: la codicia nos domina. El deseo de poseer, de controlar, de contener. Un deseo desenfrenado, loco, bulímico.
Poseer dinero, objetos preciosos, cosas de las que presumir, llamar la atención, hacerse ver, despertar interés, envidia.
Pero también poseer y controlar a las personas. Esposas, maridos, hijos, padres.
La codicia corre el riesgo de infectar nuestra visión del mundo. De hundirnos en la ansiedad, en el insomnio, como señala sabiamente el Qohélet, en la preocupación.
El mecanismo de la posesión es sutil.
Nunca he conocido a nadie, ni lo haré, que me diga explícitamente que vive para acumular. Siempre tenemos mil justificaciones: un nivel de vida más alto, la vejez, los imprevistos...
Y está bien, es comprensible.
Jesús no es un pobretón, no está en contra de los ricos, no es envidioso.
Nos advierte: cuidado, discípulo, la riqueza promete lo que no puede cumplir. La felicidad.
Solo Dios llena nuestro corazón. Solo Dios.
Jesús, paradójicamente, es muy libre al respecto: no dice que la riqueza sea algo sucio.
Solo dice que es peligrosa. Porque nuestro corazón está forjado para el infinito y solo el infinito, al final, puede satisfacerlo.
Despertemos, amigos.
El pobre rico
Mirad al pobre hombre de la parábola: un gran trabajador, no se nos describe como deshonesto ni codicioso, al contrario, nos conmueve su preocupación por hacer fructificar bien sus ganancias para luego disfrutarlas en paz... Su muerte no es un castigo, sino un acontecimiento posible, siempre dentro del orden de la autonomía de las cosas mencionadas anteriormente.
Quién sabe: tal vez el exceso de estrés, el exceso de trabajo, el exceso de cigarrillos sean la causa de su muerte repentina, y no la acción de Dios.
Jesús nos advierte: la riqueza nos engaña haciéndonos creer que poseer servirá para llenar nuestro corazón.
Como leemos en la ácida reflexión del Qohélet también nosotros constatamos que es inútil afanarse por acumular riquezas que otros disfrutarán. Aceptando la invitación de Pablo, si realmente hemos encontrado a Jesús, el orden de nuestras prioridades ha cambiado profundamente.
La Palabra nos propone un gran examen de conciencia colectivo, sin hacernos sentir culpables, proponiéndonos la esencialidad en la gestión de las cosas de la tierra, la absoluta rectitud para quienes, en las comunidades, deben administrar el dinero al servicio del anuncio del Reino.
Vayamos a lo esencial, como nos pide el Señor, dejemos que sean las cosas importantes las que guíen nuestra vida, nuestras elecciones.
Nuestro corazón no necesita dinero, sino otras riquezas muy diferentes, bienes inmensos, tesoros infinitos. La ternura de Dios.
Descubrir que somos amados por el Señor, y capaces de amar.
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