El asombro por la persona y la vida de Dietrich Bonhoeffer: fijaos en el desenlace de su vida e imitad su fe (Hb 13, 7)
Ochenta años después de su muerte, volvemos a preguntarnos por Dietrich Bonhoeffer. A hacer cuentas con lo que nos dejó en herencia. La reflexión teológica analiza y discute su legado espiritual y teológico; las Iglesias se preguntan cómo gestionarlo en estos tiempos. El legado, si no se congela en un sentido museístico, requiere tanto el deseo de comprender en profundidad el sentido de lo recibido como el riesgo necesario de situar el bien adquirido en herencia en los nuevos espacios habitados por los herederos. Esto es lo que han intentado hacer las diferentes contribuciones también incluso en forma de largometraje.
Pero antes incluso de estos dos pasos necesarios, hay que situar el asombro por el don recibido. Un asombro que no se agota en frases de circunstancia, en elogios celebratorios, a los que inevitablemente sigue la visita al vertedero para deshacerse de una donación demasiado voluminosa y que no encaja con el diseño actual de la casa.
En la elaboración de la herencia —si se puede decir así—, el momento del descubrimiento del testamento es un paso decisivo y no solo una premisa emocional. Si la precisión notarial es necesaria para restituir el alcance exacto del legado, y la posterior gestión de lo recibido determinará el impacto real de esa herencia, el asombro inicial muestra el grado de implicación del beneficiario en esta operación, que va más allá de la simple transacción de bienes, revelándose como ingrediente decisivo en la delimitación del horizonte histórico en el que cobra sentido su singular forma de estar en el mundo.
Singular, porque el asombro pasa por el filtro de la propia experiencia, sin pretender que otros sientan lo mismo. Es del orden de lo «testimonial», no de la objetividad académica ni de la plausibilidad eclesiástica.
Hay que tomarme, por tanto y también en este tema, con cautela: no pretendo decir nada nuevo sobre Dietrich Bonhoeffer ni presentar su figura a quienes aún no la conocen. Solo pretendo la comunicación de un asombro, del impacto de una historia biográfica y espiritual tan diferente a la mía. Intento expresar mi asombro ante este ser humano y este cristiano: es la admiración por un hombre que logró «ir más allá» de la situación en la que se encontraba.
Había nacido en una familia acomodada, con excelentes contactos en la sociedad que cuenta. Sus dotes intelectuales le habían abierto una carrera como teólogo de éxito. Y como tal, se le había ofrecido la posibilidad de enseñar en el extranjero, en un entorno al abrigo de la furia nazi. Sin embargo, no aprovechó estos privilegios para huir, para asegurarse un lugar seguro.
Su «ir más allá» no solo se refería a las condiciones materiales de su vida: era un estilo que había penetrado en su alma. Él, aristócrata, es decir, situado en lo alto, y capaz desde esa posición privilegiada de abarcar con una mirada vedada a la mayoría el panorama social y teológico; he aquí que busca una «mirada desde abajo».
No «desde arriba hacia abajo», sino precisamente «desde abajo», con la paciencia de quien se despoja de las grandes deducciones aprendidas a lo largo de una excelente formación y vuelve a mirar, a escuchar, a hacer preguntas, como si se asomara a la vida por primera vez. ¿Cómo es posible habitar la tierra de esta manera? ¿Y cómo se vive la fe fuera de las certezas de la catequesis, del dogma, del derecho, de …? Para mí, el asombro ante Dietrich Bonhoeffer reside precisamente en esto.
Asombro porque, en su mayoría, nosotros solemos ser ejecutores del oficio de vivir. Dicho de manera provocativa: somos como discos rayados. Tenemos nuestras ideas habituales, que repetimos con algunas variaciones; hacemos los gestos de siempre. La fe, por su parte, la vivimos como el territorio de las certezas inquebrantables, sobre todo hoy, en un contexto desconcertante por la rapidez de los cambios.
La fe se convierte en un marcador identitario, un ancla a algo estable, que no cambia con los cambios socioculturales. Y precisamente a mí, hijo de este tiempo, se me ofrece la herencia de un hombre, un teólogo, un creyente, que vivió de manera diferente su humanidad y su fe, con una disponibilidad desconcertante a la revisión y al cambio. A partir de esa mirada encendida sobre la realidad, una mirada desconcertante porque incapaz de llegar a la totalidad y a la seguridad.
La suya es una mirada lúcida, sapiencial, libre del resentimiento de la insatisfacción, preocupada por comprender, por dejar que la realidad dicte la agenda y no la propia. ¿Cómo se madura una mirada así? ¿Por qué mis ojos se fijan en otra cosa? ¿Cómo me mido con este hombre que, en su legado testamentario, me plantea la pregunta: ¿qué ves cuando miras? Él, según entiendo, no jugó a la defensiva, no miró la historia y al Dios de la historia preocupado por buscar confirmaciones de lo que ya consideraba justo, verdadero. ¿Y dónde habrá aprendido esta sensibilidad, que siento profundamente evangélica, ya que nos pone en un estado perpetuo de conversión?
Un elemento que encuentro en su testamento —no el único, por supuesto— es el cuidado por las relaciones, por una amistad que es afecto y confronto, escucha atenta y discusión. Es como decir: una mirada así no se madura en soledad. Se necesitan al menos dos almas curiosas, que se comprometen en primera persona. Que no se preocupan por garantizar la posición adquirida o por declamar la bondad de los productos expuestos en su tienda. La mirada desde abajo arranca del empíreo de las ideas ya alcanzadas y del esfuerzo conservador que busca confirmaciones. La mirada desde abajo es la que sabe reabrir el juego.
Además, siento que esta mirada se ha alimentado de la sabiduría bíblica, de la polifonía de sus narraciones, que abren miradas inéditas y tachan de idolátrica toda fijación.
Al leer algunos pasajes del testamento, me surgió la imagen de un hombre, un teólogo, un creyente que se dejó atravesar por la sospecha, de la que es portador el relato de las Escrituras, de que la realidad podría verse de otra manera diferente a como se suele observar. La sospecha no es una categoría de Dietrich Bonhoeffer y, sin embargo, así es como resonó en mi interior. Una sospecha que no solo tiene una gratuidad inicial, al ser una palabra que viene de otra parte, que se ofrece de manera incondicional, sin méritos por parte de quien la recibe.
Además de la gratuidad del origen, hay otra mucho más exigente, o difícil de aceptar, y es la de la verificación final. Dietrich Bonhoeffer no vio la tierra prometida que le había mostrado la mirada desde abajo. He aquí la «gracia a un alto precio». Llevamos a cabo cambios porque así experimentamos una mejora en nuestras condiciones de vida. Pero cuando, movido por la sospecha del Reino, vislumbrando sus huellas desde abajo, Dietrich Bonhoeffer experimenta el empeoramiento, la derrota, y ni siquiera puede saber si la historia le dará la razón, si su esfuerzo habrá valido la pena, entonces mi asombro se intensifica. Su historia terminó en derrota. Sin embargo, para él ese final era también un principio.
El comienzo impulsado por la sospecha de que el mundo e incluso Dios podrían ser diferentes. Que la humanidad, al igual que las Iglesias, no están destinadas a ser discos rotos, enredados en torno a supuestas verdades que solo los ojos miopes consideran únicas e inmutables.
He querido dar voz solo a mi asombro personal. El hecho es que lo siento tan prometedor, no reducir a este hombre a un icono o a un clásico, sacarlo de los manuales, por muy necesarios que sean, en los que, por otra parte, se puede leer con provecho la riqueza de su legado. Es el asombro el que mantiene viva la pregunta de qué hacemos con la herencia que se nos ha dejado en don. El que nos arranca de la postura conservadora y nos sitúa en la generativa, dispuestos a dar vida a algo nuevo, más allá de los límites de lo ya pensado y manido, de lo ya visitado y frecuentado.
En la tradición judía se dice que no hay tradición —el gesto de «tradere», de entregar en herencia— sin innovación. De Dietrich Bonhoeffer recibo, agradecido, la indicación de la mirada desde abajo, para poder encenderla sobre el panorama social y eclesial que se despliega ahora ante mí. Una mirada exigente, que hay que madurar a un alto precio: el precio de una vida que intenta seguir los pasos del profeta de Nazaret, observando la realidad con sus propios ojos, como hizo su discípulo Dietrich Bonhoeffer.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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