El servicio es la clave para entrar en el Reino
El único telón de fondo sobre el que se recortan las tres parábolas -los siervos que esperan a su señor, el administrador puesto al frente del personal, el dueño de la casa que monta guardia- es la noche, símbolo del esfuerzo de la vida, de la crónica amarga de los días, de todos los miedos que salen de la oscuridad del alma ansiosa de luz.
Es en la noche, en su largo silencio, donde a menudo comprendemos lo que es esencial en nuestra vida. En la noche nos convertimos en creyentes, buscadores de sentido, adivinos de la luz.
El otro hilo conductor de las parábolas es el término «siervo», la autodefinición más desconcertante que se ha dado a sí mismo. Los siervos de la casa, pero más aún un señor que se hace siervo de sus empleados, muestran que la clave para entrar en el reino es el servicio.
La idea-fuerza del mundo nuevo está en el valor de cuidar. Aunque sea de noche. No podemos ni siquiera empezar a hablar de ética, y mucho menos del Reino de Dios, si no hemos experimentado un sentimiento de cuidado por algo.
En la noche, los siervos esperan. Permanecer despiertos hasta el amanecer, con sus ropas de trabajo, las lámparas siempre encendidas, como en el umbral de un nuevo éxodo (cf. Ex 12,11) es «algo más», un exceso gratuito que tiene el poder de encantar al amo.
Y me parece oír en contrapunto su voz exclamar feliz: ¡Estos hijos míos, aún capaces de sorprenderme! Con un algo más, un exceso, una vigilia hasta el amanecer, un frasco de perfume, un perdón de todo corazón, las últimas monedas echadas en el tesoro, abrazar al más pequeño, el valor de atravesar juntos la noche.
Si al final de la noche lo encuentra despierto. «Si» lo encuentra, no es seguro, porque no se trata de una obligación, sino de una sorpresa; no de un deber, sino de un asombro.
Y lo que sigue es el trastorno que solo las parábolas, la punta más refinada del lenguaje de Jesús, saben transmitir: los hará sentarse a la mesa, se ceñirá sus vestiduras y pasará a servirlos. El punto conmovedor, lo sublime del relato, es cuando ocurre lo impensable: el amo que se hace siervo.
Los siervos son señores. Y el Señor es siervo. Una imagen inédita de Dios que solo Él se atrevió a mostrar, el Maestro de la última cena, el Dios invertido, arrodillado ante los discípulos, con sus pies en sus manos; y luego clavado en ese trozo de madera que basta para morir.
Me había confiado las llaves de su casa y se había marchado, con total confianza, sin dudar, con el corazón luminoso. El milagro de la confianza de mi Señor me seduce de nuevo: creo en Él porque Él cree en mí. Este será el único Señor al que serviré porque es el único que se ha hecho mi siervo.
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