De apestados a hombres libres - San Lucas 17, 11-19 -
Jesús sube a Jerusalén, toda su vida está proyectada hacia el encuentro con esa ciudad, cuna de la fe, pero también nido de avispas de una religiosidad agresiva y obtusa.
Sube con determinación, «con el rostro endurecido», escribe Lucas.
Atraviesa Samaria y Galilea.
Camina hacia lo absoluto. Camina hacia el ajuste de cuentas. Camina hacia lo sagrado.
Pero mientras tanto atraviesa la vida, las ciudades. Se encuentra con la gente, se confronta, actúa, vive.
Su vida interior no es algo aparte, lejano, inaccesible. No lo convierte en un extraño.
El Señor está presente. En sí mismo y en el mundo. Ve. Se da cuenta. Tiene compasión.
Tendría motivos para encerrarse en sí mismo, para meditar y reflexionar.
Pero no.
En el camino se le acercan diez leprosos que gritan desde lejos.
Si estamos en camino, toda la humanidad se nos acerca gritando. Podemos hacer como el rico que no ve a Lázaro, o aceptar el desafío de quienes esperan la salvación. Jesús ha hecho su elección.
Desde hace tiempo.
Gritan
Gritan los leprosos. Deben detenerse a distancia. Para que los escuchen, gritan.
Como sigue ocurriendo hoy en día, en nuestras caóticas vidas, en nuestras grandes y anónimas metrópolis, donde el ruido, las opiniones y las discusiones ahogan cualquier palabra pronunciada en voz baja.
La nuestra es una época en la que se grita.
Tienen que gritar para pedir piedad. Porque si callan, nadie se da cuenta de ellos.
Los rabinos decían que un leproso era como un muerto y solo podía contaminar a quien lo tocaba.
Y que la lepra era el máximo castigo que Dios infligía al pecador.
Son diez. Diez son los dedos de una mano, el número diez indica, en Israel, la totalidad. Todos estamos enfermos, todos somos leprosos, todos necesitados.
Su vida se consume viendo cómo su cuerpo se descompone, se pudre. Su alma, hace tiempo, murió, devorada por el juicio de la gente y por los sentimientos de culpa que les hacen creer culpables ante el dios despiadado de los fariseos. Colgados del juicio despiadado de los demás, como nosotros, a menudo.
De los diez, uno es extranjero, enemigo, un samaritano.
La enfermedad y el dolor unen a todos los hombres, sin distinción de religión o etnia. El sufrimiento es y sigue siendo la experiencia más común del vagar humano.
Gritan su dolor, su abandono, su lenta e inexorable putrefacción.
Piden piedad, la compasión que nadie les ofrece. Y, tal vez, esperan una limosna.
Jesús les pide que vayan a los sacerdotes para ser curados.
A veces, Jesús nos cura a plazos, nos pide que nos pongamos en camino para ver los resultados.
A veces, Jesús, con su simpatía, nos pide que vayamos a
un sacerdote para ser curados.
El Templo
Es una herencia del antiguo Israel, cuando el sacerdote también hacía las veces de médico oficial: solo él podía certificar la curación y la reinserción de un leproso.
El Señor los envía a los sacerdotes, respeta el pasado de Israel, no ha venido a cambiar ni una letra ni una coma, sino a cumplir, a devolver a su origen el proyecto de Dios.
La curación no es instantánea, requiere un camino, obliga a confiar; Dios no ama los milagros espectaculares, siempre pide conciencia, camino, confianza, mediación.
Se necesita toda la vida para curarse de la lepra del pecado y la soledad. No hay cambios definitivos que no requieran tiempo y paciencia, constancia y confianza.
Los diez se van, quizá decepcionados por no haber visto su piel sanada al instante y, mientras caminan, se dan cuenta de que están curados.
A muchos de nosotros también nos pasa que nos curamos por el camino, cuando dejamos de poner condiciones a Dios y a nosotros mismos. Solo caminando hacia el Templo somos purificados de toda lepra del corazón.
Asombrados, desconcertados, conmocionados, los leprosos curados cumplen la petición de Jesús y van al sacerdote. Excepto uno, el que no tiene Templo, ni sacerdotes, ni religión.
Su Templo, en el monte Garizim, ha sido arrasado por los judíos.
No sabe adónde ir y vuelve sobre sus pasos. No tiene un Templo
propio adónde ir. Vuelve a otro Templo.
Al verse curado
Al verse curado, cuenta Lucas.
Por fin se ve a sí mismo. Ve lo que es, de verdad. Por fin se ve con una mirada nueva. Ve que ha cambiado, que ya no es el mismo.
Ahora está curado. Por dentro y por fuera. La piel está sana, ahora le toca sanar la mirada.
Acostumbrado a considerarse maldito por Dios, víctima
elegida, destinatario de un destino horrible.
Su pensamiento se cura. Su alma se cura.
Descubre que es amado.
Al verse curado.
Eso es lo que nosotros también podemos hacer. Dios nos cura, claro, pero solo si nos ponemos en camino, solo si nos vemos por dentro, solo si nos observamos, solo si tomamos conciencia.
No es nuestra vida la que cambia, es la mirada que tenemos sobre ella.
De víctimas a protagonistas. De apestados a hombres
libres.
Alabando
Solo uno vuelve para dar las gracias, lleno de fe.
Jesús, descorazonado, constata que diez han sido sanados, pero solo uno salvado.
El samaritano regresa alabando a Dios en voz alta, no puede callar, grita su alegría, su soledad y su marginación han terminado por fin. ¿Y los demás? Pregunta Jesús.
Nada, desaparecidos, se han esfumado.
Curar a los hombres de su ingratitud es mucho más difícil que curarlos de sus enfermedades.
Ser curado no significa ser salvado.
Los nueve ingratos son el icono perfecto de un cristianismo muy extendido, que recurre a Dios como a un poderoso sanador al que invocar en momentos de dificultad. Qué triste imagen de Dios se fabrican aquellos que recurren a Él cuando lo necesitan, que dejan a Dios muy lejos de sus decisiones, de su familia, para luego enfadarse y sacarlo a colación cuando algo sale mal en sus planes. Los nueve están curados: han obtenido lo que pedían, pero no están salvados.
Encerrados en su visión parcial y distorsionada de Dios, curados de la lepra de la piel, ni siquiera ven la lepra que tienen en el corazón.
El Dios al que han invocado es el Dios de los remedios imposibles, no el Templo en el que habitar, el Poderoso al que corromper y convencer, no el Dios que, en la curación, da testimonio de que ha llegado el tiempo mesiánico.
Es hora de caminar, confiando en el Señor.
Es hora de vernos con una mirada diferente, curados, por fin.
Es hora de volver gritando a voz en cuello la gloria de Dios y las obras que realiza en nosotros.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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